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Hombre rico, hombre pobre

Domingo, 25 de septiembre de 2016

lc16_19_31Lc 16,19-31

Una parábola desconcertante la del rico epulón y el pobre Lázaro que nos coloca ante una escena que revuelve el corazón porque concentra en una imagen una realidad presente en nuestro mundo: el abismo entre ricos y pobres. Existe la injusticia; existe la humillación y la indiferencia hacia los menos agraciados; existe el despilfarro de unos frente a la miseria de otros. Y esto sucede también entre nosotros, comunidades y familias creyentes.

Nadie quiere identificarse con el pobre maltrecho y agraviado que mendiga un poco de humanidad, porque resulta demasiado patético; tampoco con el rico derrochador y egoísta, pagado de sí mismo, que busca su placer y bienestar, porque no queda bien la etiqueta de la insolidaridad. Pero junto a la pesadumbre y la congoja, la parábola nos despierta la compasión hacia los dos hombres: con el pobre Lázaro, por su desgracia e inocencia; con el rico, por su final poco feliz.

Así pues, estamos ante un texto doblemente turbador: que nos deja inquietos ante la humillante situación inicial del pobre, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico; y ante la suerte última del rico, que gritaba para que Lázaro le refrescara la lengua porque le torturaban las llamas.

¿Qué nos quiere comunicar el Señor a través de la contemplación de esta narración que provoca tal desasosiego? ¿Cuál es la enseñanza que late en esta historia de salvación que habla de condenación?

– En la primera parte del relato la idea prevalente es que todo lo que hacemos repercute en los demás: la situación de Lázaro es consecuencia del mal proceder de otros. Los pobres no existen “porque sí”, sino por un deficiente reparto de los bienes (materiales y espirituales). Y, por tanto, depende de nosotros. Está en nuestras manos cómo vivir y cómo morir. Lázaro esperaba pacientemente…; el rico, que se vestía de púrpura y lino banqueteaba espléndidamente; es decir, miraba para otro lado (ojos que no ven…).

– En la segunda parte, el destino del rico epulón, nos confronta con un hecho: el fruto de nuestra existencia está ligado al modo en que hemos actuado. La realidad futura no se nos impone “a pesar nuestro”, sino en conformidad con lo que hemos deseado. Es una ingenuidad querer algo y no sus consecuencias, pues éstas forman parte de eso que tanto hemos estimado. La vida es un camino que se abre paso a paso según la dirección que vamos eligiendo. Dios propone y ofrece salvación, somos nosotros quienes nos “condenamos” a la soledad y el aislamiento cuando rechazamos al prójimo. Somos los primeros perjudicados cuando despreciamos a los demás.

– En la tercera parte, ante la petición del rico de avisar a sus hermanos para que no cometan el mismo error que él, se nos recuerda que en este mundo es necesaria la fe. Ninguna supuesta evidencia, ni aunque viéramos a un muerto “en vivo” –como sugiere el pobre epulón-, nos ahorraría la elección de confiar, o no, en las palabras del Señor.

Todas estas ideas están detrás del vuelco que da la historia al final, en donde se invierten los papeles y surge la pregunta: ¿Quién es de verdad el hombre rico y el hombre pobre?

El destino del rico epulón es el mejor espejo para ver la realidad tal cual es, esa que el mundo nos impide reconocer: que el auténtico mendigo e indigente era él, y que la soledad le acechaba en medio del dispendio más descontrolado. Esta parábola nos habla más del presente que del Más Allá; de todo lo que podemos cambiar desde ahora para tener un futuro mejor: un verdadero banquete, donde la única riqueza y pobreza sea el amor compartido y caritativo.

María Dolores López Guzmán

Fuente Fe Adulta

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