Dom 1.5.16. Mi paz os dejo… Paz de Augusto, paz de Cristo
Jesús habla hoy de su paz, todos lo hacemos. Deseamos la paz, la buscamos…y queremos imponerla; incluso hacemos pactos para asegurarla, pero muchas veces queremos la paz de nuestra guerra (de una parte o de otra, como en la imagen 2, que comentaré).
— Cuando Jesús dice “mi paz os dejo, no la paz del mundo…”, se está oponiendo a la Pax Romana, conseguida por la guerra, decretada e impuesta por por Octavio Augusto el 29 a.C., tras decir que había vencido a cántabros y astures. Jesús vino a “superar” esa paz (y el representante de “Augusto” le mató por ello). De todas formas, los astures actuales han colocado en el lugar más noble de su tierra, la estatua vencedora de Octavio, sobre las ruinas de las termas y murallas romanas de Gijón (imagen 1).
Esa paz romana no era mala (era mejor que muchas otras), pero estaba hecha de egoísmo imperial, de imposición militar, de supremacía de los fuertes…y además vino seguida por nuevas y más fuertes guerras, hasta el día de hoy. Era la paz de Augusto, que parece que llegó a Gijón para imponerla, después que su gran general Agripa ganara la durísima guerra, matando a los cántabros y astures.
También nosotros, como Augusto, hablamos de paz, pero preparamos la guerra, como sabía ya el profeta Jeremías, como sentenciaba el buen romano: Si vis pacem para bellum (si quieres paz prepara la guerra).
“Lógicamente”, las más abultadas partidas de dinero se están empleando actualmente en armamentos, como muestras las últimas compras millonarias de Australia y Arabia Saudita.
— Jesús habla de otra paz, la del amor perdona, del perdón que crea vida, de la vida que empieza desde los vencidos, derrotados… Esa es la paz que no viene de las armas ni el dinero, la paz fuerte de la vida de aquellos que aman…
De todas formas, ese signo de la paz de Jesús ha podido ser mal utilizado y manipulado, de manera que muchos se han opuesto a ellos… A modo de ejemplo he querido poner la imagen de los “milicianos” de la guerra española del 1936-1939 que “fusilaron” al Cristo de la Paz del Cerro de los Ángeles de Madrid (imagen 2). Son muchos los que quieren seguir “fusilando” a ese Cristo de la paz, puesto muchas veces al servicio de la guerra de algunos. Dejo así la imagen atroz, no es momento de comentarla.
Desde ese fondo quiero evocar la palabra central del evangelio de hoy (mi paz os dejo…), donde se recoge la herencia de un Discípulo Amado de Jesús, un hombre de amor pacificado y pacificador, que busca y propone la paz del amor intenso, que acoge, perdona, transforma de un modo gratuito (en amor) la vida de los hombres.
En esa línea, cada vez que Jesús resucitado se aparece a sus discípulos les dice: “La Paz sea con vosotros” (Jn 20, 19. 21. 26)… “Para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis aflicción, pero ¡tened valor; yo he vencido al mundo!” (Jn 16, 33).
Éste es su testamento, está su herencia: “La paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo la da, yo os la doy. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Jn 14, 27).
Ésta es una paz amenazada y exigente, paz gratuita y creadora, que la Iglesia ha de proponer con su palabra y ejemplo, como seguiré indicando.
Texto
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo (Jn 14, 23-29).
Una paz desde las víctimas, una paz hecha de perdón
La verdadera paz no la consiguió Octavio (ni su general Agripa, en los montes cántabros y astures…), la paz auténtica sólo puede ser un regalo y amino de las víctimas, de los derrotados, como Jesús de Nazaret, que ofrece su paz precisamente cuando va a morir, cuando van a matarle, como mató Octavio a los duros astures, diciéndoles que les llevaba la paz.
Es una paz que está expresada a través de personas que asumen la experiencia pascual de Jesús, que aquí entendemos como proyecto de reconciliación mesiánica, que se inicia y despliega desde las víctimas, no desde los poderosos y vencedores. En esa línea debemos distinguir el perdón de la Iglesia (¡que debe estar al lado de las víctimas, en nombre de ellas!) y el perdón del Estado que puede y quizá debe imponerse por la fuerza, sin perdón, ni gratuidad.
La Iglesia no puede imponer al Estado su experiencia de perdón, ni convertirla en norma, pues en ese caso el perdón no sería gratuito, según el evangelio. Eso significa que ella no puede tomar el poder, sino que debe dejar que el Estado y sus representantes (incluso partidos políticos) tracen sus líneas de paz, según Ley, apelando a la violencia legítima.
Pero la Iglesia puede y debe hacer algo mayor: acompañar y animar a los creyentes, y de un modo especial a las víctimas, para que respondan (¡si quieren!) con amor gratuito, en gesto de perdón que pacifica, por encima (no en contra) de la Ley, abriendo así un camino de paz sobre la violencia legítima del Estado, al que ella puede y debe ofrecer (nunca imponer) su experiencia.
Con ese fin, la Iglesia debe romper toda alianza de poder con los privilegiados del sistema, con los dueños del dinero, con los fabricantes de armas…. habitando entre (con) las víctimas, como Jesús, profeta asesinado, que murió perdonando a sus verdugos.
La Iglesia no honra a las víctimas exigiendo justicia de talión (o venganza), pues quien pide venganza y sólo quiere la justicia de la Ley no puede hablar en nombre de Jesús, víctima resucitada, que no lucho con armas ni impuso su proyecto de Reino a la fuerza, ni se vengó de sus verdugos.
— La Iglesia no debe apelar a la justicia legal (ni utilizar algún tipo de violencia), sino encarnar y ofrecer la gracia y perdón de Jesús, representante de las víctimas. Por eso, ella no debe impartir lecciones de justicia al Estado, pero puede y debe ofrecer como testimonio propio el testimonio de perdón de las víctimas, que han sido expulsadas y crucificadas, como Jesús.
— La iglesia debe amar a todos (incluso a militares y ricos…), pero no para bendecir sus empresas, sino para que cambien de un modo radical… rompiendo un día las armas, poniendo todo su dinero al servicio de los pobres… Sólo así puede hacer que sea posible la paz.
Ella cumple su misión si, hablando en nombre de Jesús, habla en nombre de las víctimas, no para exigir sin más justicia o venganza (pues así seguiría en un plano de Ley), sino para abrir, ofrecer y compartir un perdón más alto, no negando la justicia, pero trascendiéndola de manera creadora. De esa forma podrá ser fermento de Reino (como quieren las bienaventuranzas), en un mundo donde, más de una vez, ha buscado el poder con (como) el sistema, en vez de ser voz de los excluidos .
La Iglesia no puede hablar en nombre del Estado, ni imponer sus criterios sobre todos los grupos sociales, ni dar clases de justicia a los jueces civiles, pero puede y debe decir una palabra de evangelio, desde y con Jesús, a quien venera como Dios, representante de todas las víctimas (cf. Ap 18, 24).
Por eso, los cristianos como tales (¡como Iglesia!) no pueden situarse en un nivel de política legal (justicia punitiva), sino en un plano de evangelio, uniendo su voz a la voz de las víctimas, no para exigir reparación o justicia legal, sino para abrir un camino de paz. La sociedad civil tiene sus principios y su autonomía (¡dejad al César…!), de tal manera que ella puede buscar su justicia en un plano de ley, sin apelar al perdón del evangelio (Iglesia). Pero si quiere ser fiel a Jesucristo la Iglesia debe ser signo de perdón.
2. La Iglesia, una propuesta de paz
‒ El Estado es una institución de poder y, en cuanto tal, puede presentarse como demo-cracia (cratos o poder del demos, pueblo reunido en asamblea legal). Normalmente, al menos tal como ha existido hasta el momento, debe utilizar la fuerza legal (incluso el ojo por ojo), para mantener un tipo de seguridad ciudadana.
‒ En contra de eso, la Iglesia no es un “poder” (no tiene kratos), ni actúa en nombre del pueblo poderoso, sino que es signo de la gracia (perdón) que ella asume y ofrece, en nombre de Jesús, desde los pobres y excluidos. Muchos piensan que la Iglesia Católica sigue vinculada a los más poderosos y, por eso, se plantean la pregunta decisiva: ¿Está legitimada para hablar en nombre de las víctimas, pidiendo y ofreciendo con ellas, el perdón de Jesús? ¿Puede actuar como representante de las víctimas, identificándose con ellas? Me gustaría afirmar que los ministros de la Iglesia han asumido siempre la causa de las victimas, respetando a todas pero manteniendo de un modo especial el testimonio privilegiado de aquellos que perdonan, en la línea de Jesús
La Iglesia no hace política directa, pero debe ser inspiradora de una política social de perdón, como voz de las víctimas que perdonan, en la línea de Jesús, ofreciendo un evangelio que supera el nivel de la pura ley. Ella debe mostrar al Estado que no todo se resuelve en plano de sistema (con administración legal y justicia impositiva), sino que hay cosas importantes que pertenecen al mundo de la vida, en línea de gratuidad y perdón, y así impulsa al Estado a superar también la pura ley, abriéndose al servicio de unos valores humanos más altos de gratuidad y perdón.
Hay que dejar al César (jueces y políticos) las cosas del César, pero si los hombres (grupos sociales…) se cierran sólo en ese plano corren el riesgo de perder su humanidad y destruirse en una espiral de violencia infinita. No todos los temas de la vida se resuelven sólo con justicia legal, con más armas, policía y cárcel, pero la aportación del perdón puede ser importante incluso en la política.
(( Así lo ha puesto de relieve S. LEFRANC, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004 (=Politiques du pardon, PUF, Paris, 2002), estudiando casos especiales de reconciliación política (en Argentina y Sudáfrica, Chile o Irlanda del Norte). S. Lefranc ha puesto de relieve la inspiración cristiana de algunas “políticas” del perdón, que han sido posibles allí donde una parte significativa de la población acepta unos valores cristianos)).
En esa caso, el mismo Estado laico (pero no laicista) puede recibir unos impulsos de perdón y reconciliación que le desbordan (pero que no van en contra de sus principios básicos). Así, el Estado, conservando su función de mediador racional, puede escuchar y acoger voces y experiencias de grupos que, como los cristianos, le ofrecen caminos de humanidad (en línea de perdón).
Para cumplir esa misión de paz, la Iglesia ella no debe formular grandes documentos, sino decirse a sí misma: mostrar con su vida el milagro del perdón encarnado en una comunidad de hombres que pueden perdonarse y vivir reconciliados, desde los perdedores (víctimas). Allí donde el evangelio dice que “la Palabra se ha hecho carne” (Jn 1, 14), podemos añadir que el Perdón de Dios debe encarnarse también por Jesús en la Iglesia.
3. El perdón eclesial (de Jesús), una mutación.
La justicia del Estado se sitúa en una línea de racionalidad y así debe programarse políticamente y sancionarse a través de la violencia legal. El perdón, en cambio, no se puede programar ni fijar en línea racional, pues surge por gracia y se despliega como mutación social, superando el nivel de la violencia legítima (que implica policía y cárcel).
La justicia permite organizar la realidad y mantener lo que existe, conforme a la lógica de lo mismo (¡esto es lo que hay!), de manera que, en ese nivel, el orden debe mantenerse por fuerza, con su dosis de violencia racional. Pues bien, superando ese nivel (pero sin negarlo), la Iglesia puede y debe presentar su testimonio social de perdón, denunciando el poder de las armas y la dictadura universal del dinero .
En este contexto podemos recordar las mutaciones biológicas, que abren espacios y formas de vida vegetal o animal que antes no existían, de manera que la naturaleza encuentra por ellas nuevas posibilidades de estabilizarse y expresarse.
Pues bien, en esa línea añadimos que Jesús ha sido también una mutación, pero no biológica, sino antropológica, en el interior de la historia humana. Jesús ofrece así un “novum”, algo nuevo, pero no en forma exclusiva (sólo para los cristianos), sino inclusiva, abierta a todos. De esa forma, Jesús nos permite superar el nivel de la “pura ley” (donde todo se mueve y resuelve en un plano de violencia equilibrada de sistema), haciéndonos capaces de perdonarnos, naciendo de nuevo, es decir, resucitando .
–Superar la ley (sin negarla) significa ir más allá del nivel en el que hablan las armas
— Superar la ley (sin negarla) significa condenar todo dinero/capital que se pone al servicio de sí mismo, para que actúe siempre al servicio de todos los hombres, y en especial de los más necesitados.
Así decimos que Jesús ha sido una mutación, pues ha superado el nivel, donde las relaciones humanas se resuelven según el equilibrio de la justicia legal, llevándonos a un plano de gratuidad creadora, haciéndonos capaces de superar en amor la violencia y de crear formas de convivencia no impositiva.
Esa mutación nos conduce más allá del nivel de la economía o política de sistema(donde sigue imperando la ley y se necesita la violencia policial o militar para mantener el orden), introduciéndonos en un espacio de reconciliación gratuita… no por puro “buenismo”, sino condenando el poder de las armas de Octavio y Agripa, y condenando/superando el poder del dinero que busca dinero, esclavizando a los hombres concretos.
Así lo puso de relieve, de manera emocionada, el autor de Efesios, al decir que los antes divididos y enfrentados por un muro de enemistad (judíos y gentiles) podemos perdonarnos en Cristo, para dialogar y vivir en amor, “haciendo la paz”, destruyendo así las armas (la enemistad) y superando el poder del dinero que destruye a unos y otros (cf. Ef 2, 14).
Jesús no quiso introducir un pequeño ajuste en lo que ya existía (en línea de Ley), sino que introdujo en el mismo “phylum” o corriente de la vida una nueva dimensión de gracia, una forma distinta y más alta de vida, desbordando el nivel de la justicia y violencia del César (que puede seguir teniendo valor en su plano).
Ésta fue su aportación (su “meta-noia”: conversión, cambio de mente; cf. Mc 1, 14-15): puso en marcha un movimiento social de perdón creador, de no-violencia activa, partiendo de las víctimas y los excluidos de la sociedad, para que hombres y mujeres pudieran vivir en amor inmediato, regalándose la vida unos a (por) otros.
4. Una experiencia de gracia, más allá puro consenso (pero con consenso de amor).
‒ La paz de Jesús no es la victoria de unos sobre otros, ni el es el orden impuesto por la fuerza. Una victoria militar nunca es paz, sino superación de una violencia con otra.
‒ La paz de Jesús es consenso de amor…En esa línea, ella está hecha de pactos, de alianzas… Pero la pura alianza interesada no basta, pues hace falta gratuidad para lograrla y mantenerla.
En un sentido político, la paz puede estar hecha de pactos (consensos), impuestos por una mayoría cualificada, capaz de extender su modelo de vida sobre el resto de la población. En contra de eso, la paz cristiana no brota de un pacto de la mayoría, que, para mantener su consenso, puede volverse violenta y “matar al chivo” (como mató a Jesús: cf. Mc 15 par), sino de aquellos que aman generosamente, sin defender o “imponer” su amor con pactos .
Aún siendo socialmente bueno, cerrado en sí mismo, el consenso de una mayoría puede resultar insuficiente y dictatorial, pues sus portadores (¡demócratas!) tienden a imponerlo de un modo al fin violento sobre las minorías, apelando para ello a las leyes (con policías y cárceles) .
El orden de un tipo de consenso (siendo políticamente lo mejor que existe) forma parte de la estructura racional de una mayoría cualificada, que tiende a legislar a favor de sí misma, excluyendo a otros. Por eso, el consenso relativo de nuestras mayorías democráticas (siendo bueno) puede acabar siendo violento.
La gracia de Jesús (no-violencia activa), no puede alcanzarse (ni imponerse) por consenso, pues no es algo que pueda demostrarse, sino que pertenece a la “mutación” de la buena nueva de la vida. Algo semejante podría suceder con Buda. Ni Jesús ni Buda fueron pacifistas por consenso, sino por revelación superior. El consenso racional es quizá lo mejor que el hombre puede buscar y alcanzar en un plano de pensamiento/sistema, pero, sin una experiencia superior de gracia, ese consenso puede terminar siendo violento.
Para mantenerse y expandirse, la razón del consenso necesita un “plus” de gracia. Por eso recordamos otra vez el fracaso de una Ilustración que ha terminado imponiendo una ley dictatorial (comunismo) o que ha dejado y deja a la mayoría de la población bajo la dictadura de un mercado capitalista muy violento, que condena a muerte a millones de personas. También algunas formas de cristianismo han sido violentas; pero pensamos que el cristianismo en sí es gratuidad sobre el sistema de leyes que rigen en el mundo, de manera que no de debe ser nunca violento.
El consenso impuesto forma parte de una ley que sólo es eficaz cuando actúa con violencia, conforme al principio del chivo expiatorio. Ciertamente, el consenso impuesto de las democracias modernas no exige la muerte física directa del chivo expiatorio, pero es inviable sin violencia.
En contra de eso, la paz cristiana (no-violencia activa) no puede imponerse ni siquiera por consenso, sino que nace y se expresa como gracia, abriéndose de un modo especial a los excluidos de los pactos “democráticos”. La paz cristiana no proviene de la voluntad de la mayoría (al servicio del Todo), ni es resultado de unas votaciones, por las que se impone la voluntad de un grupo (contra otros), sino que nace de la experiencia radical de un Amor que se expande como Vida y se ofrece, de un modo especial, a los excluidos de los consensos anteriores (huérfanos, viudas, extranjeros).
Por encima de esos consensos (¡buenos!) está la paz que se regala y comparte de un modo gratuito, a todos y, en especial, a los excluidos de los sistemas. Ciertamente, en un nivel externo, la Iglesia puede y debe organizarse, siguiendo los mejores modelos racionales, pero ella no es un sistema de organización racional, sino un espacio de convivencia gratuita, donde hombres, mujeres y niños reciben, regalan y comparten la vida con todos, porque quieren (porque se quieren), en especial con los pobres .
Los cristianos no deben demostrar nada en un plano de sistema, ni construir estructuras sociales más perfectas (instituciones de poder sacral particular). Su tarea consiste en asumir y expandir la mutación de Jesucristo, no realizar revoluciones sociales en plano de ley (aunque del evangelio puedan y deban derivar muchas revoluciones). Por encima de leyes y sistemas, los cristianos han de ser testigos de la mutación suprema de la gracia .
Lógicamente, ellos deben superar, por praxis de evangelio, el plano de las leyes y estructuras de este mundo, en perdón y solidaridad de amor, desde los más pobres (no para negar las leyes, sino para ascender hasta las fuentes de la vida). Éste es el milagro de su paz, el testimonio de su mutación personal, social y religiosa.
En ese plano, el evangelio supera el nivel de las políticas sociales… Por eso dice Jesús (mi paz os doy, no como la paz del mundo…), aunque no todas las políticas son equivalentes. Queremos, pues, una buena política de paz…, pero más allá de esa política (y para hacerla posible) debemos evocar y proponer la paz de Jesús, que está hecha de gratuidad amorosa.
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