Religión y apostasía. A propósito de “Silencio”, por José Arregi
Hace ya dos meses que dos matrimonios amigos fuimos a ver Silencio, de Scorsesse. Entretanto, ha desaparecido de las carteleras y de los medios que todo lo devoran. Todo lo devoramos sin haberlo saboreado y sin tiempo para digerir y nutrirnos. En cuanto a la película como tal, carezco de criterio competente para afirmar si es buena o mala, ni me interesa en este momento. Nos dio para una larga y sabrosa sobremesa, con discordancia de opiniones y concordia comensal: ¿Apostatan realmente los jesuitas Ferreira y Rodrigues o solo fingen hacerlo? Por lo demás, ¿es la película fiel a la historia? Y las grandes cuestiones de fondo: ¿Qué es fe? ¿Qué es apostasía?…
Pero antes de nada: ¿Qué movía a unos jóvenes jesuitas –o franciscanos y dominicos– europeos a embarcarse hacia las lejanas islas de Japón, con una lengua, unas tradiciones y una religión tan distintas de las suyas, mientras su propia Europa se desangraba en guerras de cristianos por cuestiones de dogmas y de poderes? Les movía sin duda la mejor voluntad, pero no la mejor inteligencia de la fe. Iban en nombre de Jesús, pero al amparo de monarcas y de ricos mercaderes. Les inspiraba el evangelio liberador de Jesús, pero estaban sujetos a su letra, convencidos de que la fe consiste en profesar el Credo, el evangelio se identifica con religión cristiana y la religión cristiana católica es la única verdadera.
Creían con razón que el mensaje del evangelio es universal, pero ignoraban que el lenguaje y todas las formas en que lo expresaban eran –siguen siendo– radicalmente particulares. Embarcaban para enseñar lo que conocían, pero no para aprender lo que desconocían. Querían salvar a aquellas gentes, pero pensaban que la salvación era cosa del cielo después de la muerte, y que solo se podrían salvar quienes abrazaran sus creencias y recibieran su bautismo. Se exponían heroicamente a la tortura y la muerte, pero les confortaba la certeza de que obtendrían la corona suprema en lo más alto del cielo.
Eran mensajeros de Jesús. Solo que Jesús nunca pretendió fundar una religión, ni jamás se le pasó por la cabeza enviar a nadie a “convertir paganos”. Él se sintió profeta de Dios, de un mundo nuevo inminente, y, con un grupo de discípulos y discípulas, se fue a anunciarlo y vivirlo por caminos y aldeas. “Convertíos a la vida”, venía a decir.
Pero muy pronto el evangelio de la vida se convirtió en religión clerical, la Iglesia se alió con el imperio y los cristianos entendieron que Jesús los enviaba a cristianizar y, sin saberlo, a helenizar, romanizar y europeizar todo el mundo. Los profetas de un mundo nuevo se volvieron misioneros de la única religión que garantizaba el perdón de los pecados aquí y la vida feliz solo en el más allá.
En la nueva religión de los misioneros cristianos, muchos encontraron consuelo y libertad, la esperanza de sus vidas, y de buena gana apostataron de sus antiguas creencias y prácticas religiosas, incluso hasta morir torturados. Otros muchos, incontables, fueron sometidos contra su voluntad a una terrible disyuntiva: o apostatar o morir. Pero la Iglesia jamás ha proclamado mártires a cristianos disidentes o a quienes ella hizo morir por no apostatar de su religión o de su ateísmo.
A veces cambiaron las tornas, como en Japón a lo largo del siglo XVII, cuando el poder político impuso el budismo como religión de Estado, igual que los reyes europeos imponían su confesión católica, protestante o anglicana en sus reinos y en las tierras conquistadas. Muchos cristianos japoneses prefirieron entonces la muerte más terrible a la apostasía, mientras los monjes budistas cantaban mantras al Buda compasivo Amida, y ellos –los cristianos– se preguntaban por qué Dios callaba, sin atreverse a pensar que un Dios así no puede existir.
Otros –como el Kichijiro del film– apostataron del cristianismo para salvar su vida, pero condenándose a vivir el resto de su vida carcomidos por la culpabilidad. El jesuita Rodrigues también apostata, pero solo por salvar a otros, y vive el resto de su vida en el remordimiento de haber pisado un fumie, una mera tablilla con la imagen de Jesús. Mucho antes que él había apostatado el padre Ferreira, y no solo para salvar a otros sino también para salvarse a sí mismo. Y no tuvo remordimientos por haberlo hecho. Vivió en paz. Vivió.
En nuestra sobremesa hubo discrepancias al respecto: ¿apostató el sabio padre Ferreira por convicción o solo fingió hacerlo? Para mí, el padre Ferreira es el modelo del cristiano maduro, libre de la religión. Es el único que no apostata en realidad. Pues toda religión, el cristianismo incluido, no es en el mejor de los casos sino una representación de la Vida, como el fumie no era sino una representación de Jesús. ¿No querría tu mujer que pisaras su imagen por salvar tu vida y la de tus hijos? Preferir la religión a la vida propia y ajena: eso es apostatar.
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