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Dom 13.3.16. Jesús y la adúltera , un riesgo llamado mujer

Domingo, 13 de marzo de 2016

Kundrakudi-Adheenam-at-Kalai-Kaviri2Del blog de Xabier Pikaza;

Domingo 5 de Cuaresma. Ciclo C. Jn 8, 1-11 y Dan 13. Este evangelio expone un tema inquietante, que puede y debe entenderse no sólo a partir de Dan 13 (el texto base el Antiguo Testamento), sino desde la actitud de Jesús y desde la situación de la mujer en el momento actual.

‒ Antiguo Testamento, línea de “ley”. Susana es inocente y el sabio Daniel la salva, condenando a muerte a sus acusadores que son los adúlteros, los malos jueces, de manera que se cumple así la Ley: Las mujeres buenas son honradas, las adúlteras deben ser condenadas. Pero mil y mil veces no se cumple esta historia, y las mujeres inocentes son objeto de trata y persecución injusta, sometidas bajo el poder de unos hombres violentos.
‒ Ejemplo de Jesús. Por el contrario, la adúltera de Jn 8 es culpable, según ley, y, sin embargo, Jesús no la condena, por razones irá viendo el evangelio… Ciertamente, en un sentido, ella es culpable… Pero en otro más profundo son más culpables todavía sus jueces, representantes de una sociedad que oprime y explota a las mujeres.

images‒ Situación actual… Este relato de la adúltera (con el antecedente de Susana, la mujer de Dan 13) nos pone en el centro de una sociedad (y de una Iglesia) inquietante, que ha seguido y sigue manejando a las mujeres, como si ellas fueran culpables de un pecado especial. Seguimos en un mundo que margina a las mujeres, en muchos lugares, en muchas situaciones, acusándolas luego de “adúlteras”, peligrosas para los buenos varones.

El problema no está sólo en ciertos lugares del integrismo musulmán… El pecado es nuestro también, del primer mundo… Un problema inquietante. Lea quien tenga tiempo y quiera penetrar en unos de los pasajes más significativos de la Escritura cristiana. Buen domingo a todos.

1. TEXTO. JUAN 8, 1-11

Estos dos pasajes (Susana y la adúltera) forman parte de la trama de nuestra historia. Susana refleja la buena ley de las películas con happy end (aunque la mayoría de las mujeres acusadas de adulterio, muchas veces falso, no logran ese fin bueno…). Jesús es testigo de una gracia y de un perdón (de una conversión) abierta a todos:

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.” E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.

Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contestó: “Ninguno, Señor.” Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8, 1-8)

En este contexto debemos recordar el mandamiento, precisando que el séptimo mandamiento de la Biblia (no cometerás adulterio: Ex 20, 6; Dt 5, 18) no condena en general los malos pensamientos o deseos, ni siquiera la fornicación entre personas libres, sino el adulterio como ruptura radical del matrimonio, mirado en principio desde la perspectiva del derecho del varón.

Por eso se ha aplicado casi sólo a la mujer casada, entendida como propiedad del marido y madre de sus hijos: ella es la que peca si copula con otros, corriendo el riesgo de dar a su marido hijos ajenos. De manera consecuente, para proteger la integridad de la familia, partiendo del derecho del varón-patriarca, la ley de Israel (lo mismo que otras legislaciones) ha condenado a las adúlteras a muerte (cf. Gen 38, 24; Lev 20, 10), extendiendo así una mancha horrible de opresión y sangre para las mujeres a lo largo de la historia.

2. SUSANA, ESPOSA FIEL Y JUSTIFICADA.

Susana es una esposa fiel a la que persiguen y quieren matar unos jueces perversos de Israel. Es una mujer noble y rica, casada con Joaquín, un judío principal del exilio de Babilonia (Tobit formaba parte de los exilados de Asiria, en Nínive). Su historia constituye el argumento básico de una novelita que ha sido añadida al texto antiguo (hebreo y arameo) del Libro de Daniel. Parece que el original ha sido hebreo o arameo, pero sólo se conserva en griego, dos versiones, bastante diferentes: la canónica, de Dan 13 LXX, y la de Teodocion).

Se trata de una narración piadosa, que sirve para destacar la «sabia y dura» justicia de la ley, que, al fin, termina condenando a los culpables (a los falsos jueces) y salvando a Susana, la inocente, a la que acusan de adulterio. Con Susana, la buena mujer, el protagonista de la historia es Daniel, juez sabio (que descubre el engaño de los jueces falsos y les condena a muerte).

El riesgo del adulterio

En el fondo de esta narración se encuentra el riesgo de adulterio de la mujer, un riesgo condenado por los textos básicos de la ley judía (Ex 20, 6; Dt 5, 18), que quieren salvaguardar la unidad matrimonial (desde la perspectiva del varón). Ciertamente, el adulterio es cosa de dos (un varón, una mujer), pero tanto en la Biblia como en la tradición posterior, su condena se entiende desde el contexto de la mujer casada, entendida como propiedad del marido y como madre de sus hijos. Es ella la que peca si se acuesta con otros hombres, corriendo el riesgo de dar a su marido hijos “ajenos”. Por eso, con el fin de proteger la integridad de la familia, desde la línea del varón-patriarca, la ley de Israel (lo mismo que otra leyes) ha condenado a las mujeres adúlteras a muerte. Así comienza el texto:

Vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín. Se había casado con una mujer llamada Susana, hija de Jelcías, que era muy bella y temerosa de Dios. Los padres de Susana eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés.
Joaquín era muy rico, tenía un jardín contiguo a su casa, y los judíos solían acudir donde él, porque era el más prestigioso de todos. Aquel año habían sido nombrados jueces dos ancianos, escogidos entre el pueblo… Venían éstos a menudo a casa de Joaquín, y todos los que tenían algún litigio se dirigían a ellos. Cuando todo el mundo se había retirado ya, a mediodía, Susana entraba a pasear por el jardín de su marido. Los dos ancianos, que la veían entrar a pasear todos los días, empezaron a desearla. Perdieron la cabeza dejando de mirar hacia el cielo y olvidando sus justos juicios. Estaban, pues, los dos apasionados por ella (Dan 13, 1-8).

A partir de aquí se teje la historia, centrada en el acoso de los jueces-acianos y en la honestidad de Susana, que opta por mantenerse fiel a Dios “siendo fiel a su marido”, aunque corra por ello el riesgo de ser condenada a muerte. El texto supone que Susana es bella y religiosa (13, 2), según la educación que ha recibido en su familia: es hija de Jelcías, tiene hijos… (cf. 13. 3. 30. 63). De esa forma aparece como signo de los auténticos judíos que viven en este mundo conforme a la ley de Dios (cf. Dan 13, 57), en medio de la dura prueba que ella padece y de la que sale vencedora, con la ayuda de Daniel (=Juez justo o Juez de Dios).

Susana está casada con un hombre llamado Joaquín, del que se afirma que era rico y respetado, pero no que fuera “justo”. El texto pone de relieve la riqueza de Joaquín, que tiene una casa, rodeada de un parque cerrado, en la que suelen realizarse las reuniones de los “ancianos” (jueces) del pueblo. El parque (una especie de “paraíso”) es un lugar público, donde asiste la gente, pero en ciertos momentos se cierran sus puertas y viene a convertirse en un lugar privado, de manera que Susana puede bañarse o limpiarse en la fuente que ocupa su centro. Junto a la mujer aparecen los jueces (ancianos), malos israelitas (cf. Dan 13, 52-53; 56-67), que representan la justicia pervertida propia de unos varones violadores, que quieren aprovecharse de una mujer indefensa.

En muchos lugares y tiempos se han contado historias como la de Susana: la riqueza y belleza (parque, agua, cuerpo joven) excitan y nublan la vista de los jueces, de manera que la mujer inocente parece que tiene que sucumbir sin remedio ante el engaño y violencia de los jueces perversos. Parece que Dios no escucha.

Un día entró Susana en el jardín como los días precedentes, acompañada solamente de dos jóvenes doncellas, y como hacía calor quiso bañarse en el jardín. No había allí nadie, excepto los dos ancianos que, escondidos, estaban al acecho. Dijo ella a las doncellas: «Traedme aceite y perfume, y cerrad las puertas del jardín, para que pueda bañarme»…

En cuanto salieron las doncellas, los dos ancianos se levantaron, fueron corriendo donde ella, y le dijeron: «Las puertas del jardín están cerradas y nadie nos ve. Nosotros te deseamos; consiente, pues, y entrégate a nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que estaba contigo un joven y que por eso habías despachado a tus doncellas». Susana gimió: «¡Ay, qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor» (Dan 13, 15-23).

Susana grita pidiendo auxilio, pero gritan también los ancianos y, cuando viene la gente, ellos acusan a Susana de adulterio, diciendo que la han visto yacer con un joven, que logró escaparse y que, por eso, ella se encuentra desnuda (como efectivamente está) sobre el jardín del delito (una especie de paraíso invertido, con una mujer corrompida por una nueva serpiente). Se instruye el juicio y, como es normal, la asamblea acepta la versión de los jueces ancianos, que condenan a muerte a Susana.

Justicia para la mujer inocente

Cuando todo parece perdido y van a ajusticiarla, aparece Daniel, juez joven y profeta sabio, portador de la justicia de Dios, revelador de su juicio, para invertir la sentencia y restablecer el orden en clave de talión. Daniel logra reiniciar el juicio y demostrar el perjurio de los ancianos, descubriendo sus mentiras ante todo el pueblo, que acaba aceptando jubiloso el nuevo veredicto: Susana es inocente y todos han de reconocerlo; los dos jueces ancianos son culpables y deben ser ajusticiados:

Entonces la asamblea entera clamó a grandes voces, bendiciendo a Dios que salva a los que esperan en él. Luego se levantaron contra los dos ancianos, a quienes Daniel, por su propia boca, había convencido de falso testimonio y, para cumplir la ley de Moisés, les aplicaron la misma pena que ellos habían querido infligir a Susana: les dieron muerte, y aquel día se salvó una sangre inocente. Jelcías y su mujer (los padres de Susana) dieron gracias a Dios por su hija, así como Joaquín su marido y todos sus parientes, por el hecho de que nada indigno se había encontrado en ella (Dan 13, 60-63).

En este proceso ha resultado inquietante la ausencia de Joaquín, el marido, a quien Susana permanece fiel a lo largo de todo el relato, pues él sólo aparece al final de la escena (Dan 13, 63), como si no tuviera nada que decir, como si hubiera dejara el caso en manos de una justicia ajena. Joaquín no actúa como testigo a favor de Susana, y el relato sólo le presenta al final, cuando Daniel ya ha salvado a su esposa.

Ha pasado ya todo y entonces el texto dice que también el marido se alegra, pero sólo después de haber hablado de la alegría de los padres. Esta ausencia del marido (el más respetado de los judíos) resulta enigmática para nosotros, pero entra dentro de la lógica de un relato donde el “adulterio de la mujer” no es sólo pecado contra el marido, sino contra el mismo Dios (que es el que debe defender a Susana, si es que ella es inocente).

Leído así, el texto pone de relieve la extrema falta de seguridad de Susana, una mujer bella, a la que se puede acusar y matar por el testimonio de dos hombres que la desean, sin que ella, por sí misma, pueda defenderse y sin que intervenga una posible defensa del marido. Pues bien, la Biblia supone que el problema encuentra una solución más alta, según Ley, por intervención de Dios: la bella mujer es inocente, los ancianos-jueces, que son mala autoridad, son los culpables y por eso deben morir. Pero eso sucede sólo algunas veces. En la mayoría de las ocasiones las susanas mueren.

Susana representa, por una parte, el riesgo de la mujer bella, bañándose a solas en un parque donde, por más precauciones que se tomen, puede haber unos hombres ansiosos, mirando tras las ramas. Por otra parte, es muy posible que, en el fondo del relato, haya también una advertencia contra el gesto de Susana que se baña a solas en un jardín, sin la presencia inmediata del marido o de las siervas (como en un paraíso donde ella misma aparece como tentadora).

Pero el argumento principal no es el gesto de la mujer, bañándose en la fuente del parque, sino el “juicio de Daniel”, joven y sabio judío que ha resuelto y resuelve los grandes problemas religiosos y sociales de su entorno (siglo II a. C.).

Daniel representa el buen sistema judicial que logra separar claramente a buenos y malos: hay una ley y se cumple: en lugar de la buena Susana deben morir los malos jueces, convertidos en chivo emisario de un sistema de violencia que se eleva sobre todos los buenos ciudadanos. Sin duda, ese juicio de Daniel es necesario en un nivel de pura ley, pero no es un juicio salvador, sino expresión de una justicia que salva algunas veces a los buenos (Susana) y condena a los males (falsos jueces), pero sin cambiar las estructuras de una sociedad que crea deseos como los de los jueces y situaciones como la del libro.

Aquí se sitúa la última palabra de Daniel: es juez en línea israelita y necesita que el sistema funcione por medio de la muerte, para que las buenas «susanas» de la tierra puedan bañarse en su parque, sin que nadie se atreva a molestarlas. Triunfa así la ley del miedo, ratificada por la sangre de los malos jueces. Se impone la justicia del talión: cambian las suertes (como en los Purim de Ester), pero el sistema sigue, un sistema que seguirá creando malos jueces. Esta historia es un canto en defensa de la buena mujer (Susana), pero es sobre todo una defensa de la buena sociedad, que se edifica sobre la expulsión de los culpables.

Además, en este caso, no estamos ante una defensa de la mujer como mujer, sino de la mujer como “fiel a su marido” (no adúltera). Por eso, en un primer momento, ella puede gozar y seguirse bañando con sus criadas, ya sin miedo, mientras son apedreados y mueren para siempre los jueces malos. Pero a la larga los malos jueces siguen apareciendo y lo que tiene que cambiar es el sistema que los crea.
Sea como fuere, Dan 13 ofrecen ofrece una imagen perfecta de un tipo de “mesianismo de la ley”, que los apocalípticos de Israel y ciertos moralistas posteriores de la iglesia cristiana han elaborado.

Es lógico que este pasaje de justicia intra-mundana (Dan 13) haya sido introducido tras el Daniel sapiencial (Dan 1-6) y apocalíptico (Dan 7-12), como recogiendo y culminando ambos motivos. Esta historia de Susana es hermosa, pero resulta inquietante, pues no ofrece una respuesta de concordia más alta, amorosa, entre todos, sino la respuesta de la muerte.

3. LA ADÚLTERA DE JN 8. MÁS ALLÁ DE LA PURA JUSTICIA LEGAL

Este es un relato de sobrio y tenso dramatismo, donde aparecen los temas de Susana: acusación de adulterio, unos escribas-jueces (=ancianos) que quieren condenar a la culpable, un nuevo personaje (ahora Jesús) que invierte la situación. Pero el sentido de la historia es totalmente distinto. Lo primero que sorprende es la concisión: desaparecen los detalles literarios o morbosos de Dan 13 (la imagen de Susana desnuda, el baño en el parque…). Los acusadores de Jn 8 sólo afirman que la mujer ha sido sorprendida en flagrante (autophôrô) adulterio y eso basta, añadiendo que, según la justicia israelita, debe ser ajusticiada: ¡Moisés manda lapidarla! (cf. Lev 20, 20; Dt 22, 22). Sólo por tentarle preguntan a Jesús: Tú, en cambio ¿qué dices? (Jn 8, 5).

La respuesta de Daniel era fácil: cumplir la ley, la verdadera ley, descubriendo a los culpables, aunque el mundo entero tiemble (¡para bien del buen sistema!).

Jesús, en cambio, dice algo distinto: no puede probar la inocencia de la mujer, ni la mala fe o deseo lujurioso de los acusadores, sino que debe enfrentarse con algo mucho más importante, la ley de Moisés, para ofrecer, por encima de ella un camino de gracia, que permita salvar a la mujer y que haga cambiar a todos, empezando por los jueces.

Para ello, tiene que mostrar la insuficiencia de un tipo de la ley y para ello, como Mesías de los pobres y los pecadores, sitúa a todos, a la mujer adúltera y a sus acusadores, ante el espejo más hondo de la conciencia y, sobre todo, ante la fuente inextinguible de la gracia universal de Dios. Según ley (el libro al que apelan los jueces) hay que matar a la mujer.

La actitud de Jesús

Pero Jesús toma otro camino. No empieza investigando los hechos, como, en otro plano, hubiera sido necesario. No le importa, por ahora, la identidad del cómplice de adulterio de esta mujer, ni su marido ausente. No busca atenuantes de tipo psicológico y social, como otros hubieran hecho.

No se ha comportado como juez, ni con relación a la mujer, ni con relación a los cómplices y a los acusadores y curiosos, sino que se sitúa en un plano más alto: en el nivel del amor gratuito de Dios, que llega a estar mujer y, por medio de ella, a todos, conforme a su palabra clave: ¡No juzguéis y nos seréis juzgados! (Mt 7, 1-3). La actitud de juicio supone que nosotros (jueces) somos buenos, mientras los otros (juzgados) son culpables: por eso nos alzamos contra ellos, para imponer nuestro dominio «bueno».

Jesús no quiere que triunfe el buen juicio, ni que los justos se impongan sobre los injustos, sino el amor de todos. Así rechaza la ley de aquellos buenos grupos religiosos o sociales y políticos que se mantienen a sí mismo imponiendo su justicia (que llaman justicia de Dios) y condenando o expulsando a los disidentes o distintos; de esa forma rompe un tipo de mecanismo de la ley, avalada según tradición por Moisés, situando a cada uno de los jueces ante su propia humanidad: ¡

Mira hacia adentro! ¡Atrévete a decir que te encuentras limpio! Ciertamente, en nombre de su propia ley, aquellos acusadores podrían haber respondido, como tendemos a responder nosotros: ¡Estamos limpios, somos buenos, podemos y debemos juzgar a los otros!

Pero los ancianos del texto no lo hacen, sino que se dejan penetrar por la palabra (la mirada) de Jesús y reconocen su propia suciedad, dejando que caiga la piedra de violencia de su mano, empezando por los más ancianos (en el sentido doble de senador-presbítero: hombre de edad y juez o magistrado). Todos se descubren pecadores.

La ley les había servido para descubrir al pecador y castigarle: ¡Dios mismo manda lapidar a estas mujeres! Pero Jesús les eleva de nivel y les sitúa ante la experiencia más honda de la gracia de la vida.

No necesita libros, escribe su palabra sobre el polvo, mostrando allí que la vida de Dios supera todas las leyes y sentencias del mundo; por eso permite vivir a la mujer y también a sus jueces, para que todos empiecen un camino distinto. De esa forma nos dice a todos que somos pecadores (¡también a la mujer!), para iniciar con todos los hombres un camino de perdón compartido, no como héroes justos o heroínas rescatadas de los malos jueces, sino como culpables que pueden perdonarse. Esta respuesta de Jesús no resuelve en un sentido los problemas (como lo haría la lapidación de la adúltera), sino que abre y plantea unos más grandes.

Preguntas abiertas.

La respuesta de Jesús. Precisamente ahora hay que preguntarse: ¿Qué ha de hacer la mujer: irá con su marido o con su amante? ¿Qué han de hacer los jueces y con ellos el marido y el cómplice y todos los presentes en la escena? Estas y otras muchas preguntas quedan abiertas, pero en una perspectiva nueva: la perspectiva del perdón y la gracia creadora de vida.

Históricamente, esta escena resulta irreal, muy improbable. Los escribas y fariseos de la tradición evangélica se hubieran atrevido a presentarse como justos, condenando a Jesús, el inocente.

Pero el texto es una parábola cristológica más que el recuerdo de un hecho pasado: Jn 8, 1-12 está contando (o representando) la verdad universal del ser humano, diciéndonos que el día en que todos nos consideremos pecadores podremos dialogar de forma abierta, perdonándonos mutuamente, desde la gracia más alta de Dios Padre. Todos los jueces se van. Con la mujer queda Jesús, el único inocente (y el pueblo que actúa como testigo de fondo de la escena).

Teóricamente Jesús podría condenarla, pues él es inocente; pero su inocencia se define más bien como perdón: ¡tampoco yo te condeno, vete y no peques más! De esta forma se enfrentan y distinguen la ley de sangre y la gracia creadora de Jesús: La ley descubre al pecador y tiene la respuesta , como saben los jueces: ¡Dios mismo manda lapidar a estas mujeres! Como representantes de un Dios violento se creen obligados a matar a sus culpables. Frente a esa ley que se impone matando, eleva Jesús la experiencia más honda del perdón. No necesita ya libros, escribe su palabra sobre el polvo: Dios y su gracia superan todas las leyes y sentencias del mundo.

Jesús no ha discutido los principios de la ley en plano de teoría. No ha querido actuar como un escriba más sabio que los otros, pues toda ley se vuelve al fin imposición sobre el humano, sino que ha ofrecido una gracia y perdón universales, que nos permiten confesar la propia culpa y descubrir, al mismo tiempo, que estamos personados. Los jueces se creían seguros, con su ley y conciencia. Pues bien, Jesús les conduce a un nivel más hondo, diciendo que se miren a sí mismos, para que vean que condenan a los otros porque tienen miedo, se sienten inseguros, necesitan descargar su agresividad en ellos.

Gracia más alta. Por encima del pecado.

El sistema del pecado sólo se resuelve juzgando y condenando a los demás. Ese sistema sólo puede superarse allí donde se descubre la gracia más alta del perdón como gracia y vida superior. Por nosotros mismos somos incapaces de iniciar una vida desde el perdón. Tanto la mujer acusada como los acusadores estamos atrapados en un mismo sistema de violencia y venganza.

Necesitamos que alguien nos diga: ¡yo tampoco te condeno, vete y no peques más! Esta es la palabra creadora del mesianismo de Jesús: ella expresa el don de la vida que puede y debe edificarse sobre bases de perdón. Más allá de la ley de sangre (que sanciona la violencia, pues la emplea para castigar desde Dios a los culpables), Jesús ha revelado la fuerza de la gracia. La palabra final (¡vete y no peques más!) se dirige a la mujer y a los pretendidos jueces. Unos y otros deben reconciliarse e iniciar una vida en gratuidad, creando condiciones distintas de convivencia, una historia de gratuidad no impositiva.

Muchas veces hemos entendido el perdón (eclesial, social, comunitario) como instrumento de dominio: nosotros, los que perdonamos (sacerdotes, jueces), aparecemos de esa forma como superiores a los otros, convirtiendo a la pecadora perdonada en signo de nuestra propia bondad, para gloria del sistema.

Pues bien, en contra de eso, el verdadero perdón ha de volverse principio de vida reconciliada y gratuita, donde todos, jueces y juzgados, se vinculan en un mismo perdón.

Daniel distinguía bien a malos e inocentes: al final triunfaba la ley, como en las buenas obras de cine o teatro, para gloria del sistema.

Por el contrario, Jesús nos descubre pecadores, capacitándonos para iniciar un camino de perdón compartido, no como héroes justos o heroínas rescatadas de los malos jueces, sino como culpables que pueden perdonarse mutuamente.

En ese fondo, Jn 8, 1-11 aparece como parábola cristológica. Todos se van, mujer y jueces, dejando a Jesús sólo, con su gesto de perdón. Allí queda, en el centro, escribiendo sobre el polvo los mandatos de una (supra-)ley de gratuidad, como el único inocente de la escena. Pero, conforme al contexto inmediato (cf. Jn 7, 45-52), él queda en manos del juicio de este mundo, pudiendo añadir que ha ocupado el lugar de la adúltera, de manera que las mismas piedras que hubieran servido para matarla a ella se alzarán después contra él (Jn 8, 59).

No ha juzgado a nadie, no ha empleado la ley para condenar (ni a la adúltera, ni a sus jueces), y de esa forma ha cargado con el pecado de todos, apareciendo al fin como peligroso en un mundo que quiere seguir apoyándose en principios de violencia. A los ojos de sus jueces, Jesús acaba siendo una especie de adúltero universal, Mesías de aquellos que rompen la ley. Pues bien, el evangelio sabe que Jesús es amigo fiel universal, que ha querido bien a todos, muriendo por ellos.

Últimas reflexiones

— El tema central no son las mujeres adúlteras, ni los “desviados” sexuales, ni los hombres “distintos”. Ciertamente, ellos pueden suscitar problemas y habrá que tratarlos, con humanidad, respeto, cariño… El problema de Jesús no es la adúltera (a la que puede corregir con cariño ¡no peques! pero sin condenarla.

— El problema central es el de aquellos que juzgan a otros…, queriéndoles medir con su rasero, casi siempre mezquino, envidioso, egoísta. Tan pronto como alguien se vuelve distinto se escucha el coro de ranas que croan desde el barro. El problema de Jesús es el corro de los acusadores bien orquestados, según una ley de egoísmo grupal.

El problema sigue siendo la indefensión de la mujer, en manos de varones codiciosos, de un mundo sin conciencia, sin justicia…

— Necesitamos todavía a Daniel, que juzgue y condene a los jueces mentiroos

— Necesitamos a Jesús….

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