“Migraciones”, por J. I. González Faus
J. I. González Faus. [La Vanguardia] Quien mal anda, mal acaba. Quien siembra vientos recoge tempestades… Multitud de refranes recogen esta sabiduría elemental, olvidada por nosotros: las cosas hechas inicuamente, pueden aportar ventajas a corto plazo, pero suelen traer calamidades a largo. Desde la monarquía bíblica hasta la drogodependencia encontramos esa misma lección: Israel rechazó la voluntad divina de ser un pueblo sencillo e igualitario sin rey; en poco tiempo creció hasta convertirse en un pequeño imperio pero, a la larga, acabó en manos de monarcas corruptos, se escindió como nación y terminó exiliado fuera de su tierra. El pueblo del Antiguo Testamento, desde su mentalidad primitiva, leía esos desastres como “castigos de Dios”, lo que le servía para intentar arrepentirse. Nosotros, que nos creemos más ilustrados, rechazamos con razón eso de los castigos de Dios, pero hemos olvidado que con frecuencia hay una némesis inmanente en la misma naturaleza de las cosas.
Y así nos va: porque algo de lo anterior está ocurriendo en nuestro mundo desarrollado, con el fenómeno migratorio. Se ha convertido en problema insoluble: porque ni nosotros podemos dar acogida simultánea a millones de inmigrantes, ni ellos pueden dejar de emigrar dado lo que son sus condiciones de vida y lo que son las nuestras. Pero, si miramos atrás, deberemos reconocer que se ha llegado a este callejón sin salida porque nuestro desarrollo fue, en buena parte, a costa de ellos. Sin el oro de América, sin el tráfico de esclavos, sin los imperios coloniales, sin el reparto de África entre los europeos a lo largo del siglo XIX… sin tantas necesidades humanas convertidas en ocasión de enriquecimiento y no de ayuda, no tendríamos hoy ese desarrollo del que tanto presumimos, y que justificamos apelando a nuestra superioridad y a su pereza.
Esa justificación puede tener algo de verdad: en ningún sitio está dicho que el ladrón, además de ladrón, no pueda ser audaz e inteligente: sólo en las películas del Oeste el bueno es siempre el que dispara más rápido. No obstante, esas buenas cualidades nuestras no lo explican todo: Inglaterra tranquilizó su conciencia creando una commonwealth que, en realidad, era una britishwealth; España justificó el expolio de media América como una “noble gesta evangelizadora” (sin reconocer que los verdaderos evangelizadores fueron el grupo de obispos y religiosos seguidores de Las Casas y enemigos de la conquista); Estados Unidos se anexionó medio México porque era intolerable que tierras tan ricas estuvieran en manos de los perezosos mexicanos. Y hoy ¿no convendría cambiar el anagrama de la Unión Europea (UE) por un DE? Aludiríamos así tanto a la actual Dictadura Europea como a Deutschland. Ya dijo un maestro de Schaüble (A. Rustow) que “la igualdad es un ideal falso y erróneo; y la fraternidad, parcial e insuficiente porque ignora la relación de superioridad entre padres e hijos”. Eso permite tildar de perezosos e irresponsables a los griegos, ignorando que “los griegos trabajan un 50% más que los holandeses y un 40% más que los alemanes” (Ha-Joon Chang), y que más irresponsable que endeudarse temerariamente es prestar a quienes sabes seguro que no podrán devolver. Y la guinda en este pastel de mugre primermundista: Gran Bretaña, tras negarse a colaborar con la UE para ayudar a Italia en su problema migratorio, pide ayuda a Bélgica cuando se ha visto con un problema similar…
“Dios ama al inmigrante dándole sustento y vestido” (Deut 10,18), dice la Biblia. Si fuéramos mínimamente coherentes, el Occidente llamado cristiano debería organizar una larga liturgia penitencial con un firme propósito de enmienda que no consistiera sólo en repartirse cuotas de inmigrantes, sino en inversiones en los lugares de origen, que cubrieran gastos para subsistir, creando trabajo y desarrollo, pero sin aportarnos beneficios. Y aun esto, sólo sería solución a medio y largo plazo.
El problema se agrava porque buena parte de la inmigración que nos suplica desesperadamente ya no emigra por razones económicas sino por razones políticas que son, en parte, resultados de nuestras desastrosas políticas en Oriente Medio (¿recuerdan a Jeb Bush prometiéndole a España “beneficios incalculables” si apoyaba el terrorismo norteamericano en Iraq?). Con ello el problema, además de económico, se convierte para nosotros en identitario: porque tememos no poder asimilar de golpe tantas gentes y tan diversas. Entonces, la derecha se convierte a la justicia social para los de dentro, como modo de enfrentarlos con los de fuera. Al “nos quitan puestos de trabajo” se suma el “no nos dejan ser nosotros”. Y dinero e identidad son las dos mayores fuentes de ceguera y violencia.
Parece pues que aquellos polvos nos han traído estos lodos. Ahora sólo tenemos dos caminos: seguir enlodándonos hasta inspirar repugnancia, o darnos una buena ducha de esa austeridad que tanto hemos impuesto a los más pobres. Si no, siguen valiendo de nosotros estas palabras que se escribieron de la oscura edad media: “Tal vez los bárbaros imperen siempre. Acaso la codicia supere siempre a la prudencia en los consejos de los poderosos. Es posible que el miedo domine siempre sobre la compasión en la mente de un hombre con una espada en la mano…”(Ken Follett, Los pilares de la tierra).
Imagen 1ª extraída de: El Mundo
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