11.6.17. Trinidad 1. Dios es amor
Quiero preparar la fiesta de la Trinidad (del 11.6.17), publicando algunos trabajos del Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, que preparé y publiqué con N. Silanes, profesor, editor y amigo del alma, hace ahora 25 años (Sec. Trinitario, Salamanca 1992).
Han pasado 25 años, pero aquel diccionario, en el que colaboraron muchos de los teólogos hispanos más significativos, sigue siendo una obra de referencia en castellano y portugués. Es para mí un placer retomar algunas de sus entradas, en este entorno de la fiesta de la Trinidad
La mayor parte de ellas han sido publicadas también en los Ficheros de teología del portal Mercabá http://www.mercaba.org/DIOS%20CRISTIANO/CARTEL_DIOS_CRISTIANO.htm (supongo que con permiso de la Editorial). Entre ellas empezaré destacando la del “amor”, pues el Dios Cristiano es Trinidad siendo y por ser Amor encarnado en Cristo y ofrecido como vida en el Espíritu de amor, como indicaré en la reflexión que sigue.
SUMARIO:
I. Eros y Agape: amor griego, amor cristiano.
II. Amor y compasión: cristianismo
y budismo.
III. Amor y Trinidad: la comunión divina.
IV. El Espíritu Santo como amor
personal.
V. Trinidad y metafísica de amor. Sentido de Cristo
Como indica el sumario, he trazado algunos rasgos importantes del amor para entenderlos luego en clave trinitaria. No he podido citar la encíclica de Benedicto XVI: Dios es amor (2005), porque mi trabajo es anterior, de tipo más teológico.
Comenzamos situando el tema en un nivel de historia de las religiones: comparamos el amor cristiano y griego (agape y eros).
Después lo interpretamos desde el fondo del budismo (compasión y caridad).
Sólo entonces trataremos del amor cristiano visto en clave trinitaria.
Para culminar el tema ofreceremos una breve visión de las personas trinitarias (especialmente el Espíritu Santo) desde el fondo de una teología del amor.
Quiero presentar esta postal y las siguientes sobre la Trinidad como recuerdo a los largos años de docencia en los que impartida mi enseñanza sobre la Trinidad, en la Universidad Pontificia de Salamanca.
I. Eros y Agape: amor griego, amor cristiano
La religión griega del eros aparece como praxis salvadora que se funda en el orfismo y la piedad de los misterios. Ella quiere liberar la luz divina de los hombres, conquistando y recreando su verdad originaria, cautivada en una cárcel de dolor, sombra y materia. Lógicamente, el alma debe aprender a liberarse por la acción contemplativa o religiosa que le lleva a descubrir su realidad original y retornar de esa manera a lo divino.
Platón ha elaborado los principios que le ofrece la tradición anterior y edifica desde el eros un expléndido sistema de verdad, de salvación y pensamiento. La visión del eros, que Platón ha presentado desde el mito anterior, presupone en realidad que el hombre es ahora esclavo: está cautivo sobre el mundo pero guarda las semillas del recuerdo de su vida originaria. Ese recuerdo, reflejado germinalmente en el eros, le conduce a partir de los valores sensibles de este mundo (cuerpos, ideales…), hacia el bien de lo supremo como meta donde puede sosegar y realizarse su existencia.
El amor es, por tanto, una potente fuerza de atracción que, al inquietarnos en el mundo, nos inmerge en la ansiedad y nos conduce hacia la idea y la bondad de lo divino. Según esto, no hay eros en Dios, pues a Dios nada le falta en su existencia. Tampoco puede hallarse entre los hombres que se encuentran perdidos en los bienes de la tierra. El eros es la fuerza ascensional, aquel impulso que constantemente lleva desde el mundo sensible y limitado, a la verdad de lo que somos en lo eterno. Por eso tienen eros o son eros solamente aquellos hombres que partiendo de los bienes de este mundo, se elevan y dirigen en camino de amor hacia el sentido y bondad de lo divino. El eros de la carne (amor corporal) se supera y se transciende haciendo que surja de ese modo el proceso del «eras espiritual».
A. Nygren, sistematizador protestante del tema, ha distinguido en la visión del eros estos momentos.
a) Es amor-deseo que nos lleva a superar la privación en que ahora estamos, caminando hacia un estado de existencia más dichoso.
b) Es anhelo que conduce desde el mundo a lo divino. Por eso, Dios no ama ni tampoco aquellos que prefieren contentarse con la tierra,
c) Es amor egocéntrico: es nostalgia de conquista, un gran deseo por lograr y disfrutar lo que nos falta. Sólo en el momento en que, inmergidos en Dios, hayamos colmado la ansiedad y realizado nuestro anhelo, cesaremos en la marcha: se habrá cumplido el eros, no seremos más cautivos de la tierra; la historia habrá cerrado su camino, quedará la eternidad.
Por encima de este anhelo, el cristianismo ofrece la presencia salvadora de Dios en Jesucristo. Lo que importa no es que el hombre haya querido subir hacia los cielos. El misterio está en que Dios ha descendido de manera salvadora hasta la tierra. Esto lo expresa el NT al acuñar de un modo nuevo la palabra antigua agape.
El agape es un amor espontáneo y no egoísta. Su principio está en el Dios que de manera gratuita ha decidido entregar su vida por los hombres. Por eso el agape no depende del valor de los objetos. Dios no se ocupa sólo de los buenos: ama con fuerza especial a los pequeños y perdidos, ama a todos los que sufren, inaugura de esa forma un modo nuevo de existencia. Por eso, en el principio del amor no hay un ascenso hacia la altura, ni tampoco una justicia que sanciona a los perfectos. El amor se manifiesta y triunfa en la vida que se entrega, en el misterio de Dios que nos ofrece su asistencia.
Esto supone que el agape es creador. El eros nada crea, simplemente tiende hacia la fuente de la vida verdadera. Por el contrario, el agape recrea a las personas: amar implica hacer que surja, que se extienda la existencia, que haya esperanza en la desesperación, perdónen el pecado, interés donde existía sólo indiferencia, vida en medio de la muerte. Finalmente, el agape es comunión. Mientras que el eros busca la fusión del hombre con su raíz originaria, el agape le capacita para amar a las personas: invita a realizar la comunión entre los hombres, conduciendo hacia el encuentro interhumano o dirigiendo hacia el misterio de la unión de Dios con nuestra historia.
El eros es la tensión de los hombres que pretenden ascender hacia su centro en lo divino. El agape es, al contrario, la expresión de la presencia salvadora de Dios sobre la tierra: por eso ofrece unos matices creadores, se refleja de manera preferente en el abismo de la cruz de Jesucristo y se explicita en el amor al enemigo. Para el eros, carece de sentido hablar de entrega de la vida «por los malos»: el amor al enemigo resulta inconcebible. En el agape eso es primario: sólo existe amor auténtico y perfecto donde el hombre se dispone, como Cristo, a realizarse en apertura hacia los otros. Amar es dar la vida. Y es hacerlo en gratuidad, porque merece la pena conseguir que el otro sea. Amar es darse, hacer posible que haya vida entre los hombres, en gesto de absoluta limpidez, sin intereses, en camino que culmina allí donde se ayuda al enemigo.
Los cristianos protestantes acentúan, de una forma general, la oposición del eros y el agape: frente a la búsqueda idolátrica del hombre está la gracia salvadora de Dios; frente al amor como deseo y como mérito (eros) el misterio de Dios que nos regala en Jesucristo su existencia (agape). Pues bien, matizando esa postura debemos afirmar que el eros y el agape se penetran, se enriquecen y completan. El eros representa el ser del mundo, es la tendencia natural de los vivientes que se expanden y realizan. Sin eso que llamamos el «deseo físico» del eros nuestro ser de humanos quiebra y se deshace.
Sólo porque hay eros (porque el ser humano busca su propia plenitud) puede hablarse de agape (gesto de salida, de entrega hacia los otros). Pues bien, esta unión de eros y agape sólo la podemos entender de una manera original en lo divino. El NT (1 Jn 4, 16) ha confesado de forma lapidaria que Dios mismo es agape, donación de amor gratuito. Los cristianos lo interpretan ciertamente en nivel de economía salvadora: Dios es ágape entregándose de forma gratuita hacia los hombres. Pero resulta necesario dar un paso más diciendo: Dios nos puede regalar su amor porque él mismo es misterio de amor inmanente.
Ésta es la mejor definición de la Trinidad: es el agape de Dios, la comunión personal en que Padre e Hijo en el Espíritu se ofrecen y regalan de manera gratuita la existencia. Pero siendo agape (amor como regalo), Dios mismo es eros: es gozo de sí mismo, plenitud ya realizada a modo de comunión entre personas. Al darse al Hijo (agape) el Padre encuentra su gozo y plenitud en ese Hijo (eros); por su parte, el Hijo halla y plenifica su propio ser (eros) cuando devuelve su misma realidad y plenitud al Padre (agape). Dando un paso más, podemos añadir que el mismo Espíritu Santo es a la vez agape y eros: es gratuidad y gozo de amor compartido.
Presentemos de otro modo el tema. El Padre se ha entregado en manos de su Hijo: no retiene absolutamente nada; nada deja en su reserva. Éste es el principio del agape. Pues bien, en un milagro de absoluta comunión, el Hijo ha retornado nuevamente al Padre todo aquello que del Padre ha recibido. De esa forma, por medio del agape, encuentra el eros, el gozo más perfecto. En el juego de don y de respuesta, de gracia que se entrega y vida que retorna y se devuelve a modo de regalo, eros y agape se fecundan y completan. Aquí se ha desvelado el amor como divino. ¿Quién es Dios? Aquel que, poseyéndose a sí mismo plenamente (Padre), se entrega plenamente suscitando al Hijo. De esa forma se define como encuentro. Es eros: gozo de sí mismo. Es agape: donación perfecta.
II. Amor y compasión: cristianismo y budismo
Venimos de esta forma hacia el oriente, tal como aparece reflejado en el budismo. En esta perspectiva el mundo se desvela como abismo de dolor que nos tritura, un gran molino que destroza año tras año, reencarnación tras reencarnación, nuestra existencia. Sobre ese presupuesto se edifica la palabra y el mensaje original de Buda, resumido en las cuatro «nobles verdades».
Primera verdad: todo es dolor; dolor el nacimiento y la muerte, la unión y desunión; la vida entera sobre el mundo es un destino de separación, impotencia y sufrimiento. Segunda verdad: el origen del dolor es el deseo, la sed de la existencia que nos tiene atadosa la rueda de una vida en la que estamos cautivados. Tercera verdad: para librarse del dolor es necesario extinguir los apetitos, desarraigando la raíz de los deseos. Cuarta verdad: en este mundo de deseos destructores es posible hallar un camino salvador, la famosa vía media que conduce a la superación de los dolores, a través de una disciplina mental, una concentración intensa y una conducta ética adecuada.
Lógicamente, a partir de ese transfondo, Buda ha prescindido de los dioses. ¿Qué ventaja puede haber en Dios si Dios se encuentra también dentro de esta rueda sufriente del destino? Sobre un mundo destructor como el nuestro no se puede hablar de lo divino. Es preferible hacer silencio y sobre el hueco de todas las imágenes sagradas buscar y recorrer aquel camino de ser y libertad que nos permita llegar hasta la meta de una vida liberada, no mundana (lo nirvana).
Esto supone que los hombres son capaces de librarse del destino, desatarse de esta vida de dolor que en realidad es muerte. ¿Cómo? Por medio de un retorno al interior, por una vida desligada de apetitos, transformada, sin deseos. Este es el punto de partida y centro de toda la experiencia religiosa. A partir de aquí, el budismo ha elaborado un programa de amor impresionante, concibiendo la vida como solidaridad en el sufrimiento y compasión liberadora. Su primer rasgo se llama maitri o benevolencia. Quien ha sido iluminado y sabe cómo puede superarse la cadena del destino y de la muerte se comporta de un modo dulce y discreto. Es cordial y es afectuoso. Nada puede perturbarle, nunca debe airarse. En medio deuna tierra dura y mala, destrozada por el odio, las pasiones y deseos, el auténtico budista sabe ser y comportarse de manera amable. Todo lo comprende, pero nada llega a perturbarle.
En un segundo momento es necesario el dana: regalo o donación. Su base es clara: todo sufre, se retuerce y gime en una tierra calcinada. El budista iluminado ya conoce su final de salvación, pero igualmente sabe que el dolor es destructor y quiere, en lo posible, remediarlo o, por lo menos, no aumentarlo. Por eso actúa bien e intenta ayudar al que está necesitado.
Todo eso lleva a la karuna: compasión piadosa. En el fondo de ese gesto hallamos la intuición de que el dolor, siendo muy fuerte, puede superarse. En un primer momento, cada humano ha de asumir a solas su camino y alcanzar la libertad por medio de su propia actitud de desapego. Sin embargo, el verdadero iluminado sabe que no puede separarse de los otros, sufre su dolor, se compadece de ellos, y procura abrirles el camino de la libertad definitiva. Ese fue el gesto de Buda: una vez iluminado, descubierta su verdad e inmerso en una vida sin dolor y sin deseos, dejó a un lado su propia plenitud transfigurada y ofreció su mensaje salvador a los necesitados.
Esta experiencia del budismo representa una de las máximas conquistas de la historia humana. Quizá nunca se había llegado tan arriba. Sin embargo, debemos añadir que eso resulta a nuestro juicio insuficiente. Aquí falta el gozo de la gratuidad como amor positivo que lleva hacia los otros; falta la vivencia de la comunión, el encuentro interhumano como signo primigenio del misterio;y falta, sobre todo, un Dios activo y personal que nos ofrece amor desde su hondura efusiva, trinitaria. Llegamos en busca de eso al cristianismo.
Según el cristianismo, más allá del sufrimiento y el dolor del hombre se halla la
fuerza creadora de Dios. El mundo es positivo; Dios mismo lo ha creado. Por eso, superando los dolores se puede llegar a la confianza originaria: es la actitud del que se pone en brazos de la vida descubriendo en ella los signos de presencia de Dios.
Antes que la compasión del hombre está la compasión de Dios. Hay en la Biblia una palabra audaz, aventurada, milagrosamente fuerte: Dios tiene piedad de los hombres, amándoles desde el fondo de su mismo sufrimiento. Sobre esa base, se puede trazar luego una distinción. a) El Dios de Israel se compadece de los hombres pero queda fuera: sufre su dolor, le duele su miseria…, pero siempre se halla encima, está como guardado en su propia transcendencia. b) El Dios de Cristo ha dado un paso en adelante: penetra en la miseria de la historia, la padece en su interior y de ese modo la transforma.
Verdadero compasivo en esta línea cristiana no es aquel que saca al otro de la muerte o quiere hacerle desligarse de la vida. Compasivo es el que crea —el que hace ser—, el que acompaña en el dolor, el que transforma así la vida de los otros. Para el budismo, la compasión era elemento negativo: se debe acompañar a los hermanos para que ellos mismos se puedan desligar del sufrimiento y riesgo de la historia. El cristianismo, en cambio, sabe que sólo es verdadera aquella compasión que nos convierte en creadores. Sólo es digno de crear quien introduce su existencia en lo creado, quien se arriesga con sus obras, quien padece en ellas y las lleva en el regazo de su propio sufrimiento. ¡Así ha creado Dios! Lo hace arriesgándose, queriendo que seamos escandalosamente libres, para solidarizarse después con nuestra libertad y realizar nuestro destino. Por eso, la compasión es un gesto expansional de fuerza creadora: implica un movimiento de creatividad intensa, libre. Sobre la cruz del dolor de su Hijo, Dios ha decidido que este mundo permanezca y llegue a ser, creándolo de un modo personal, comprometido.
Pues bien, esta compasión creadora sólo es posible allí donde se asume el valor de las personas. Conforme a la vivencia del budismo, lo sagrado (Dios, Nirvana) ha de entenderse en forma negativa: es la libertad plena del pleno silencio, allí donde no existe la multiplicidad ni las personas; por eso, el amor compasivo de los budistas consiste, en el fondo, en acompañar a los demás en el camino que lleva hacia la muerte o deshacimiento. Por el contrario, el cristianismo ha resaltado el valor de las personas: lógicamente, la verdadera compasión consistirá en amar a los demás como distintos, ayudándoles a ser independientes, creadores de sí mismos.
Esta actitud cristiana sólo puede interpretarse y valorarse en perspectiva trinitaria: amar consiste en hacer que el otro sea. Por eso decimos que el Padre entrega su propia realidad (sustancia) al Hijo, haciendo de esa forma que se vuelva independiente (persona). Hijo y Padre se regalan y comparten la sustancia (divinidad) en gesto de amor compartido (en el Espíritu). Los hombres de este mundo son imagen trinitaria: por eso han de ayudarse en gesto de compasión creadora, ofreciendo y compartiendo la existencia.
En ese fondo debe interpretarse ahora la maitri o benevolencia, lo mismo que la lona o donación y la karuna o compasión piadosa. El verdadero amor consiste en dar la vida al otro, haciendo así que el otro sea. Amor es igualmente el gesto de acogida: recibir lo que ofrece el otro, agradecer a Dios (y a los demás) el gran regalo de la vida. Amar es, finalmente, compartir. Por eso decimos que el amor es trinitario.
Ésta es la diferencia fundamental. El budismo no cree en la Trinidad: no ha sabido penetrar más allá del silencio de Dios, descubriendo en el principio del Nirvana el gran misterio de la personalidad divina (amor del Padre y el Hijo en el Espíritu); por eso no ha podido aceptar la encarnación, no descubre la presencia de Dios en el mundo ni valora a las personas. Ciertamente, es buena la compasión budista; quizá es la forma suprema de amor que los hombres pueden descubrir sobre la tierra. Pero más allá de esa compasión y su nirvana está el amor trinitario de Dios, encarnado en la vida y pascua de Jesús, el Cristo.
La visión del amor une en gran medida a cristianos y budistas, de manera que les hace compañeros de camino en el esfuerzo por vencer la violencia de este mundo. Pero ese mismo amor separa luego a cristianos y budistas. Más allá de la negatividad del amor, los cristianos han descubierto el misterio activo de un Dios que siendo comunión personal eterna nos lleva al encuentrointerhumano (de ayuda dirigida hacia los otros) en camino sostenido por la Cruz y Pascua de Jesús, el Cristo’.
III. Amor y Trinidad. La comunión divina
Precisamos los supuestos del tema. Dios no es cosmos: no es el todo que se impone a cada una de las partes, ni es el juego de las partes que entrechocan, nacen, mueren en el todo. Dios no es sexo, no es la unión originaria de los dos grandes principios de la vida que se expanden y despliegan de manera hierogámica; no es potencia masculina, ni es hondura femenina, ni la unión engendradora de ambos sexos. Dios no es eros separado: no es poder de ascenso-anhelo que nos lleva desde el mundo bajo, oscuro, hacia la luz originaria o amor pleno; no es lo de arriba como opuesto a nuestro abajo, ni tampoco el movimiento donde todo se vincula. Dios no es pura compasión, el gesto negativo del que deja los valores de este mundo mientras busca el verdadero ser en el rechazo de todos los dolores y deseos.
¿Qué es entonces? Con palabra de 1 Jn 4, 16 diremos de nuevo que es agape, el amor que se autoofrece y se regala a manos llenas para dar así la vida. Dios es la comunión originaria y transcendente que funda los caminos de los hombres y se asienta en su principio sin principio. Pues bien, por un misterio de apertura generosa que no podemos ni siquiera barruntar, el mismo Dios ha decidido expandir su comunión a nuestra historia, a través del nacimiento y de la muerte de Jesús, el Cristo. Por eso decimos que es regalo de vida y de gracia.
Dando un paso más podemos afirmar que esa comunión de Dios (misterio trinitario) ha de expresarse como metafísica del amor donde encontramos estos dos, planos. a) Por un lado el amor de Dios es fundamento de la historia: es la verdad, sentido y fuerza de la entrega de Jesús entre los hombres. b) Pero el amor es, a la vez, la hondura y la verdad eterna del encuentro primigenio que vincula al Padre con el Hijo en el Espíritu.
Nuestra fe se asienta en Jesús crucificado, Hijo de Dios, que nos ofrece su vida por la muerte. Arraigados en Jesús, hemos creído en el Padre que le envía y resucita y aceptamos la fuerza de su Espíritu. Por eso, la palabra trinitaria, como fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, resulta inseparable de la muerte de Jesús y viceversa. Una Trinidad sin el misterio de la cruz resultaría idolatría; y una cruz sin el transfondo trinitario, sin abrirse al Padre en el Espíritu, termina destruyéndose en la tierra, convertida simplemente en muerte de la vida humana. A partir de aquí podemos llegar a una visión más honda del misterio. A lo largo de la historia hallamos varias formas de entender la Trinidad. Unos, sobre todo entre los viejos Padres griegos, toman como base el proceso de génesis de la realidad que se explicita y completa como ousía, dynamis y energueia, es decir, en tres momentos. Los autores de occidente se han fijado más en la experiencia de una mente que, al saberse y al quererse, se disocia y distingue personalmente, desde dentro. Hegel ha empleado una dialéctica de ideas… Yo he querido situarme en una línea que está cerca de Ricardo de san Víctor.
Su argumento es como sigue: Dios es amistad activa, caridad y, por lo tanto, necesita dar y recibir, hacerse encuentro. No existe amor sin comunión, sin desprenderse de sí mismo, darse al otro y encontrarse nuevamente a partir de su respuesta. Por eso, siendo amor originario, el Padre —que es principio divino sin principio— hace surgir gratuitamente al Hijo, para darle todo su misterio y realizar así el encuentro. Actuando de esa forma, el Padre aguarda: deja que a su vez el Hijo le responda. De ese modo surge la amistad en comunión: Hijo y Padre sólo tienen ser en la medida en que lo entregan y comparten.
A partir de aquí debemos dar un paso más. Sólo surge comunión definitiva si el amante y el amado concretizan su amor en un tercero, de tal forma que al mirarse y regalarse el uno al otro llevan su amor hasta la cumbre. Ese «tercero», como signo de unidad del Hijo con el Padre, ha recibido en la experiencia de la Iglesia un nombre: es el Espíritu Santo.
Evidentemente, al emplear este modelo, Ricardo de san Víctor se ha basado en la familia. Pero en este mundo, los esposos y los hijos nunca llegan a ser amor eterno, ya perfecto. En eso se refleja la riqueza y tragedia de su historia. Dios, por el contrario, concretiza el amor de un modo pleno en el encuentro del Padre con el Hijo, tal como se expresa y plenifica en el Espíritu.
Éste es el esquema de Ricardo de san Víctor.
a) Dios es creatividad: vida que se expande de manera gratuita y total, sin recelos ni egoísmos. Así lo descubrimos en todo su proceso y de un modo especial en su principio, el Padre.
b) Dios es amistad: la fuerza de la vida no se pierde de una forma arbitraria: al contrario, lo divino se realiza como encuentro entre personas. Sólo quien comprenda y vea unidos estos dos aspectos puede barruntar lo que supone el ser divino, como vida en comunión para expandir la vida.
c) Ese misterio de unidad de Padre e Hijo ha de tomarse y entenderse como gracia o como amor hecho persona: es la santidad del mismo amor, la dualidad de aquel «nosotros» personal y personalizante del Padre con el Hijo en el Espíritu. Por eso, el Espíritu no es un simple ámbito divino, un «ello» que no tiene caracteres de persona; el Espíritu es la misma comunión del encuentro intradivino, la unidad donde, levando a plenitud el mío y tuyo, como sujetos contrapuestos, surge el nosotros personal de la gracia compartida, el Espíritu de culminación de lo divino.
De esta forma se vinculan y de algún modo se vinculan en clave de amor los dos principios fundamentales del cristianismo: la Trinidad de Dios y la encarnación-pascua del Hijo. El mismo amor eterno de Dios (Trinidad inmanente) se despliega y revela en el amor histórico del Hijo Jesucristo, que muere en favor de los hombres, por fidelidad al reino (Trinidad económica). En esta perspectiva, desde la revelación pascual del amor del Hijo debe completarse la visión en principio un poco inmanentista de la Trinidad que tiene Ricardo de san Víctor. Desligado del mensaje y de la muerte, de la Pascua y vida de Jesús, el amor trinitario correría el riesgo de convertirse en una especie de especulación gnóstica.
IV. El Espíritu Santo como amor personal
Tres son, a mi juicio, las formas de entender la relación entre el Espíritu Santo y el amor como indicaremos brevemente en lo que sigue. Recordemos que la persona o personalidad del Espíritu se encuentra velada en el misterio: podemos esbozar un poco su verdad, pero nunca llegaremos a entenderla plenamente.
1. La primera perspectiva
entiende la persona del Espíritu en la línea de realización del ser que culmina su proceso amándose a sí mismo. Más que persona (en el sentido moderno), el Espíritu es modo final de la personalización de un sujeto que, conociéndose, se ama, es decir, descansa en sí mismo, ratificando y fijando su propia realidad. Así puede llamarse «culminación de Dios»: su proceso personal queda completado y clausurado en el amor pleno del Espíritu. Dios no es una línea siempre abierta que jamás llega al descanso, no es un círculo que vuelve sin cesar sobre sí mismo: es línea o círculo cumplido y la meta o realización de su proceso es el Espíritu Santo. Por eso se le llama amor, porque en amor culmina el encuentro del ser (de Dios) consigo mismo. En esta perspectiva se pone de relieve el movimiento de la naturaleza divina que se sabe, dualizándose en Padre e Hijo, y se ama, trinitarizándose en el Espíritu. Los comentaristas suelen discutir sobre la forma en que Tomás de Aquino ha concebido este proceso final de espiración de amor en que surge el Espíritu Santo. Pero casi todos tienden a pensar que en esta línea el Espíritu Santo no aparece como amor dual (de Padre e Hijo) sino como amor de esencia: es la naturaleza divina que, sabiéndose (siendo Padre-Hijo) se ama a sí misma.
Padre e Hijo, separados entre sí en el conocer, no se distinguen ya al amar. Por eso aman los dos como uno sólo, con el amor de la esencia divina que vuelve hacia sí y en sí reposa. De esta forma se completa el proceso personal del Dios que es divino, persona, siendo dueño de sí mismo, conociéndose y amándose. Situados ante esta solución, los teólogos orientales ortodoxos han protestado enérgicamente. Ellos suponen que esta forma de entender la unión de Padre e Hijo en el origen del Espíritu supone un triunfo de la pura esencia: no serían ya las personas las que actúan como tales sino la misma naturaleza de Dios que al amarse suscita (espira) el amor pleno y final del Espíritu Santo.
2. La segunda perspectiva
entiende la persona del Espíritu partiendo de la unión dual de Padre e Hijo como personas distintas que se aman. Hemos citado ya a Ricardo de san Víctor. Conforme a su visión, el Espíritu Santo no es amor de esencia sino amor de personas que, ratificando su propia distinción, la sellan en gesto de entrega compartida. Los amantes son por tanto dos y su amor es recíproco y sólo puede mantenerse en la medida en que los dos son diferentes. Hay, un doble acto de amor, pero el amor con que se aman es el mismo, porque uno y otro se entregan de manera total, sin reservarse nada. Por eso, en esta línea, el Espíritu Santo se puede interpretar como el amor de comunión hecho persona: no es amor de uno o de otro, es de los dos y de esa forma es «medio» que les une.
Hasta aquí la reflexión de los diversos autores parece concordante. Las dificultades comienzan cuando se pretende precisar lo que supone esa Persona de Amor que es el Espíritu. Para algunos, ella aparece como persona ambital, campo de amor en que se encuentran Dios y Cristo: es la fuerza de Dios de la que Cristo nace (y resucita); es el amor que Cristo ofrece al Padre para que nosotros podamos realizarnos.
Para otros, el Espíritu se entiende mejor como un nosotros de amor compartido. El yo y tú (del Padre y el Hijo) se encuentran originariamente unidos y sólo existen en la medida (y a medida) que se relacionan. Pero aquí debemos descubrir el tercer elemento: en el fondo del yo-tú se halla el nosotros, no como algo externo o posterior, que les adviene desde fuera, sino como la misma hondura de su encuentro; ésta es la analogía más honda del Espíritu Santo.
3. La última perspectiva
ha interpretado el Espíritu como un Tercero común que surge del amor de Padre e Hijo. Esta es la línea que ha desarrollado de manera clásica Ricardo de san Víctor, al hablar del «condilectus». El Espíritu desborda el nivel de amor común (plano ambital); es más que la unidad de amor dual o «condilectio» (co-amor) que constituye el sentido del nosotros; el Espíritu es aquel a quien Padre e Hijo aman en común, es decir el Amigo de Dos o condilecto. En otras palabras, Hijo y Padre no se limitan a mirarse uno al otro, en amor compartido o común. Ambos se unen y «miran juntos» (en mirada que es de los dos) hacia un tercero, que es como fruto del amor que ambos se tienen. Este amor de dos, convertido en nueva persona, como nuevo centro de vida y conciencia es el Espíritu Santo.
El nosotros del amor sólo culmina y encuentra su sentido pleno allí donde suscita un tercero a quien los dos aman unidos. Ya no se limitan a mirarse uno hacia el otro, en transparencia recíproca: ambos unifican su mirar y miran juntos hacia aquel que es fruto de su amor compartido. Ese tercero, a quien podemos llamar amado de los dos no es propiedad de uno o de otro: es gracia y don que surge de la vida compartida. Por eso es el tercero, está en el fin, como culmen del proceso trinitario. Pero, al mismo tiempo, debemos concebirle como centro o medio en que se implican Hijo y Padre (cf. Santo Tomás, S. Th. 1, 37, 1 ad 3): ellos (Padre e Hijo) sólo pueden vincularse y son distintos cuando están amando juntos a un tercero (Espíritu) que les sirve de centro y les vincula. Por eso, mostrándose en el fin, el Espíritu es garantía del principio: sostiene y culmina todo el proceso trinitario.
Estas observaciones pueden parecer un poco abstractas, separadas de la vida. Sin embago, bien miradas, ellas constituyen el centro y culmen de toda la filosofía personalista de los últimos decenios. En otro tiempo, en la línea de una definición que proviene de Boecio, se solía definir a la persona en clave de «sustancia» (rationalis naturae individua substantia). Es persona el ser racional que existe por sí mismo, en forma individual. Pues bien, de esa manera resultaba muy difícil entender la Trinidad: la que importa es la unión del ser consigo mismo (la autosuficiencia individual); el amor viene a entenderse como algo posterior o secundario.
Pues bien, conforme a la visión que aquí he esbozado, visión que culmina en la teología trinitaria del Espíritu Santo, no se puede hablar de ser (sustancia) para referirse sólo luego al amor, como si fuera algo ulterior o derivado. Conforme a la postura que defiendo, apoyado en la teología trinitaria más representativa de occidente, la misma realidad de las personas viene a definirse como amor, es decir, como relación de generosidad y acogida, como entrega mutua y vida que surge de la comunión dual (del Padre y el Hijo).
V. Trinidad y metafísica de amor. Sentido de Cristo
La metafísica de occidente se ha elaborado en forma pretrinitaria, a partir del análisis del ser o de los entes, conforme a una visión que ha sido precisada y criticada en los últimos decenios por M. Heidegger. Pero Heidegger parece empeñado en volver a la «fuente griega», tal como estaría reflejada en los primeros pensadores (los presocráticos). Sólo de esa forma se podría superar la división (o escisión) establecida ya tras Platón entre el ser y los entes.
Pienso que esa crítica de Heidegger resulta en el fondo muy parcial y limitada. El problema no está en el «olvido del ser», en la cosificación de la realidad, tal como ha venido a culminar en la visión instrumentalista y técnica de la cultura de occidente. El problema está en el olvido de las personas o, mejor dicho, en el eclipse del amor cristiano.
Existe cosificación en la cultura de occidente, existe el riesgo de manipular la realidad y destruir al ser humano. Pero ese riesgo no viene del olvido del ser (entendido en forma filosófica) sino de la falta de amor o, mejor dicho, de la destrucción del valor de la persona, tal como ella viene a revelarse en Jesucristo.
Hemos definido a la persona como forma del amor. Cada persona es un momento de amor y únicamente existe en gesto de relación gratificante. El ser sólo es persona en la medida en que se da y se acoge, en la medida en que se ofrece y se comporte. Por eso, las personas trinitarias son las formas fundantes del amor. Son eso que pudiéramos llamar el amor originario, más allá del puro nirvana (budismo) y de la eternidad del bien que todo lo atrae, sin entregarse a sí mismo (platonismo).
Dios es amor o, mejor dicho, las tres formas del amor fundante: es el amor como donación, acogida y encuentro personal. Es don eterno de sí (Padre) y es eterna receptividad (Hijo) y es comunión eterna del Padre y el Hijo que suscitan juntos al Espíritu, como verdad y plenitud del amor compartido. Más allá de este encuentro de amor no existe nada: no hay «ser» ni existen entes. Este es el misterio, es el punto de partida de todo lo que pueda darse sobre el mundo.
Este «discursq del amor trinitario», esta metafísica que habla de las tres formas fundantes de la personalidad, nos sitúa en el límite de todas las palabras: allí donde el silencio es pleno es también pleno el misterio. En el principio no está el ser ni están los entes; en el principio se encuentran las personas, el Padre que genera al Hijo, el Hijo engendrado, la comunión del Espíritu.
Ésta es la fe más honda: es la experiencia fundante de los fieles. Por eso no podemos demostrarla ni probarla con razones. Esta es la verdad que la Iglesia proclama en su Credo cuando dice que «cree» en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu. Pues bien, a partir de esta experiencia fundante puede y debe darse el pensamiento, conforme a la sentencia famosa de san Anselmo: «fides quaerens intellectum»; la fe da que pensar, nos capacita para formular y conocer de forma nueva todas las realidades, especialmente la realidad del amor en las personas.
Comenzó Hegel a pensar en el amor, para convertirlo en principio de su sistema de filosofía. Pero luego prefirió dejarlo a un lado, construyendo un sistema de dialéctica lógica (racional). Juzgo que su opción resultó, en su más honda raíz, equivocada. Necesitamos un nuevo Hegel, pero un Hegel distinto, que sea capaz de pensar la realidad desde el amor, pero no como discurso lógico sino en forma de camino comprometido de entrega mutua. Porque el amor no se puede pensar en forma abstracta sino en clave de entrega compartida, de compromiso por los otros.
Pensar el amor significa vivirlo, convertirlo en principio de existencia. Esto es lo que ha hecho el Cristo. En fórmula muy bella, la teología ha concebido a Jesús como representante de Dios (mediador, revelador del Padre): representa y realiza en el mundo, en forma plena (homoousios), la hondura y verdad del amor trinitario. En otras palabras, Jesús se atreve a «representar a Dios sobre el mundo», en gesto de entrega por el reino, en actitud de amor comprometido, fuerte, intenso. Este amor por los otros (por el reino) ha puesto a Jesús en manos de los hombres; en favor de ellos se ha entregado, padeciendo la violencia de ellos ha muerto.
De este modo ha revelado (ha representado y realizado) sobre el mundo todo el misterio del amor trinitario. Por eso, la metafísica del amor, interpretada en clave trinitaria en forma de don-acogida-encuentro personal (Padre, Hijo y Espíritu) viene a expresarse de un modo concreto en el mensaje y vida, en la entrega y muerte de Jesús. Por eso, conocer a Jesús y recibirle es recibir y conocer el amor de Dios, en actitud de amor responsable.
Nadie conoce el amor desde fuera, como un espectador que mira hacia las cosas que pasan en la calle. Sólo puede conocerlo el que lo vive, identificándose a sí mismo con el proceso de acogida y entrega, de pasividad, de comunicación y comunión que es la vida trinitaria. Así lo ha mostrado Jesús, en gesto fuerte de acción (su mensaje de reino) y de pasión (se deja en manos del Padre Dios, poniéndose en manos de los hombres). Por eso dice la revelación cristiana que Jesús ha desplegado sobre el mundo el misterio pleno del amor que es el Espíritu Santo.
De esta forma debemos recordar que el amor no suplanta a Dios (como quería Feuerbach) sino que lo revela y actualiza. Allí donde el amor es pleno no se puede ya afirmar que resulta innecesaria la presencia de Dios. Al contrario, si el amor es pleno se supone que Dios está presente, como indica Mt 25, 31-46. Está presente Dios en los pobres y pequeños de este mundo; y está también en aquellos que ayudan a los pobres, haciendo así posible el surgimiento de la solidaridad gratuita y creadora sobre el mundo.
La pascua de Jesús, esto es la revelación plena del amor trinitario. Por eso, la metafísica del amor que aquí estamos esbozando carece de sentido si no lleva a la exigencia del gesto liberador, a la entrega en favor de los pobres, a la transformación de esta sociedad injusta. Los que emplean métodos de fuerza violenta y de opresión injusta para cambiar a los demás muestran así que no creen en el amor, no creen en la Trinidad de Dios ni en la pasión-pascua de Cristo. Pero aquellos que confiesan con la boca la Trinidad pero no liberan a los otros, ni se entregan gratuitamente por ellos creen de mentira. Para ellos, la Trinidad se ha convertido en una especie de especulación gnóstica que sirve para sacralizar el orden establecido; la Trinidad se diluye en una mala metafísica. Sólo aquellos que expresan la Trinidad en hermenéutica de cruz-pascua, sólo aquellos que explicitan el encuentro personal divino en categorías de reino de Jesús, de entrega liberadora por los otros, han creído de verdad en la Trinidad tal como ella viene a revelarse en Cristo.
Llegamos de esa forma al centro y culmen de toda nuestra exposición: el amor de Dios es Cristo, entregado por los hombres, en camino de liberación pascual. Por eso, el sentido del amor trinitario (inmanencia de Dios) sólo se comprende y vive en la fidelidad al camino de Jesús (Trinidad económica). Por otra parte, el amor de Jesús sólo alcanza su plenitud y sólo se desvela en verdad como divino (originario, fuente y cima de todo lo que existe) allí donde viene a expresarse desde el misterio trinitario como revelación plena y representación total de la Trinidad.
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Xabier Pikaza
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