La fiesta de los que…
La primera canonización tuvo lugar cuando Jesús subió aquel día a la montaña y con gran solemnidad declaró felices a los pobres, a los que están afligidos por causa del Reino, a los mansos que no recurren a la violencia, a los que tienen hambre y sed de la justicia, a los misericordiosos, a los que no tienen doblez en su corazón, a los que trabajan por conseguir la paz, a los perseguidos por causa de la justicia. Todos ellos son declarados felices porque son los que más se parecen a Dios.
Pero las bienaventuranzas no solo declaran sino que “apelan”. De hecho, dejando abierto ese sujeto, “los que…”, se integra tanto a los que ya lo están viviendo como resulta una llamada para todos los demás, ya que te dan ganas de ser bueno. Sientes que te gustaría entrar a formar parte de esa lista que se dibuja con tanta belleza. En realidad la fiesta de los santos es la celebración de la fiesta de un montón de “los que” innominados que han vivido y viven haciendo Reino.
En este año de la misericordia seguramente hemos escuchado que, mientras Levítico exhorta a ser santos (Lv 19,2), Lucas reinterpreta esta apelación y nos la traduce. Lo que nos hace más parecidos a Dios es la “misericordia”: sed misericordiosos como vuestro Padre Dios es misericordioso (Lc 6,36). La santidad, entonces, se mide y se juega únicamente en la “aprojimación” no en la “separación”. Pues “prójimo” es por definición el que practicó la misericordia, el samaritano (Lc 10,37).
El evangelio de Mateo tiene una comprensión parecida. El texto que hoy leemos se encuentra al principio (Mt 5,1-12) y está en relación con otro que cierra los cinco grandes discursos: el juicio final (Mt 25,31-46). No en vano si aquí se llama bienaventurados a los misericordiosos, pues se les promete que alcanzarán misericordia, allí se les vuelve a llamar “benditos” –venid benditos de mi Padre– y se les indica quién les alcanzará misericordia: aquellos hermanos pequeños con los que ellos han practicado misericordia. Como en la parábola del samaritano, el criterio último y definitivo no será la religión, las palabras, las buenas intenciones sino lo que habéis hecho a uno de estos hermanos míos más pequeños.
Pues bien, según la Escritura cuando alguien vive así, la tierra se llena de fiesta porque es explosión de una fraternidad muy diferente a la del hermano mayor de la parábola. Es una fraternidad no regida por el mérito sino por las necesidades de los otros, instada no por lo que es legal sino por lo que es justo (Mt 20,1-16). No es de extrañar que cuando un acto así suceda, haya fiesta y alegría por todo lo alto en el cielo. Y también que, cuando ocurra lo contrario, Dios diga: “¡estoy harto!” (Is 1,11).
Así la primera página de Isaías presenta el contra-modelo de santidad. Dios está cansado de sacrificios que consagran la injusticia. Por eso, insta a llenar el culto de fraternidad. Vivir abiertos a Dios –esto es el culto– es “no vivir cerrados a la propia carne” (Is 58,4), esto es al prójimo. Y esto se traduce en una serie de acciones que son los indicadores de estar en un año de gracia (Is 61,1-3) y que, además, forman parte del programa de Jesús (Lc 4,18-19). Pues son las señales referidas a Juan Bautista ante su pregunta –¿eres tú el que había de venir?– y las señales identificadoras de los hombres y mujeres configurados por las bienaventuranzas (Mt 5,3-12).
A todos los que viven se les declara felices y se les promete la herencia de la tierra, ya que son el emblema de cómo poseer la promesa sin violentarla, de cómo servir al otro sin hacerle sentir inferior, de cómo vivir la no dislexia entre ser hijo y hermano. La tierra espera reyes no de espadas sino de arados, gente no de lanza sino de podaderas, pastores no mercenarios sino que den su vida, jornaleros que no se apropien de la herencia, maestros que se ciñan la toalla como siervos. Santos que no estén alejados sino de esos que se hacen prójimos y se manchan con las miserias. Esa es la fisonomía de los misericordiosos porque fue la fisonomía del Hijo de Dios.
Marta García Fernández
Fuente Fe Adulta
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