Abiertos los ojos del corazón
Cuando la mente se torne tan silenciosa como la niebla al ponerse el sol, la Divinidad te susurrará al oído su más profundo secreto: el Dios de este mundo se encuentra en tu interior y tú lo sabes (Ken Wilber)
11 diciembre, III domingo de Adviento
Mt 11, 2-11
¿Eres tú el que había de venir o tenemos que esperar a otro?
En el film de animación Kubo, dirigido por Travis Knight (2016), el protagonista dice a Mona: “Mi mamá me contó una historia sobre el Lago Largo. Hay algo bajo el agua (…) Ella dijo que había un Jardín de Ojos. Ojos que te miran fijamente y a tu alma. Te muestran secretos. Cosas que te manifiesten allí con ellos. Por siempre”. Una mirada de amor que no hay que salir a buscar, pues más bien hay que entrar para encontrarla.
Ese es el que ha de venir. Un Jesús Salvador que, como Rosina, la protagonista de la ópera El barbero de Sevilla, es: “Occhio che parla, / mano che innamora”.
En el Evangelio encontramos destellos de los maravillosos ojos de Jesús. Ojos que hablan: Jesús “le miró con cariño” al joven rico (Mc 10, 21); a Zaqueo le mira con simpatía y encanto seductor cuando le dice que quiere hospedarse en su casa (Lc 19, 5); mirada llena de penetración y admiración en el caso de la viuda muy pobre y generosa, que había echado sus dos óbolos en el cepillo del templo (Lc 21, 2).
Ojos que son mano que enamoran: Mirada de compasiva ternura a la prostituta arrepentida, en casa de Simón (Lc 7, 44); a la mujer adúltera (Jn 8, 10); al paralítico de Cafarnaúm (Mc 2, 5); a la humilde hemorroísa (Mt 9, 22); a la mujer encorvada (Lc 13, 12); a las muchedumbres hambrientas de pan (Mc 6, 34) o de su palabra (Lc 6, 20); a las piadosas mujeres que le seguían camino del Calvario (Lc 23, 28); la mirada llena de lágrimas de compasión y pena que dirigió a la ciudad de Jerusalén (Lc 19, 41); la mirada más generosa y entregada que conocemos: la de Jesús a su madre y a Juan (Jn 19, 26-27); y la mirada profunda y transformadora que dirigió a Pedro (Lc 22, 61) en el patio de la casa de Caifás, Sumo Sacerdote.
¡Yo soy la Humanidad entera!, gritaban los ojos de Jesús cuando miraban. Y su grito era tan seductor y sugestivo para quienes lo escuchaban porque era grito salido del corazón. Ken Wilber nos lo explica de este modo: “Cuando la mente se torne tan silenciosa como la niebla al ponerse el sol, la Divinidad te susurrará al oído su más profundo secreto: el Dios de este mundo se encuentra en tu interior y tú lo sabes”. Un viaje al pasado de nosotros mismos, al corazón de nuestra vida, a la fuente fascinante de nuestra inspiración y creaciones. Como le ocurrió a Daniel, el protagonista de la película argentina El ciudadano ilustre (2016), dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn.
Y esto es ser rey de uno mismo, sin necesidad de que nadie ajeno a nosotros nos gobierne. Somos dueños de nuestro propio reino.
Los sufís dicen que uno debe escuchar aquellos que tienen abiertos los ojos del corazón. En la historia El látigo nuevo, que hoy ilustra nuestro artículo, el conocimiento extraído de palabras son sólo palabras, el que nace de hechos personales es real. El jinete ciego, símbolo del hombre intelectual, mente llena y corazón vacío, busca un concepto fijo. Para él, el mundo es lo que cree que el mundo es. Busca una verdad que en el fondo es “su” verdad. El jinete que ve, símbolo del hombre sabio, mente vacía y corazón lleno, se acerca al mundo sin prejuicios, aceptando lo que es tal como es. No busca la verdad sino la autenticidad.
– Es importante ser consciente en la manera de que nos percibimos, puesto que es esa mirada sobre nosotros, la que determinará la calidad y el tenor de nuestras relaciones con el mundo.
El Evangelio nos lo advierte en Lc 21, 8:“¡Atención, no os dejéis engañar!” Ni por las autoridades religiosas, ni por las políticas.
EL LÁTIGO NUEVO
Una mañana muy fría, dos jinetes cabalgaban por un camino campestre. Uno de ellas, que era ciego dejó caer su látigo. Se bajó del caballo y, arrodillado, palpó la tierra buscándolo. No lo pudo encontrar pero dio con otro que le pareció más elegante, más suave. Montó en su animal y continuó la cabalgata. El otro jinete, que sí podía ver, le preguntó qué había buscado en el suelo. El ciego le respondió: “Perdí mi látigo y bajé a buscarlo; no lo logré pero encontré este otro que es más largo, suave y flexible que el primero”. El hombre que podía ver le dijo: “¡Arrójalo! ¡Lo que tienes en la mano, no es un látigo sino una serpiente adormecida por el frío!”. El ciego rehusó tirarla, diciendo que el hombre que podía ver estaba envidioso de su nueva fusta… Un rato más tarde, el calor del día, despertó a la serpiente, la cual mordió al ciego, envenenándolo.
Vicente Martínez
Fuente Fe Adulta
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