El lenguaje del amor
Juan Zapatero Ballesteros, sacerdote
Sant Feliú de Llobregat (Barcelona).
ECLESALIA, 02/06/17.- Siempre me ha llamado la atención de manera muy especial la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, correspondiente al capítulo 2, versículos 1-11, que se leen la misa de la fiesta de Pentecostés. Se trata del pasaje donde se dice que “Estando reunidos los Apóstoles en un mismo lugar, se oyó como una gran ventada apareciendo de inmediato una especie de lenguas de fuego que se pusieron encima de la cabeza de cada uno de ellos”. La gente que había llegado a Jerusalén a celebrar la fiesta, procedente de lugares diversos -continúa relatando el mismo libro- comprendían todo lo que los Apóstoles decían, a pesar de que venían de zonas y lugares donde se hablaban lenguas diferentes.
Dejando de lado la relación que pueda tener este hecho, en sentido contrario, claro está, con el de la Torre de Babel que narra el libro del Génesis, diferentes biblistas y estudiosos de las Sagradas Escrituras han intentado interpretar lo que este hecho puede encerrar. Una de estas interpretaciones consiste precisamente en afirmar que los Apóstoles recibieron a partir de aquel momento el don de la glosolalia, según la cual recibieron la capacidad de hablar idiomas desconocidos por ellos, pero que, a su vez, correspondían a las lenguas diversas de quienes se encontraban allí presentes, razón por la cual estos entendían perfectamente lo que aquellos hablaban.
Siempre he creído que semejante interpretación suponía rizar demasiado el rizo. En todo caso me quedo con la alocución italiana “Si non e vero es ben trobato”; pero sin pretender llegar más allá, ¡solo faltaba! Eso sí, no he dejado de dar vueltas intentando buscar una explicación que satisficiera mi inquietud respecto a lo que en este texto se dice. “Todos comprendían lo que decían los Apóstoles, a pesar de proceder de diferentes lugares y ser diferentes sus lenguas”. Llegados a este punto, podríamos decir que es el lenguaje de los signos el que todo el mundo entendemos por lo que a la hora de expresarnos se refiere. Pero no es aquí donde quiero llegar; para mí existe un lenguaje mucho más universal y que además resulta totalmente irrefutable. Dicho lenguaje no es otro que el del amor manifestado a través de las buenas obras. No en vano, el pueblo lo expresa de manera muy sencilla, pero plenamente inteligible “Obras son amores y no buenas razones”.
Por tanto, si nos ceñimos a Pentecostés, fuera bueno que dejásemos de lado todo lo que se refiere a la mente, a la ciencia, al intelecto, para centrarnos totalmente en el corazón como símbolo del amor, de donde procede toda obra buena. Así pues, en Pentecostés no hay que buscar sabiduría, ni cosas por el estilo, sino transformación profunda del corazón, dejando de ser de piedra para convertirse en un corazón de carne, tal y como dice el profeta (EZ 11,19). Dicho esto, Pentecostés significa para mí que los Apóstoles pasaron a convertirse en personas comprometidas con el bien hacia toda persona; lenguaje irrefutable y a la vez inteligible por todos hombres y mujeres. De tal manera que caen por tierra todas las demás realidades que no hacen más que dividirnos y separarnos, como son entre otras, las ideologías, las creencias, las razas, las culturas, las formas de pensar, etc.
Por ello, a pesar de que pueda ser un tanto osado, me atrevería añadir a las palabras de san Pablo “El amor no pasa nunca”, otras que dijeran “Y además transciende tiempo y espacio”, razón por la cual toda persona lo comprende y comprenderá siempre.
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