Soy gay y cristiano
Publiqué esta reflexión personal con un único fin: que la persona que tenga la paciencia de leerla, si estuviese pasando por la situación que yo pasé, sepa que existe la esperanza. Que no se rinda, porque tarde o temprano siempre llega ese momento en que recibes respuestas, en que aprendes a amarte, y en que descubres que eres más fuerte de lo que te habían hecho creer. Quiero decirte, a ti que has leído esto, que el amor que tienes en tu corazón es más poderoso que tu miedo. Mantén la esperanza, porque ese es el camino que te llevará a donde te propongas. No te rindas jamás. Y créeme, por experiencia propia te aseguro que todo mejora.
Soy gay y soy cristiano. Desde que fui niño, me bautizaron y me educaron en la religión católica. Tuve la suerte de crecer en un entorno respetuoso y libre, donde las creencias religiosas nunca fueron una imposición, sino una elección. Cuando tuve uso de razón, al mismo tiempo que adquirí la capacidad para tomar mis propias decisiones, decidí mantener mis creencias religiosas. Me confirmé como cristiano y traté de vivir dentro de la Iglesia católica para acercarme a Dios desde ella. La fe siempre ha tenido un significado profundo para mí. Desde niño, admiraba las parábolas de Jesús. Me interesé profundamente en conocer su mensaje: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Este es un mandamiento que he tenido siempre muy presente en mi corazón. La fe me ha permitido entender el mundo que me rodea y saber valorarlo. Como cristiano, trato de seguir el camino que considero más adecuado respetando el mensaje de Jesús. Deseo encontrar a Dios, y pese a mis errores, que cometo naturalmente como cualquier persona, mantengo mi fe viva como el fuego. Dios me ha acompañado en mis momentos más difíciles, Él siempre ha estado a mi lado para ilusionarme de nuevo por la vida. Creo en Dios porque siento su amor infinito como un misterio fascinante, que se extiende más allá de nuestro entendimiento racional y cuadriculado. Creo en Dios, pero me pregunto muchas veces si creo en la Iglesia católica. Porque no tengo claro que la Iglesia católica me ofrezca realmente la posibilidad de vivir con alegría mi personalidad, mis sentimientos y mis sueños.
Hace años, en aquél tiempo amargo en que sostenía cada día una lucha contra mi mismo, estas preguntas me supusieron un problema serio. En esos días me miraba al espejo para rechazarme, con palabras de dolor y odio, porque era homosexual y yo estaba convencido de que todo aquello era un error. Rezaba a Dios para que me curase. Le pedía que me convirtiese en una persona normal y que me apartase de esa elección errónea. Leía en los libros que la Iglesia considera que la homosexualidad es un pecado, y yo actuaba en consecuencia, rechazándome a mi mismo por ser un pecador. Y ello me suponía una contradicción que me hacía enormemente infeliz. Esa etapa fue muy difícil para mi, porque sentía que yo era un error, que Dios se había equivocado conmigo, y que yo tenía la culpa de ser así.
La Iglesia católica juzgaba y condenaba la homosexualidad, y a día de hoy, en este siglo, lo sigue haciendo constantemente. Dice que la homosexualidad es un pecado, un desorden, o un problema. Como quiera llamarlo. En aquel tiempo entendí que la Iglesia me negaba el derecho a vivir mi fe en libertad, sintiéndome una persona valiosa y realizada. Me hacía sentir culpable, de manera permanente. La Iglesia me decía que no tenía derecho a recibir el amor de Dios, sino que merecía su condena por mi vida carente de arrepentimiento y corrección. Aquello me hacía sentir enfermo, y yo le pedía a Dios cambiar. Le rezaba y le preguntaba por qué motivo Él se había equivocado conmigo, por qué motivo me había hecho así, defectuoso. Yo quería ser normal.
Pero mi necesidad constante de descubrir, de conocer, de entender, me llevó a leer. Leí entonces muchos libros de todo género de opiniones, tanto a favor como en contra. Quise aprender, y mientras el tiempo pasaba, empecé a encontrar respuestas. Esas respuestas me llevaron a mi aceptación como gay. Y todavía más, me permitieron reconocerme como un hombre libre, digno, y luchador. Supe que había triunfado, cuando pronuncié las palabras “soy gay”, y acto seguido pude sonreír porque ello ya no era un motivo de culpa, sino un motivo de alegría. Ya nadie podría atacarme por ser homosexual, pues es inútil que te ofenda algo que no es motivo de ofensa. Leer me sirvió de mucha ayuda. Comprendí que la homosexualidad no es una elección, pues no existen alternativas, ni preferencias. Y aprendí que la Iglesia tiene mucho, mucho que aprender.
Porque un pecado es el robo, el egoísmo o la calumnia. Un pecado es un comportamiento humano que cada persona puede elegir entre realizar o evitar. Y sin embargo, ni yo elegí ser homosexual, ni pude evitarlo de ninguna manera posible. Supe que la homosexualidad no es un pecado, porque no tendría sentido que lo fuese. Porque Dios no me pudo crear en el pecado y con el pecado para mi vida entera. No decidí ser homosexual, como tampoco decidí mi nombre o el color de mi pelo. Nadie, ni si quiera la Iglesia católica, tiene derecho a juzgarnos por aquellas cosas que no elegimos ser. La esencia de nosotros mismos, lo que forma parte de nuestra personalidad, es lo que nos dignifica, y por tanto no puede ser motivo de rechazo, de culpa, y mucho menos de pecado.
Fue entonces cuando un amor infinito, el amor de Dios, me encendió el corazón y comprendí que Dios me quería y juzgaba mis actos, pero no la esencia de mi persona. Dios estaba a mi lado, porque Él no me abandonó nunca. Dios me manifiesta su amor en los momentos más hermosos de cada día, y a través de las personas más maravillosas que han coincidido en mi vida. Pero llegó un momento en que perdí la paciencia y abandoné la Iglesia. Me vi entre la espada y la pared. Mantuve mi fe en Dios, pero perdí mi fe en los hombres que dirigen la Iglesia.
Por tanto, soy creyente y siempre lo he sido. Rezo y leo la Biblia, y trato de aplicar el mensaje de Jesús a cada acto de mi vida. Me cuesta mucho, pero sé que es un mensaje de amor, de libertad y de respeto a la vida propia y a la del resto de personas y seres vivos, por lo que ésa es mi luz.
Pero sí es cierto que a día de hoy he perdido mi fe en la Iglesia de los hombres. He perdido el respeto a una institución que no aprende de sus errores, y que se cree con el derecho de juzgarme sin conocerme, sin molestarse en comprenderme. No creo en una Iglesia que me estigmatiza y me reprocha. No creo en una Iglesia que me condena amparándose en citas de la Biblia, escritos hace miles de años en un contexto social muy distinto al nuestro. También encontraron en la Biblia justificación para las mayores atrocidades y crueldades que ha cometido la Iglesia en su historia: las cruzadas a Tierra Santa, las hogueras de la Santa Inquisición, la teoría del teocentrismo, los ataques a la ciencia, la colonización de América, y la pasividad del Vaticano durante las dictaduras fascistas del siglo XX, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial. Y ahora justifican en la Biblia la condena a la homosexualidad, descontextualizando sus textos como hicieron en épocas pasadas. No creo en una Iglesia que repite normas arcaicas y que en lugar de extender sus manos a los débiles, a los necesitados, ostenta el derecho de decidir quién merece o no a Dios. No creo en una Iglesia que levanta templos lujosos, que viste con opulencia y despilfarro, cuando Jesús nació en un pesebre y andaba descalzo. Jesús no tenía reparos en arrodillarse para asistir a cualquier ser humano, hombre o mujer, mientras que la Iglesia me estigmatiza y me reprocha tratando de arreglar mi vida cuando no es capaz de solucionar sus propios problemas y escándalos recientes. Pienso en las vidas que la Iglesia católica ha destruido en el nombre de Dios. Pienso en esos hombres que ponen en la voz de Dios palabras que él nunca hubiese dicho. Palabras de odio, de rencor, de furia. ¿Dónde está el amor de Dios? Desde luego no lo encuentro en la Iglesia.
Jesús nunca habló de homosexualidad. Más incluso, en ningún Evangelio se pronuncia Jesús jamás acerca de esta cuestión. Al contrario, el mensaje de Jesús fue un claro llamamiento al amor, para que la fraternidad prevaleciese sobre las diferencias y la reconciliación sobre las luchas entre hermanos. Y no creo en la Iglesia porque ésta se atribuye la verdad como algo propio, como una de sus propiedades y riquezas. La jerarquía de la iglesia católica se cree con el derecho a decidir la voluntad de Dios, a decir que los homosexuales merecen compasión y caridad, que su conducta es desordenada y reprobable. Sus normas arcaicas les impiden ver el mensaje de amor de Jesús.
Yo creo en Dios, quien me hizo homosexual. Como dice Andrés Goeni, “Dios me prefirió frente a la no existencia”. Él me dio la vida y me dio el don de la homosexualidad. Creo en Dios porque le rezo y me devuelve mi llamada. Alimenta mi fe y me permite vivir mi vida con plenitud. Yo creo en Dios y creo en su firme e infinito amor.
Las condenas de la Iglesia me han hecho muy fuerte desde que me acepté como gay. Cada discurso de un obispo en contra de las personas homosexuales, cada declaración de un cura justificando los reproches a la homosexualidad, me han vuelto una persona más valiente y decidida. Sus ataques me han hecho más seguro de mi mismo, de lo que soy y lo que quiero ser. En sus insultos encuentro mi coraje.Publiqué esta reflexión personal con un único fin: que la persona que tenga la paciencia de leerla, si estuviese pasando por la situación que yo pasé, sepa que existe la esperanza. Que no se rinda, porque tarde o temprano siempre llega ese momento en que recibes respuestas, en que aprendes a amarte, y en que descubres que eres más fuerte de lo que te habían hecho creer. Quiero decirte, a ti que has leído esto, que el amor que tienes en tu corazón es más poderoso que tu miedo. Mantén la esperanza, porque ese es el camino que te llevará a donde te propongas. No te rindas jamás. Y créeme, por experiencia propia te aseguro que todo mejora.
Te he leído con gusto y varias veces. Mantener la Fe nadando contracorriente llega hacer duro y cansino hasta que la corriente te lleva a la orilla.
YOEL