“El perdón”, por Gema Juan, OCD
El perdón es un misterio. Atrae y estremece, cautiva y asusta, desvela la vulnerabilidad y hace fuerte, todo al mismo tiempo. La oración de la Iglesia dice que Dios muestra con él su poder y los gurús, sabios y terapeutas de todos los tiempos y tradiciones han puesto sobre ese modo de misericordia una de las piedras esenciales de la vida.
Perdonar y ser perdonado, dar y acoger perdón. Descubrir la salud que hay en ese camino de acceso a la verdad personal profunda, camino también a la solidaridad más grande, la que Jesús ofrece con su vida y su palabra.
Teresa de Jesús entendió que en el perdón se hace verdad el seguimiento de Jesús. En la luminosa experiencia de quien ha recibido un: «vete en paz, quedas curado», al acercarse a Jesús y que ha entendido, a la vez: «haz tú lo mismo». Eso le sucedió a ella.
Importa no ser melindrosos ni infantiles, para avanzar en este camino. Teresa decía, con ironía, que hay «unas cositas que llaman agravios, que parece hacemos casas de pajitas, como los niños». Y aún añade: «Vendremos después a pensar que hemos hecho mucho si perdonamos una cosita de estas».
Puede parecer que Teresa es exigente en este terreno. Lo es, pero no como quien pide un esfuerzo superior ni porque crea que el perdón se alcanza por voluntarismo o «a fuerza de brazos». Es exigente porque sabe que sin esta experiencia no se acaba de entrar en el camino de Jesús, en el camino de la verdad y la libertad que llevan a la plenitud.
Por eso, pide poner en Él la mirada. Recuerda «aquella carne divina y sin pecado» que, en el huerto de los Olivos, sufría y escribe: «¿Cómo queremos la nuestra tan fuerte que no sienta la persecución que le puede venir y los trabajos?». El mal que se sufre, se siente. Teresa, siempre humana, sabe lo necesaria que es la paciencia: «Dejad hacer su oficio a la carne». Ni violentar ni perder el paso, se trata de ir haciendo camino.
El Papa Francisco llamaba «coleccionistas de injusticias» a quienes se pasan la vida llevando cuentas del mal que les hacen y recordaba el consejo que da Teresa: «Huya mil leguas de “razón tuve”, “hiciéronme sinrazón”, “no tuvo razón quien esto hizo conmigo”». Los dos apelan al seguimiento de un hombre que fue crucificado, a quien no dieron «una cruz muy puesta en razón», sino que sufrió la mayor sinrazón.
Teresa remite a la experiencia profunda: «No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió».
Cerca de la misericordia se descubre la verdad propia. Y se comprende, «imprimido en las entrañas», que la paciencia de Dios lo ha alcanzado todo y a todos, que su misericordia envuelve la vida y el mundo. Y ahí se entienden las palabras de Teresa: «¿Por ventura podéis pasar tanto que no debáis más?».
La facilidad para perdonar de la que habla Teresa no es la de la espontaneidad. Por eso, dice también: «No penséis que no ha de costar algo y que os lo habéis de hallar hecho».
El perdón es un don que se adquiere, sin que haya contradicción en ello. Es un regalo, pero cada quien tiene que recorrer por sí el camino hasta el don. Teresa sabía que el miedo puede retener: «No osamos pasar adelante, como si pudiésemos nosotras llegar a estas moradas y que otros anduviesen el camino». Por eso, siempre Jesús, que ha recorrido el camino primero, «que se puso en lo primero en el padecer».
Con sabiduría, Benedicto XVI apuntaba que «perdonar no es ignorar sino transformar». Y pedía oponer al océano del mal un océano de bondad, permaneciendo en la gratuidad: «Nada puede mejorar el mundo si el mal no es superado. Y el mal solo pude ser superado con el perdón… un perdón eficaz; perdón que solo nos lo puede dar el Señor».
Transformar el mal desde el perdón, elegir devolver bien, adelantarse en la gratuidad… todo eso hace –como decía Etty Hillesum– encontrar asomos de eternidad en las tareas cotidianas más pequeñas y, en definitiva, unirse al Jesús vivo que da vida.
Las palabras de Teresa, madre de espirituales, maestra de oración en la Iglesia, no dejan resquicio de duda. Lo único que sirve e importa a Dios es el amor; es lo único que une a Él, pero también, lo único que da verdadera felicidad:
«¡Qué estimado debe ser este amarnos unos a otros del Señor! Pues pudiera el buen Jesús ponerle delante otras, y decir: perdonadnos, Señor, porque hacemos mucha penitencia, o porque rezamos mucho y ayunamos y lo hemos dejado todo por Vos y os amamos mucho; y no dijo porque perderíamos la vida por Vos, y, como digo, otras cosas que pudiera decir, sino solo porque perdonamos».
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