Desde la intemperie
Magdalena Bennásar Oliver
Mallorca.
ECLESALIA, 21/12/15.- Me siento llamada por dentro a reflexionar sobre esa realidad: la intemperie. Me resisto, pienso que total la gente lee tantas cosas, escribes y nadie te dice ni que lo ha recibido apenas… como veis me resisto a “mi intemperie”. Intento disuadir la invitación, la voz interior que me vuelve a sugerir que comparta lo que de intemperie he vivido, vivo, resisto…y al fin, sucumbo. Casi pidiendo perdón porque estos días la gente va cargada, pero ya sabéis que el tiempo de Dios funciona con otros registros. Desearía estar en ellos para compartir lo que me regala.
Muchas de nosotras y nosotros tenemos intemperies pegadas a la piel y tal vez no las vemos o no sabemos cómo gestionarlas. Una de ellas, que comparto, es el duelo. El duelo te hace entrar dentro, y buscar entre los millones de recuerdos y experiencias vividos los compartidos con la persona que se ha ido. A veces consuela, otras duele tanto que cambio de canal.
El duelo te deja a la intemperie, sin cobijo, sin escape, sin zona de confort. El duelo te pone en camino, ¿hacia dónde? hacia el camino, que es lo que importa. La persona que se ha ido te pone en comunicación con una realidad profunda, la Vida, la realidad sin decoración, al vivo.
Las calles de nuestras ciudades y pueblos están sobrecargadas de luces, justo estos días, y sin embargo el Evangelio nos habla de camino oscuro, de una pareja que se tiene que ir a empadronar a su lugar de origen justo cuando ella está a punto de dar a luz… ¡intemperie!
Es otra forma de duelo, de pérdida, cuando tenemos que dejar lo familiar, lo conocido y querido, puede ser un destino que te cae y asumes, y te sientes a la intemperie, no conoces a nadie, no tienes casa, no tienes mucho suelto, pero hay una llamada más fuerte y más clara que lo oscuro del camino. Puede ser una necesidad de emigrar o de buscar refugio y quedarte bastante a la intemperie, dependiendo totalmente de la buena voluntad de las instituciones y de las personas concretas. Ellos y ellas “saben a intemperie”, sin necesidad de definir el término.
Y luego está la intemperie de la enfermedad. No buscada, no deseada por supuesto. Te llega, te asusta, te deja bastante descolocada, a la “intemperie” tanto si es terminal como si te debilitan tanto para debilitar a la enfermedad que te sientes tan a la intemperie que ni osas decirlo. No quieres preocupar a nadie pero, ahí estás, dialogando con el Dios de las intemperies a ver si te da alguna pista, algún consuelo.
Y la intemperie de los que adoptaron un hijo, o dos o tres, que los hay y les conozco. Nunca tranquilos, siempre negociando, siempre como a escondidas, como el hijo adoptado de una gran amiga, por Navidad se dedicó a vaciar los bolsos de todos los tíos y tías… ¡Qué intemperie! En silencio, de noche le llama, para quererle. Los dos están a la intemperie, ella no puede decir nada porque el marido, bueno sí, pero ya sabes…lo ve diferente. La intemperie de la soledad, acompañada a veces, o soledad a secas. La de tantos mayores que no dicen mucho pero su mirada expresa intemperie. Solitos, sonriendo o menos amables, pasando por su larga intemperie.
Trabajando en pastoral universitaria en un campus civil en Boston hace años, nos dijeron que no hablásemos a los jóvenes de “familia” en Navidad. Podía ser dramáticamente contraproducente. Ellos, esos jóvenes y niñas y niños de familias desestructuradas también viven la intemperie. Un fin de semana aquí, otro allá…
Y Jesús va y se le ocurre nacer a la intemperie, de unos padres desestructurados y en un lugar desconocido, inhóspito, exageradamente impropio. Pero sí, sí, eso dicen los textos, y de verdad creo que si no fuera cierto no lo dirían ya que no es la imagen de Dios que quisiéramos normalmente, sólo cuando, como El, nos sentimos a la intemperie.
Entonces sí, todo tiene más sentido. El evangelio empieza a tener más luz y relevancia y también más capacidad de movernos por dentro a confiar, a acoger, a acompañar a los y las que están a la intemperie, como nosotros y nosotras que lo estamos o lo hemos estado o lo estaremos cualquier día.
Y no me quiero olvidar de los y las que acompañáis, en esta etapa de vuestra vida, a personas que están a la intemperie. Reconocer tu propio cansancio, tus propios límites que te hacen sentir culpable sin serlo, pero se espera tanto de ti, sobre todo, de tantas mujeres cuidadoras de mayores y de personas enfermas. Recuerdo a otra amiga querida. Lleva meses cuidando muy de cerca por no molesta o invadir, a una hermana que está muy terminal, y hace dos semanas muere su hermano apoyo, de repente, a los 50 años, ¡qué dura intemperie! Qué poco oportuna esa noche oscura, pero qué fuerte la fe de esa mujer fuerte, que sí, claro, se siente a la intemperie, porque además, hay que seguir acompañando con ánimo a la que se está muriendo… ¡Uff! Necesitamos Navidad, y como sugieres Ignacio, meternos en la cueva, olerla, sentirla y coger al crío en brazos para así abrazar nuestra intemperie y la de los que nos rodean. De pronto se me hace más evidente el porqué de los textos de estos días. No los quisiera diferentes. Así cabemos todas y todos
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