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“¿Pueden cristianismo y modernidad caminar juntos?”, por Roger Lenaers, sj

Sábado, 18 de julio de 2015

Cruz virtualLeído en Koinonia:

Publicado originalmente en inglés en la revista «HORIZONTE»,

vol. 13, nº 37 (2015)163-192 PUC-Minas, Belo Horizonte, Brasil.

Traducción al castellano de Francesca Toffano

1. Videtur quod non: parecería que no

La respuesta a nuestra pregunta debería empezar de la misma forma como Tomás de Aquino comienza su respuesta a la misma pregunta, en su Summa Theologica, es decir, con un videtur quod non, «parece que no», parece que no pueden caminar juntos. Donde la modernidad, o sea, la cultura occidental, se ha vuelto dominante, como en Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda… en la misma medida, el cristianismo ha menguado. No hay necesidad de muchas estadísticas para probarlo. La siguiente será suficiente. Hasta 1750 en el mundo occidental la asistencia a la iglesia todavía alcanzaba casi el 100%, como había sido desde que la cristianización de Europa había terminado, más o menos desde el año 1000. Pero hacia la mitad del siglo XX había descendido hasta el 65%, lo que significa que en dos siglos casi el 35% o un tercio de los miembros de la Iglesia se habían despedido de los templos, se habían vuelto por lo menos indiferentes, o habían abandonado completamente su fe y ya no creían en un «Dios en las alturas», o se habían vuelto ateos. Podía parecer que hubiera sucedido un terremoto religioso… En realidad no fue un terremoto, sino una especie de bradisismo, un lento pero continuo levantamiento de la corteza terrestre, que hace que, después de un cierto tiempo, un edificio empiece a colapsarse. De la misma forma, durante dos siglos, la cultura occidental, empujada por la evolución del cosmos, ha ido cambiando lentamente, pero sin parar, y ha perdido su naturaleza religiosa anterior.

Las raíces de ese cambio fundamental fueron el humanismo del siglo XV, suscitado por el renacimiento del la antigua cultura greco-romana, que también fue impulsada por los estudiosos bizantinos, quienes habían buscado refugio en Occidente después de que los turcos en 1453 habían sitiado y conquistado Constantinopla. La antigua cultura greco-romana, que había renacido durante el Renacimiento, fue como todas las culturas antiguas, una cultura religiosa, y no destruyó la cosmovisión cristiana de Occidente. Pero hizo también que se recuperara la cultura científica de la antigua Grecia. Esta recuperación produjo en el siglo XVI un grupo de eruditos, como Copérnico, Mercator, Justus Lipsius, van Helmont… y el siglo XVII puso realmente los fundamentos de la ciencia moderna. Porque ése fue el siglo de genios como Galileo, Torricelli, Kepler, Newton, Descartes, Pascal y muchos otros. Todos ellos eran creyentes cristianos convencidos. Todavía la ciencia y la religión eran amigas. Sin embargo, la religión ya no era la reina indiscutible de las ciencias.

Las cosas cambiaron radicalmente en la segunda mitad del siglo XVIII, primero en Francia, que era en aquel momento el centro del pensamiento de Europa. Un grupo de sabios franceses empezaron a sacar consecuencias de las nuevas ideas que allí y en Gran Bretaña ya habían ido germinando durante algún tiempo. La razón se volvió más importante que la creencia religiosa y, como consecuencia, cuando ambas entraban en conflicto –y eso sucedía frecuentemente–, la razón prevalecía. Eso mostraba que una nueva visión del mundo estaba emergiendo: la modernidad.

Los líderes de la Iglesia se dieron cuenta muy bien de que esas ideas eran difíciles de reconciliar con los conceptos religiosos tradicionales, y lo que era peor, amenazaban con quebrantar su autoridad y su lugar privilegiado en el Estado. Así que atacaron, y condenaron vehementemente esa nueva visión del mundo. Pero al hacerlo, se alejaron, ellos y el cristianismo, del enriquecimiento que la modernidad prometía. Por culpa de su ceguera, la Iglesia perdió ya en el siglo XVIII la adhesión de gran parte de la élite intelectual, que se alejó de una religión que rechazaba los valores humanos y la certeza científica. Por otra parte, durante el siglo XIX, por desatender las aspiraciones y las protestas de las víctimas proletarias de la revolución industrial, la Iglesia perdió a gran parte de la clase trabajadora, que se volvió socialista y anticlerical. Eso explica la situación de 1960: dos tercios de los anteriores miembros de la Iglesia se habían ido, para siempre.

Pero desde ese entonces el número de miembros que todavía eran practicantes no ha cesado de caer, y de caer mucho más rápido que antes. ¿Por qué más rápido que antes? Porque hasta la primera mitad del siglo XX los líderes de la Iglesia habían logrado, más o menos, alejar a sus fieles del contacto con las ideas modernas. Lo habían logrado organizando y promoviendo la prensa católica, un partido católico, sindicatos católicos y organizaciones e instituciones culturales, y especialmente una red de escuelas católicas, dirigidas por sacerdotes y monjas, para inculcar en los alumnos las ideas y convicciones católicas. Pero en el medio siglo que va de 1960 a 2010, los modernos medios de comunicación se desarrollaron a una velocidad frenética, y empaparon a la sociedad entera con las ideas de la modernidad, y también a los miembros de la Iglesia. Las medidas anteriores de prevención se volvieron totalmente ineficientes. Además, aquellas ideas modernas, obviamente, gustaban más, y parecía que prometían más felicidad que la Iglesia. En medio siglo, la asistencia a la Iglesia bajó en Europa del 65% al 10-15%, una caída estrepitosa para una institución tan dinámica en el pasado y que se había extendido en todo el mundo. Y ese número continúa cayendo todavía, porque la vieja generación, que forma la mayor parte de la población que queda en la Iglesia, va muriendo lentamente, y la gente joven, que ha crecido ya con la cultura moderna y ha sido moldeada por ella, muestra muy poco interés por el ámbito religioso, así que se quedan fuera de las iglesias. Estadísticamente, en otro medio siglo, el cristianismo habrá sido casi borrado del mundo occidental.

Esto, no sólo es casi inconcebible, sino que significa una terrible pérdida para la humanidad. Porque, a pesar de las deficiencias humanas –que también se dan en la fe cristiana, provenientes de las culturas en las que el propio cristianismo se inculturó, como la avaricia, la crueldad, la lujuria por el poder, la indiferencia por los débiles, la falta de un verdadero humanismo…– sigue siendo el depositario de una visión rica y valiosa, y el modo de vida creativo de la comunidad que nació de la fe en Jesús, y sigue mostrando un camino para un nuevo mundo más humano.

2. Las raíces de este antagonismo

Es obvio que la cultura moderna y el cristianismo se alejaron entre sí. La pregunta es por qué. ¿Cuáles son las raíces profundas de su antagonismo?

Para encontrarlas, tenemos que regresar al origen de la religión. Éste coincide con el proceso de la humanización. Porque, aunque los primates antecesores del homo sapiens ya alcanzaron cierto grado de inteligencia y de ética, no tienen religión. La religión debe de ser el fruto de una evolución ulterior que los otros primates no han logrado. Los seres humanos, conocían el miedo tanto como los primates y trataron como ellos de escapar de los peligros que los amenazaban; pero, a diferencia de ellos, trataron de entender qué pasaba con ellos mismos, hicieron preguntas, buscaron respuestas, y al no encontrarlas en el mundo visible, pensaron espontáneamente en un mundo invisible encima de sus cabezas. Los fenómenos más amenazantes e inexplicables como el rayo, el trueno, y los huracanes, venían desde allá…

Pero en la profundidad de su psique los seres humanos deben de haber tenido, y todavía tienen, grabado en sí mismos, una consciencia subyacente o el sentimiento muy implícito de una realidad que los trasciende, sin la cual la religión nunca hubiera nacido. La confrontación ocasional con los fenómenos naturales, muchas veces terroríficos, otras veces benéficos, que también los trascendían, despertó aquella consciencia profunda de una realidad trascendental, y la combinación de las dos cosas, dio a luz la representación de los seres sobrenaturales, estrechamente ligados con esos fenómenos; de ahí los dioses del rayo, del trueno, de la lluvia, de la tormenta, de la fertilidad, de la pasión sexual, de la guerra. Hacia ellos se comportaban espontáneamente como lo hacían con los poderes sociales de los cuales dependían: el padre, la madre, el jefe, el líder… y honraban y veneraban esos poderes invisibles, les rezaban, imploraban su ayuda o su misericordia, les agradecían y les llevaban regalos para ganar otros favores.

Esta enumeración menciona todos los elementos esenciales de la religión. La religión es una expresión colectiva de una cosmovisión que ve a todas las cosas como dependientes de unos poderes como los humanos pero radicados en un mundo invisible. Como los poderes humanos, esos poderes pueden ser terroríficos, pero también ocasionalmente amables; pueden entrometerse a su voluntad en nuestros asuntos, y podemos entrar en contacto con ellos a través de la oración y ofreciéndoles regalos.

Esta cosmovisión se llama «teísmo», que puede ser politeísmo, cuando esos dioses poderosos se conciben como múltiples, o monoteísmo, cuando esa multiplicidad se ha fundido en una unidad. Así ha sido desde que nuestros antepasados, los primates, movidos por el misterioso impulso de la evolución, cruzaron la orilla de la humanidad, probablemente desde hace un millón de años. Eso significa que esta cosmovisión ha gozado de un tiempo más que amplio para penetrar profundamente en la psique humana, hasta el punto de que se ha vuelto casi indeleble.

Pero el veloz progreso de la ciencia en el siglo XVII llevó al descubrimiento en el XVIII de que muchos de estos enigmáticos e inexplicables acontecimientos que se habían confundido con la intervención de dioses, o de Dios, desde un mundo sobrenatural, en realidad eran perfectamente explicables a partir de las leyes naturales de este mundo descubiertas progresivamente por la ciencia moderna. A causa de estos descubrimientos, la necesidad de una intervención de Dios para explicar lo que ocurrió se debilitó. Donde antes a todos les parecía ver a un Dios interviniendo en muchos acontecimientos, al final ya no lo veían. Poco a poco la gente se olvidó de aquel Dios, que se fue volviendo superfluo, y al final, hasta parecía improbable. Y cuando la ciencia probó al final la imposibilidad de la intervención extracósmica en el orden natural (el cosmos colapsaría si sólo una de sus leyes se infringiera), se volvió fácil y normal negar la existencia de ese Ser invisible e inactivo, del que ni siquiera podía probarse su existencia. Como consecuencia, el teísmo ya no parecía significativo, porque no había un Theos, ni un Dios en las alturas. Así, la modernidad se volvió una cultura básicamente no teísta, la única en toda la historia de la humanidad. Aun hoy en día, esa cosmovisión del mundo occidental es sólo una isla en un océano de fervor religioso. Basta mirar a los países islámicos o a la India.

Pero si el cristianismo es una religión, o sea, una forma de teísmo, y la modernidad es explícitamente no-teísta, atea, no sólo parece que uno y otra se excluyen una a la otra, sino que además se excluyen necesariamente. Si eso es así, el mensaje cristiano de salvación no puede penetrar en esa cultura e impregnarla, y eso sería catastrófico, tanto para la Iglesia como para la modernidad. Porque si ello fuese así, la Iglesia sería una fracasada, ya que la razón de su existencia y su misión es transformar el mundo –también el mundo moderno– en el Reino de Dios, algo que, en ese caso, no podría realizar. Y la cultura moderna occidental –cuyas deficiencias y problemas son evidentes–, junto con toda la humanidad, en la que se van infiltrando lentamente las ideas de la modernidad, no se podría beneficiar con la influencia salvífica de Jesús.

3. Sed contra est quod: pero por otra parte ocurre que…

Hay una salida a esta amenaza. Porque Santo Tomás, después del videtur quod non y los argumentos que parecen probarlo, siempre añade el sed contra est quod, «pero por otra parte ocurre que», y ahí expone la argumentación contraria, la correcta. Sin duda, hay una forma de escapar de esa amenaza, pero su precio es muy alto, y la mayor parte de la Iglesia, empezando por la jerarquía, no está dispuesta a pagar semejante precio: el cristianismo debería dejar de ser teísta, para ser una religión. Con esa condición, y sólo con esa, el conflicto entre fe y la cultura atea occidental puede terminar. Porque el ateísmo en sí mismo no es una negación de la trascendencia, es sólo la negación de la existencia de un Theos, un ser en un mundo sobre-natural –del cual dependemos todos– que nos puede imponer leyes y que nos roba nuestra anatomía.

Pero, ¿tiene sentido esa condición? ¿Es el cristianismo esencialmente una religión? ¡No, no lo es! Ha sido sólo con el transcurso del tiempo como se ha vuelto una religión. Original y esencialmente es la comunidad de aquellos que se dejan guiar por la fe en Jesús de Nazaret, aquellos que reconocían en él la revelación inmortal del Misterio Absoluto, o, dicho en palabras pre-modernas: reconocían a Jesucristo como el eterno Hijo de Dios. Esta comunidad abandonó rápidamente la religión judía de la cual había salido y sus tradiciones como la circuncisión, la comida, los preceptos, los sacrificios, la prohibición de trabajar en sábado, los ritos judíos y las fiestas judías. Pero al crecer y desarrollarse en otro ambiente profundamente religioso, primero el helenista, luego el germano y el politeísmo eslavo, se fue transformando en una religión y asumió todos los elementos que caracterizan a las religiones, como los sacerdotes, los sacramentos, los libros sagrados, los templos, las promesas, y las oraciones. Mientras que en los primeros dos siglos no conocían los sacrificios, a partir del siglo III en adelante, la Eucaristía se comenzó a ver como un sacrificio, para poder parecer una verdadera religión, como las otras. Pero en su esencia, no es, en absoluto, una religión; es la fe en Jesús, o sea una actitud de entrega hacia Jesús de Nazaret. Y puesto que no es esencialmente una religión, puede abandonar todo lo que ha adquirido poco a poco de la religión, y en primer lugar el teísmo, que es su raíz.

Las Iglesias deberían de abandonar su imagen de Dios como Theos, el Señor todopoderoso en las alturas, que puede intervenir a su libre albedrío en los asuntos humanos y del cual podemos recibir ayuda, si oramos para pedírselo. En lugar de eso, deberían desarrollar una imagen no-teísta de Dios, una imagen que ya no es incompatible con la visión no-teísta (o a-teísta) que la modernidad tiene de la realidad. Pero, ¿es concebible una tal imagen no teísta de Dios? Sí lo es.

Para desarrollar esta imagen, tenemos que empezar por una frase del ateo Albert Einstein: «Ser conscientes de que detrás de todo lo que podemos experimentar, se esconde algo que nuestro intelecto es incapaz de entender, algo cuya belleza y majestuosidad sólo puede brillar imperfecta y débilmente en nosotros, ser conscientes de eso, es la verdadera religiosidad. En este sentido yo soy un ateo profundamente religioso». Si podemos dejar claro que este «algo» no-teísta y sin nombre es suficientemente grande como para incluir los dos elementos clásicos de la imagen cristiana de Dios, que son: Creador y Padre, entonces nada se interpondrá en el camino de la reconciliación entre la modernidad atea y la fe no-teísta.

Primero, el Creador del cielo y la tierra, es decir, de todo lo que existe. Precisamente, esta idea parece bloquear abruptamente todo intento de conciliación entre la modernidad y la fe, porque pone el énfasis en la dependencia absoluta del cosmos, y así fundamenta la negación de nuestra autonomía. Pero no hay que ir tan lejos. Porque crear no significa producir, en absoluto. Las máquinas producen, no crean. Crear significa expresar la propia interioridad en la materia. Eso es lo que hace el artista creador: sus creaciones son su ser espiritual que toma forma material. Entonces, cuando interpretamos el cosmos como una autoexpresión de un Espíritu absoluto que evoluciona lentamente, ya no hay oposición, sino sólo distinción entre «Dios» y el cosmos. Porque si «Dios» ya no significa una instancia extracósmica, sino la Profundidad espiritual de todo lo que existe, entonces, incluso nuestra libertad y nuestra autonomía provienen de esta autoexpresión. Entonces, cuando concebimos ese Algo que se esconde detrás en todas las cosas como una Realidad que se auto-expresa, estamos realmente muy cerca de lo que los cristianos modernos quieren decir, cuando dicen «Dios».

Pero la auténtica tradición cristiana –que no deberíamos de abandonar– también llama a ese maravilloso y creativo Algo, «Padre». Como los seguidores de Jesús, que con frecuencia llamaban al Misterio en el cual vivimos con ese nombre, también nosotros lo deberíamos de hacer. Jesús lo llamaba con ese nombre, porque su profunda experiencia mística de la Realidad Última evocaba en él, de forma trascendente, lo que había experimentado como niño en el contacto con su padre: cuidado incondicional, pero al mismo tiempo, una autoridad incuestionable. Seguramente, «Dios», la Realidad Última que experimentó como amor absoluto hacia él y absoluta atracción sobre él, no era literalmente su padre, pero era para él (y para todas las personas, incluso para toda la creación) como un padre, y él era como su hijo. Él/Ella/Eso lo amaba, él lo sabía con certeza, y lo animaba a amar siempre, sin importar lo que cueste, porque la Realidad Última también es Amor Absoluto. Ese Amor Absoluto no habita en el cielo, sino en el corazón de todo lo que existe, y constantemente lleva a todas las cosas a evolucionar, y nos empuja a los seres humanos a ser más humanos, a ser más amor. Ese Algo, por lo tanto, es un «Tú» absoluto, que nos dice «Tú».

Sólo a condición de que pensemos a Dios de una forma nueva, podemos ser al mismo tiempo verdaderamente fieles a la tradición y a la vez verdaderamente ciudadanos del mundo moderno, e «inculturar» así nuestra fe en él, y de esa forma ser una fuente de curación para ese mismo mundo moderno. Por lo tanto, tendríamos que evitar hablar de «Dios». Porque a los oídos de un mundo occidental que ya no es teísta, ese nombre evoca siempre el Theos tradicional, que niega nuestra autonomía y es, por eso, un semáforo rojo para todo verdadero ateo. Pero nosotros todavía le podemos rezar a «Dios», conscientes de que ese nombre ya no nos significa el Theos pre-moderno, sino un Misterio amoroso, un Algo maravilloso que se revela en cada cosa y en nosotros y cuya imagen más radiante es el modelo de amor de Jesús de Nazaret.

Como hemos dicho, el precio de dejar la imagen tradicional teísta de Dios por una nueva imagen no teísta es alto. Pero lo que parece claro es que tenemos que cambiar de camino y apartarnos de las aparentemente fuertes y fundadas certezas que teníamos; tenemos que aprender a tomar decisiones propias, en lugar de aceptar y hacer lo que nos han ordenado las autoridades religiosas, o lo que todos hagan. Y eso es muy difícil.

4. Una despedida del credo redactado

¿Cuáles son los cambios más necesarios? Para empezar, el credo tiene que ser reformulado de nuevo. Porque al abandonar la imagen teísta de Dios que la tradición cristiana ha heredado de la milenaria historia de la raza humana, la fe moderna ya no puede confesar un credo en el que Jesús es el único Hijo de Dios, nacido antes de todos los siglos del Padre (porqué, ¿cómo podrían saber eso los seres humanos?), que descendió del cielo (porque ya no hay dos pisos, el nuestro y el de Dios, y por lo tanto no se puede pasar de uno a otro), y que se ha levantado de la tumba y ascendió al cielo (porque eso contradice todas las leyes naturales) y regresará a juzgar a todos. Para decirlo brevemente: la confesión de que Jesús es «Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero», que desde el Concilio de Nicea ha sido el pilar central de la fe cristiana, ya no se sostiene.

Hay más motivos que nos fuerzan a dejar el credo formulado en Nicea. En la modernidad cada declaración tiene que demostrar que se sostiene sobre bases controlables, no sólo sobre creencias. Pero, ¿cómo se podría probar que un ser humano es al mismo tiempo el Dios trascendente? ¿Y cómo podría la psicología de un ser humano, que necesariamente es limitado y está marcado por una cultura específica, y que por lo tanto puede estar equivocado, cómo podría ser, al mismo tiempo, el todopoderoso y omnisciente Theos? Además, no debemos olvidar que, durante la primera mitad del primer siglo después de su muerte, Jesús no se consideraba ni se veneraba como Dios. El dogma de Nicea, Jesús Dios verdadero de Dios verdadero, es un desarrollo posterior, resultado de causas históricas, y es, en cierto sentido, una desviación de la fe original.

Pero, ¿por qué deberíamos de cambiar ese dogma de Nicea para que Jesús pueda quedar como el centro de nuestra existencia y la fuente de nuestra salvación? Por la convicción, basada en sus hechos y palabras, de que en él el Amor Absoluto se ha revelado a sí mismo en la forma más expresiva. Ése es sin lugar a dudas, el corazón de nuestra fe cristiana. No deberíamos esperar otro salvador; para nosotros él es nuestro Alfa y Omega. Sólo tenemos que seguirle.

Pero el dogma niceno es sólo uno de los artículos de fe del credo que claramente suponen una imagen teísta de Dios. Hay otros. Primero, el del nacimiento virginal de ese salvador de la humanidad. De hecho, los dos relatos, el de la concepción y el del nacimiento de Jesús, en el evangelio de Mateo y en el de Lucas, niegan el rol paterno explícito que para una concepción es biológicamente necesario. Según ello, la madre de Jesús habría permanecido virgen. Su nacimiento habría sido un caso de partenogénesis. Pero en la familia de los mamíferos, a la cual pertenecemos los seres humanos, la partenogénesis es impensable. Además, la falta de fecundación con semen masculino hubiera dado como consecuencia la imposibilidad de un zigoto con cromosomas XY, que es constitutivo del sexo masculino. El feto en el seno de María tendría un par de cromosomas XX, así que Jesús hubiera sido mujer. Esa conclusión, a la que nos lleva la ciencia moderna, parece blasfema y herética. Pero si rechazamos esa conclusión totalmente científica y confiable, ya no podemos armonizar la fe con la modernidad, lo cual sería catastrófico para ambas partes.

En el caso del nacimiento virginal, encontramos sólo una explicación pre-moderna y pre-científica de una experiencia real. Los seguidores de Jesús habían experimentado que no era como nosotros, egocéntricos, fallidos, decepcionantes… que en aquel caso, había nacido un nuevo y maravilloso tipo de ser humano, una nueva creación, que era pura expresión de Dios. Si un hijo suele llevar las características del padre, en Jesús aparecían mucho menos los rasgos del hombre que lo había procreado, que de Dios mismo. Por lo tanto, al ver al Jesús adulto al que anunciaron, ambos evangelistas adjudicaron esa concepción en una especie de mirada retrospectiva, no a un hombre de carne y hueso, sino a la actividad creadora del Espíritu de Dios, queriendo expresar así que toda la vida de Jesús, desde el principio, estuvo conectada y conducida por el Espíritu de Dios. En la tradición bíblica, el Espíritu o Aliento de Dios es una fuerza creativa que llena de vida el universo y lo renueva y lo empuja hacia su perfección. La plenitud de la vida que los seguidores de Jesús experimentaron en él, es la realidad que subyace bajo la mitología de la concepción sin semen humano. Entendido de esta manera, ese artículo del credo puede ser aceptado por una persona moderna, sea creyente o no creyente.

5. La imposibilidad de la resurrección del cuerpo

Pero este Jesús adulto ¡está muerto hace nada menos que 2.000 años…! ¿Cómo puede ser la fuente de nuestra salvación hoy en día? Porque suponemos que nos puede alcanzar y lo podemos alcanzar. La respuesta tradicional a esa objeción, está basada en la imagen totalmente teísta de un Dios para el cual nada es imposible. Esa respuesta es la resurrección de Jesús: el tercer día después de su muerte, se levantó de la tumba. Pero todo el que ha ido a la escuela, sabe hoy en día que el cerebro humano, después de estar privado de oxigeno por menos de un cuarto de hora, se empieza a dañar y ya no puede organizar ni manejar las funciones del cuerpo humano. Y después de 24 horas se ha reducido irremediablemente a una masa inutilizable de células en descomposición. Por lo que hoy día es impensable que esa persona muerta pueda regresar a la vida: ya no tiene el cerebro que es indispensable. Así como admitir el nacimiento virginal de Jesús, admitir la resurrección del cuerpo es una negación de la verdad científica, y esa negación hace que la integración de la fe a la modernidad sea imposible.

¿Cómo puede resolver el problema la fe moderna en el Amor Absoluto que se expresa en todo lo que existe (o sea, esa fe que ha dejado la imagen teísta de Dios y su mitología)? Por un lado la modernidad, a la que pertenece, no puede admitir el milagro de la resurrección de una persona muerta, y por otro lado, este artículo de fe, junto con el de la divinidad de Jesús, son el corazón de la fe cristiana. Pablo enfatizó esto en 1 Cor 15, declarando varias veces en pocos versículos que sin la resurrección de Jesús la fe cristiana, por mucho que nos pese, colapsa absolutamente.

La fe moderna soluciona este antagonismo en igual forma que el problema de la naturaleza divina de Jesús, a saber, buscando la experiencia que se esconde detrás de esta fórmula. Esta fórmula muestra claramente la influencia de la época en la que fue elaborada, y por tanto, no es una fórmula inmutable, al margen del tiempo, sino que puede ser reemplazada si es necesario –y ahora lo es– cuando los tiempos cambian profundamente. ¿Qué experiencias subyacen a la base de la imagen de la resurrección? Subyace la experiencia del pueblo judío de ser objeto del eterno cuidado del Poder trascendente, que ellos llamaban Yahvé, y su promesa de dar vida a sus fieles. Incluso hablaban de la Alianza entre Yahvé y ellos. Los profetas, inspiradamente, se atrevían incluso a hablar de una historia de amor, de un matrimonio. Estas imágenes expresaban su certeza –basada en la experiencia– de que Yahvé premiaba a sus fieles con la felicidad. Pero la cruel persecución de su la fe judía en el siglo II a.C. por Antíoco Epifanio les mostró que la fidelidad a Yahvé, en lugar de traer vida, les podía traer tortura y muerte. Su fe inquebrantable en Yahvé les dio la confianza de que les daría otra forma de vida a las víctimas. Pero como en la cultura judía no existía el concepto del ser humano como un alma inmortal en un cuerpo mortal, sino como una unidad, la persona completa tenía que tener una nueva oportunidad. La nueva vida de la víctima, tendría que ser corporal y terrenal, y como los judíos no cremaban a sus muertos, sino que los enterraban en la tierra, como si quedaran ahí dormidos, surgió la idea de que Yahvé un día los despertaría y ellos se levantarían. Y así nació la idea de la resurrección.

Pero esta idea supone que aceptamos como válidas y eternas una serie de convicciones y costumbres históricas, como el concepto judío del ser humano, que difiere del concepto dualista del helenismo (que también es histórico), y la manera judía de enterrar, y sobre todo, toda su imagen pre-moderna teísta de Dios. Porque sin Dios –para el cual nada es imposible–, el regreso a la vida de un muerto y del cuerpo en descomposición, es impensable. Si no nos despedimos de esa imagen de Dios, nunca seremos capaces de reemplazar el concepto de resurrección por uno más accesible a la modernidad.

6. Un planteamiento moderno de la llamada resurrección de Jesús

Un acercamiento a una imagen de Dios no teísta, que hace posible hablar de una forma moderna del evento que la tradición bíblica ha llamado resurrección, ya lo hemos hecho más arriba. Resumiendo brevemente: Dios es el Amor Absoluto, cuya auto-expresión es el cosmos. Esta auto-expresión culmina en el amor gratuito que emerge en la especie humana y sobre todo en Jesús. Porque al amar hasta el límite y abandonar todo por el amor, hasta la propia vida, Jesús se convirtió totalmente en uno con el Amor Eterno, y participa totalmente de su poder creativo. Y, por lo tanto, así como podemos decir que Dios vive sin medida y es la Fuerte de toda vida, también podemos decir que Jesús vive, no ya biológicamente, sino existencialmente. Que lo podemos alcanzar, que nos puede alcanzar, y que nos permite participar de su plenitud. Ésa es la forma moderna de contestar a la pregunta del principio, de cómo una persona que está muerta desde hace 2.000 años todavía puede afectarnos hoy en día y nos puede inspirar y mover y puede ser nuestro salvador.

Por tanto, hemos que tener cuidado al reemplazar la fórmula teísta de la «resurrección» por ejemplo por aquella de logro o conquista, o por la de una transición final al Amor Absoluto, o la de llegar a ser uno con Dios, incluso por la idea de la vida eterna, eterna en términos de tiempo infinito, como vida sin muerte; vida eterna, en este caso, significa: vida alcanzada, vida cumplida, que comparte la esencia inimaginable del Amor Absoluto.

Pero 2.000 años de tradición, y 1.500 años de repetición en nuestras iglesias de la expresión «resurrección», tomada literalmente, han causado la ilusión de que ésta es la descripción exacta de lo que le pasó a Jesús en (o después de) su muerte. Para muchos cristianos, aunque digamos en otras palabras el viejo término de resurrección, será muy difícil aceptar esta nueva forma de hablar. Seguramente es mucho más abstracto que eso de la resurrección corporal de Jesús, con su emotiva historia de las apariciones. Entonces, ¿qué podemos contestar cuando nos preguntan, qué ganamos al hablar en los nuevos términos? Responderemos que esta nueva forma de expresarnos hace que nuestro mensaje cristiano ya no resulte inaccesible para todos nuestros hermanos y hermanas contemporáneos que están aunque sea un poco familiarizados con la ciencia.

Pero si la resurrección es sólo una palabra mitológica para expresar los efectos revitalizadores del amor, Jesús no puede ser el único que haya resurgido… De todo ser humano podemos decir que, según el grado de su amor, vence la muerte, resurge de ella. En esta afirmación nos encontramos con san Pablo, en su carta a los Romanos 9,28: «Porque pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra sobre la tierra». Cuanto más nos dejamos influenciar por él, más participamos desde ahora de la plenitud de la vida que, en términos mitológicos e incluso ambiguos, llamábamos resurrección.

Así, parece más clara la conexión íntima que Pablo en 1 Cor 15 enfatiza tan fuertemente entre la resurrección de Jesús y la de los fieles. Si Jesús no ha resucitado –repite varias veces en esos pocos versos–, entonces tampoco nosotros, y si no resucitamos, tampoco él. Por lo tanto, puede llamar al Jesús resucitado el primogénito entre muchos hermanos y hermanas. Él es el primogénito, porque su amor supera, con mucho, el amor de todos nosotros, pero todos tomamos parte de su unidad con el Amor Primero, según el grado de nuestro amor. Cuando él ama y vive de forma trascendente, nosotros también lo hacemos, a medida de nuestra humana insuficiencia.

7. …y la resurrección de los muertos

Todo esto se aplica, en primer lugar, a todos los que llamamos «santos». Venerarlos significa sin duda reconocer que están vivos y son inspiradores y, por lo tanto, resucitados, sin la más mínima idea de una tumba vacía. Su «resurrección» es el fruto de su unidad con el Jesús vivo, de haber tenido parte en su actitud y en su mente. Siempre hemos sabido que viven más allá de su muerte, que siguen viviendo, superan su muerte. Porque nunca hemos venerado su alma; incluso, cuando peregrinamos a sus tumbas, donde sus cuerpos están enterrados, los veneramos a ellos mismos. Y cuando un santo se aparece (de María se dice que ha aparecido varias veces y en varios lugares) aquellos que lo/la han visto, nunca han dudado de haber visto al santo y no a su alma.

Pero lo que aplica para los santos, aplica también para todos los que se han dejado guiar por el amor. Porque el Amor Primordial que es Dios nos impulsa a amar a nuestros semejantes. Los santos se distinguieron de los cristianos comunes, más por eso, que por sus largas oraciones o sus penitencias o sus experiencias místicas: porque respondieron en alto grado al impulso de Dios que los orientó hacia sus semejantes. Pero como todo el mundo se deja mover, aunque sea un poco, a amar a sus semejantes, en algún grado, todos «nos levantamos de la muerte», o sea, sobrevivimos a la muerte.

Pero para ser movido por el amor no es necesario ni siquiera conocer a Jesús y su mensaje; aunque conocerlo, sentirse atraído por él y seguirlo, es una valiosa ayuda para crecer en el amor. Sin duda, también fuera del contexto cristiano conocemos hombres y mujeres que son una maravilla de amor desinteresado. Como de muchos santos cristianos, también de las personas que viven de esa manera podemos decir que, con su muerte, experimentan la resurrección. En el caso de sabios como Sócrates, Buda, Konfu-tse, Lao-Tse… su influencia curativa y renovadora a través de la historia humana está a la vista de todos. De la gente muerta no brota la vida, la inspiración, la renovación, como brota de ellos. Pero como han vivido fuera de las tradiciones cristianas y sus representaciones, no hablamos fácilmente de resurrección… Estamos equivocados. No deberíamos limitar la resurrección (no entendida de forma mitológica, sino como ese volverse uno con el Amor Primordial y Eterno) a la parte cristiana de la humanidad, porque comparados con la totalidad de la humanidad, en tiempo y espacio, los cristianos son sólo una insignificante minoría. Sin duda, limitar la «resurrección» a esa minoría representaría a Dios como un gobernante que discrimina, y contradeciría nuestra propia confesión de fe,  que confiesa y proclama que Él es un amor infinito.

Esta mirada también ilumina el último artículo de fe del credo: la resurrección de los muertos y la vida eterna. Para la gente moderna esta idea es asombrosa y casi ridícula. Los miles de millones de personas que se han descompuesto en sus moléculas y átomos, de repente, tendrían que ser recompuestas y levantarse, vivir bien, en carne y hueso, piel y pelo. Así lo ha pensado siempre Iglesia tradicional. Los famosos frescos de Luca Signorelli en la catedral de Orvieto son una ilustración muy colorida de esta creencia imposible. Dónde y cómo esos miles de millones de personas se pueden juntar para ser juzgados, es otro problema insoluble. Aquí vemos cómo llegamos a un callejón sin salida si tomamos literalmente la descripción de la Biblia que ha inspirado el credo. Pero todas estas ideas desconcertantes proceden de la creencia en un Theos, para el cual nada es imposible. Por sus frutos uno puede juzgar la calidad del árbol.

Pero si entendemos la resurrección de forma moderna como un vivir a través de la muerte en la medida de nuestro amor, que es la misma medida de nuestra participación en el Amor Absoluto, desaparece ese callejón sin salida y la consiguiente irritación y enojo. Porque entonces todos vivimos a través de la muerte, más o menos, según el desarrollo del divino germen de amor en profundidad. Y la resurrección de la muerte es lo mismo que la vida eterna, las palabras finales del artículo del credo.

Si entendemos la resurrección en esta forma moderna, otra dos creencias mitológicas del credo aparecen en una luz nueva, y para el creyente moderno cobran sentido. El cielo, usado en la Biblia como una palabra reverencial para sustituir la palabra «Dios» y evitar usar el nombre sagrado, la ascensión de Jesús al cielo (que desde el primer Sputnik es ridícula) viene a significar algo idéntico a quedar inmerso en el Amor Absoluto. Por otro lado su venida para juzgar, el Juicio Final, que desde la Edad Media ha sido una fuente de terror y pánico (como se testimonia en el Dies Irae), se puede entender fácilmente como su aparición en el mundo a través de la comunidad que guía su vida inspirada por Él. Esta forma de vida hace claramente visible lo que es bueno y lo que es malo, y se pronuncia en este sentido continuamente no como una condena o un veredicto, sino como un juicio luminoso.

8. Consecuencias de la doctrina de la Iglesia

Hasta aquí el credo. Pero toda la doctrina de la Iglesia se basa en el pensamiento teísta. Por eso, toda ella debería de ser examinada, y su mayor parte parecerá anticuada y exigirá una reformulación moderna. Debido al tamaño limitado de este artículo, podemos hacerlo sólo de algunas aseveraciones y convicciones de esta doctrina. Sólo vamos a tratar unos pocos puntos.

1. El dogma mariano y la confesión de la Trinidad. Para empezar, las afirmaciones y las tradiciones que fluyen directamente del dogma niceno de que Jesús es «Dios verdadero de Dios verdadero» dejan de tener sentido. En consecuencia, tenemos que dejar de llamar a María «la Madre de Dios». Ella es, sencillamente, la madre de Jesús de Nazaret. Pero con el abandono de este primer dogma mariano se colapsa también el de la concepción sin pecado original promulgado en 1854, y el de su resurrección corporal y su asunción al cielo, promulgado en 1950. Estos dogmas no se pueden reemplazar por una formulación moderna. Su contenido es demasiado pre-moderno.

También, la doctrina de la Trinidad, como se entiende comúnmente –lo que significa: comúnmente malentendida y malinterpretada como la confesión de tres Dioses iguales–, ya no se puede sostener. Para dejarlo claro: en una visión moderna del mundo, permanece inalterada la confesión de Dios como Creador del cielo y de la tierra, entendido como el Amor Absoluto, que en el curso de la evolución cósmica se expresa y se revela progresivamente, primero en la materia, luego en la vida, luego en la consciencia, y luego en la inteligencia humana, y finalmente, como el amor total y desinteresado de Jesús y en aquellos en los que vive Jesús. Además, la confesión de Jesús como su más perfecta auto-expresión. Y finalmente, la comprensión del Espíritu como una actividad vivificante de ese Amor Absoluto.

2. La Biblia como un libro con «las palabras de Dios». Hay mucho más que debemos de cambiar, si nos queremos despegar del teísmo y, por tanto, de su forma organizada: la religión. Primero nuestra actitud hacia la Biblia. Porque todas las afirmaciones del credo se basan en la Biblia. Pero la fe en los libros sagrados, que supuestamente vienen de Dios el altísimo y por tanto se consideran infalibles y obligantes, es un rasgo típico de las religiones. La Iglesia también considera que la Biblia es un libro de revelaciones sobrenaturales, y la llama «Palabra de Dios». Como creyentes, los cristianos que pertenecemos a la modernidad necesitamos un nuevo acercamiento a ese «libro sagrado». Porque ya no podemos llamar a la Biblia «Palabra de Dios». ¿Por qué no?

Porque las palabras son el resultado del hablar humano, y ya no podemos decir que la Realidad Última habla. Un Dios que habla es un ser totalmente antropomórfico. Sin duda, para ser capaz de hablar uno necesita una fisiología con pulmones, cuerdas vocales, lengua, boca, etc. Además, supone un sistema de lenguaje humano, y cualquier sistema semejante, depende de convenciones humanas. Atribuirle todo eso a Dios, es sacarlo de su absoluta trascendencia. ¿Por qué la Iglesia primitiva pensó en ello? Porque estaba constituida por judíos, y ellos consideran a la Biblia como una colección de palabras que Yahvé les comunicó o incluso les dictó a Moisés y a los profetas. Debido a que pertenecemos a la modernidad, nosotros ya no podemos pensar como ellos lo hacían. Por otra parte, la conducta de los musulmanes y los judíos ortodoxos, que todavía así consideran a sus libros sagrados y los citan para justificar actos inhumanos, muestra muy claramente los problemas que puede causar esa creencia.

Como fieles modernos, nosotros ya no podemos decir que Dios habla; sólo podemos decir que el Amor Absoluto se expresa, porque ésa es la forma moderna de entender la creación: como auto-expresión del ser del cosmos en evolución, que culmina en el ser humano, y finalmente en Jesús. Por lo tanto, la Biblia, para nosotros, no es un libro de palabras escuchadas a un Theos en las alturas, y ya no sirve para ser base absolutamente segura de una afirmación doctrinal, o respaldo de nuestras ideas personales, y no tiene ningún sentido sopesarlas y discutirlas palabra por palabra

Entonces, ¿qué es la Biblia para los fieles modernos? Un libro de palabras humanas, pero en el cual autores dotados con una capacidad mística han tratado de expresar sus intensas experiencias del Asombroso trascendente. Porque eso Asombroso continuamente se expresa en el cosmos y especialmente en aquellas mentes humanas que son receptivas a él. Pero la mente humana siempre trabaja con las limitaciones personales y culturales, y éstas se adhieren a sus palabras y son una fuente de deficiencias y también de errores. Por esta mezcla de inspiración divina y de deficiencias humanas, y a causa de la profunda brecha cultural entre los autores y los lectores modernos, y porque frecuentemente surgen malinterpretaciones de esa brecha, tenemos que leer la Biblia con una mente crítica. Uno la puede comparar con una mina de oro, porque lo es: toneladas de piedra inútil y arena, donde a veces encontramos onzas de oro. Eso mismo ocurre con la Biblia. Gracias a este oro, y a pesar de las toneladas de arena, para nosotros, sigue siendo sagrada. Al mismo tiempo ella es la referencia para entender lo que todavía está dentro de nuestra visión cristiana y lo que ya está fuera de ella (esto se aplica en primer lugar al Nuevo Testamento).

3. Los diez mandamientos. La tercera consecuencia de abandonar el teísmo y la religión es la despedida de los Diez Mandamientos. Si Theos, ese legislador celestial y juez castigador (o premiador) desaparece, entonces también desaparecen con él sus mandamientos, los diez bíblicos (los judíos tienen 318) que en realidad engloban la experiencia ética del pueblo judío, y aquellos formulados por la Iglesia que se refieren a ese Theos. Esta ley ética necesita ser reemplazada totalmente. Hasta Nietzsche, en su parábola del tonto que profetizaba el colapso total de la cultura occidental como consecuencia de la «muerte de Dios», vio esa urgente necesidad.

¿Qué tomará el lugar de esa ley ética? La ética del amor. Porque la Realidad Última nos empuja al amor, y este empuje es el verdadero imperativo absoluto. En esta ética el bien ya no es lo que manda alguna ley, sino lo que nace del amor y en la medida en que nace del amor. Esta nueva ética coincide en gran parte con la vieja, porque aquellos preceptos también procedieron del impulso de la evolución cósmica, que en sí misma es pura auto-expresión progresiva del Amor Absoluto. Este impulso evolutivo siempre activo explica el progreso ético hacia la humanización. Son muestras de ese progreso, por ejemplo, la prohibición de la esclavitud, de la tortura, de la opresión, la proclamación de los derechos humanos absolutos de la persona, la democracia, la igualdad de los sexos, la tolerancia, y todas las formas de progreso ético, aceptadas –aunque renuentemente– por los líderes de la Iglesia de Roma.

Pero la nueva ética diferirá claramente de la ética tradicional de la Iglesia en la sexualidad. Ésta ha sido formulada e impuesta por célibes, que consideran un tabú cualquier lujuria sexual fuera del matrimonio sacramental, y muchas formas de ella dentro del matrimonio. En la nueva ética la norma a observar ya no es la ley, trabajo de los seres humanos que adscriben sus decisiones arbitrariamente al supuesto deseo de Theos. Ahora es el amor desinteresado. Esto, por supuesto, tiene consecuencias importantes para la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales y para el volverse a casar. El próximo Sínodo Obispos en Roma, mostrará cuán preparados están los líderes de la Iglesia para dar la bienvenida a esta nueva ética.

4. El poder eclesiástico, estructura o jerarquía. Una cuarta consecuencia de abandonar el teísmo y por lo tanto la religión, es, necesariamente, la despedida de la jerarquía eclesiástica. Sin duda, la nueva imagen de Dios significa el fin de toda institución que justifique sus ideas como un mandato de Theos, un Dios en las alturas. En la modernidad, la autoridad ya no baja un poder invisible, porque ya no existe tal poder. De todas formas, ¿cómo puede alguien probar que el mandato que dice venir del Theos no es falso? En la visión de la fe moderna, la autoridad surge ahora de la profundidad de la realidad humana, en la cual el Amor Original se expresa y se revela a sí mismo. Eso significa que ningún Papa u obispo puede reclamar, más que cualquier fiel, el derecho a enseñar y a gobernar, el llamado Magisterio eclesiástico. Porque, ¿de dónde obtendrían ellos el magisterio? Los textos del Nuevo Testamento que citan para sostener su postura no ayudan, porque esos textos ya no son la infalible «palabra de Dios», sino que expresan sólo honestos puntos de vista de creyentes pre-modernos, para los que todo venía de lo alto.

Pero, ¿no será que la despedida de la jerarquía y de su Magisterio, nos llevará necesariamente a la arbitrariedad y al caos? Por ningún motivo. Porque cada comunidad humana –seguramente también aquella que nació de la radiación del Jesús resucitado–, produce espontáneamente las estructuras que necesita, y también la indispensable estructura de autoridad. Quienes ejercen el poder en la comunidad, reciben ese mandato de la comunidad, en la cual el Espíritu creativo trabaja, y ya no de un Dios imaginario en las alturas, que a través de su Hijo, de los papas y de la curia, haría que parte de su poder descienda sobre los jerarcas. Y éstos reservaban ese poder sólo para sus semejantes masculinos, la mitad de la humanidad. En esta nueva visión no hay razón para la desigualdad. Por eso, ya no es significativo si la persona que es investida de autoridad por la comunidad es hombre o mujer. Y apelar a la Biblia (que por cierto no se pronuncia sobre ese tema) para oponerse a esta igualdad, es inútil, porque la Biblia no es un libro de oráculos divinos, sino que depende de la cultura en la que vivieron los autores, y en esa cultura la mujer no tenía casi ningún papel.

5. El final del sacerdocio. Con la jerarquía pre-moderna, desaparece también el sacerdocio. Los sacerdotes pertenecen al mundo de las religiones, donde se les ha visto siempre y se les ha venerado como mediadores indispensables entre los dioses, o Dios, y la humanidad. Pero para los fieles modernos, ya no hay necesidad de estos mediadores, porque Dios es el Amor Absoluto que se expresa en todas las cosas, sobre todo, en nosotros los seres humanos. Y si hubiera esa necesidad, tenemos a Jesús, y no necesitamos más mediadores. Los sacerdotes ejercen su función como mediadores principalmente haciendo sacrificios y las ofrendas que los creyentes les llevan. Pero los sacrificios hacen de Dios, inconscientemente, una caricatura, como veremos en el inciso 6, donde la crítica al sacrificio cultual se elabora un poco más. De todas formas, la comunidad que surgió en torno a Jesús, durante los primeros dos siglos no tuvo ni sacrificios ni sacerdotes. Ambos no aparecieron hasta el tercer siglo, cuando la Iglesia trató de legitimar su existencia presentándose como una religión. Porque mientras que el judaísmo fue aceptado como una religión en el Imperio Romano, el cristianismo fue considerado como una asociación ilegal, o un club, o una especie de círculo filosófico, porque no tenía ni sacrificios ni sacerdotes.

Pero cuando Dios ya no es Theos en las alturas, sin duda ya no hay la necesidad de sacerdotes. Más aún, la nueva imagen de Dios aleja la idea –de la que está lleno el cristianismo del pasado– de que ese Dios en las alturas debería, por medio de sus representantes humanos, los papas y obispos, seleccionar y nombrar hombres (nunca mujeres) y capacitarlos con un poder mágico, que ningún ser humano posee, para cambiar con una fórmula mágica el pan en cuerpo humano y el vino en sangre humana.

Por lo tanto, una imagen de Dios accesible para la modernidad, no tiene lugar para las llamadas consagraciones u ordenaciones de sacerdotes, que elevarían a los hombres (nunca a las mujeres) a un nivel que para los otros seres humanos es inaccesible. Así que, en lugar de sacerdotes, los fieles modernos sólo hablan de líderes comunitarios, hombres o mujeres indistintamente, una especie de jueces capaces de animar la fe en Jesús y, a través de él, en Dios, y por lo tanto, escogidos y elegidos por la comunidad.

6. El fin, no de los rituales religiosos, sino de los sacramentos. Esta afirmación provocará algunos gritos de protesta. Pero es la consecuencia inevitable de la nueva imagen de Dios y la despedida de la religión. Los sacramentos sin duda, son rituales en los que se creía que Dios en las alturas interviene curando y bendiciendo. De esta curación y bendición, es cierto, no vemos ni sentimos nada, pero tenemos que creer que sucede, y sucede sólo si se siguen un número de prescripciones. Pero si no existe dicho Dios en las alturas, por supuesto nada va a pasar. Ésta es una mala noticia para nuestra Iglesia católica romana, que otorga a los sacramentos el lugar central de la vida cristiana y sostiene que nuestra salvación eterna depende de ellos.

Por supuesto, los seres humanos necesitan rituales (los chimpancés y los bonobo también) porque necesitan encontrar la profundidad sagrada de la realidad cotidiana. Y los rituales lo logran, sólo porque no sirven como medio para obtener algún propósito práctico, no son útiles; la categoría de útiles corresponde sólo a la superficie de la vida. Así, todas las culturas han desarrollado espontáneamente sus propios rituales, religiosos y de otros tipos. La Iglesia también ha desarrollado rituales. Los llama sacramentalia. Siete de éstos se llaman sacramentos.

Estos sacramentos empezaron como rituales de la Iglesia con un rico contenido simbólico. Por ejemplo, el bautismo, originalmente era un baño que evocaba el renacimiento, la renovación. Pero gradualmente han perdido su expresividad simbólica. La culpa es del error de la teología pre-moderna que decía que la única cosa importante en el sacramento es la intervención de Dios de las alturas con su gracia salvífica, y no lo que nosotros, seres humanos sin importancia, hacemos. Así los ritos sacramentales se han reducido, poco a poco, a un mínimo absoluto que era requerido para que Theos pudiera entrar en acción. El baño bautismal se volvió un poco de agua sobre la cabeza del bebé, el pan se volvió una hostia delgada como un papel, que difícilmente se puede llamar pan. Así, los sacramentos se volvieron sólo una señal dirigida al cielo para que abriera sus puertas santas.

Entonces, ¿qué podrá remplazar con ventaja esas señales, que parecen desprovistas de razón, como simples disparadores de la intervención sanadora de Dios en las alturas? Nuevos rituales pueden enriquecer, iluminar, curar, no por una divina intervención desde afuera, sino fomentando con su propia fuerza simbólica nuestra humanización. La nueva imagen de Dios necesita entonces de la creación de nuevos ritos, o una renovación de los existentes, para crear así una nueva liturgia, lo que trataremos en el punto 8.

7. El fin del sacrificio de la Misa. Esa nueva imagen de Dios también significa la despedida del llamado sacrificio de la Misa y de todo lo que en la liturgia de la Misa recuerda la idea del sacrificio. Y eso es mucho. Seguramente, Roma prohíbe explícitamente la negación del carácter sacrificial de la Misa y la alteración de cualquier palabra escrita en los textos. No importa, tenemos que buscar incondicionalmente otro concepto y otros textos. Además, el concepto del sacrificio cultual supone un Dios antropomórfico, cuyos favores, como las autoridades humanas, uno se tiene que ganar con la ayuda de regalos. En la vida social y en la política estos intentos son rechazados y aun condenados, como soborno y corrupción. Los sacrificios son el equivalente religioso de los sobornos.

Pero si dejamos de sobornar al Dios en las alturas y decimos adiós a la interpretación tradicional de la Eucaristía como sacrificio, ¿con qué otra y mejor explicación la podemos sustituir? ¿En qué se convierte la Misa a la luz de la nueva imagen de Dios? Se vuelve una memoria ritual, inspiradora, del gesto simbólico con el cual Jesús, como símbolo de despedida, con la ayuda del pan y del vino, dejó claro su deseo de alimentar a sus discípulos con lo mejor de sí mismo. Esta memoria ritual debería de ser un llamado para hacer en la vida diaria, lo que Jesús hizo en la Última Cena, esto es, estar ahí para sus compañeros, volverse como pan y vino para ellos.

Toda la doctrina mágica de la transubstanciación que se desarrolló en la Edad Media también tiene que ser descartada, porque sólo se sostiene si uno cree que existe un Dios en las alturas, que en el momento en que el sacerdote pronuncia unas palabras mágicas, interviene milagrosamente para cambiar la naturaleza de las cosas. Si algo realmente cambia, no es el pan, porque sigue siendo pan, sino el significado que le damos al pan. Antes, sólo era comida que estaba en la panadería y podía ser comprada; ahora los fieles lo convierten en un símbolo de la presencia de Jesús en la comunidad, que a través de ese símbolo llama a todos sus miembros a ser y a hacer lo que él es y hace. Él está presente ahí de dos formas: está realmente presente en el corazón de la comunidad de los fieles, porque la fe en él –y a través de él en Dios–, significa una unidad real con él; y está simbólicamente presente en el pan y en el vino. Pero una presencia simbólica también es un tipo de presencia real. Porque lo que no es real, tampoco existe.

8. El fin de la liturgia como un conjunto de reglas de protocolo. Como se ha dicho, la nueva imagen de Dios, exige una nueva liturgia –y no sólo de la Eucaristía–. La liturgia actual es una especie de protocolo, que inconscientemente copia el protocolo que en las épocas pasadas (también, en cierta medida, todavía hoy en día) se debe observar, si uno se acerca a un rey o a un papa. Como si Dios fuera un rey sentado en un trono en el cielo y hubiera diseñado esas reglas litúrgicas. Ese protocolo prescribe meticulosamente lo que el sacerdote que celebra tiene que presentar para que aparezca delante de Dios, cuáles textos tiene que leer en voz alta, cuáles oraciones tiene que decir, qué gestos tiene que hacer, cómo doblar las manos o levantarlas hacia el cielo, o cómo arrodillarse o inclinarse para mojar los dedos, cómo balancear el incensario, etc. Y cuándo se tiene que hacer exactamente cada cosa.

En la creencia pre-moderna este protocolo es considerado como la expresión de la Voluntad Divina, y uno se siente agobiado de culpa si no lo observa meticulosamente. Pero a la luz de la nueva imagen de Dios como el Absoluto Amor que todo lo penetra, pierde su sentido. ¿Con qué lo tendríamos que sustituir? Con reuniones de oración de los fieles en las cuales ellos (o el presidente de la reunión) traten de expresar lo mejor posible, su unión con Jesús y a través de él con Dios. Y lo deberían de hacer con las palabras, imágenes y gestos de su propia época, y no ya con aquellos de la Edad Media, como es el caso de la liturgia pre-moderna. Y en la casa de personas mayores deberían  de hacerlo con otras palabras y formas que en el caso de un grupo de jóvenes. Y en el África negra, con otras que las que se usan en Roma.

9. El fin de la petición y de la intercesión. La nueva imagen de Dios significa también despedirse de la oración de petición. Porque el Amor Absoluto de ninguna manera es un gobernante omnipotente y antropomórfico, alguien que se mueve con súplicas, para intervenir en el curso de los asuntos del mundo, lo que significaría cambiar por un breve momento las leyes naturales inflexibles. Y si no puede intervenir, no tiene sentido invocar su ayuda. Que Jesús nos exhorte a implorar a Dios, sólo prueba que él también pertenecía a una mundo pre-moderno, en el cual todos pensaban que Dios podía intervenir a su antojo, y no sabían que esto significaría el colapso del universo. La única forma de súplica que tiene sentido, es rezar para que nuestro amor crezca. Entonces el Amor Absoluto es el que nos inspira este deseo, y si respondemos a ese impulso rezando por una mayor capacidad de amar, haremos que este amor nos inunde.

La despedida de la oración de petición significa también dejar de invocar la intercesión de los santos. Porque invocarlos significaría tratar de pedirles que persuadan al gobernante divino, que ya sabemos que no somos quiénes para poder hacerlo. La invocación de los santos es algo muy humano, pero es una caricatura del Amor Absoluto, porque Él/Ella/Eso, para nosotros, no es un gobernante inaccesible al que nos podemos acercar sólo por medio de intercesores… Es interesante saber que hasta el final del primer milenio la oración oficial de la Iglesia no mencionaba la intercesión de los santos.

Entonces, ¿qué reemplazará esa praxis humana de la oración de súplica, con o sin intercesor, que proviene de tiempos inmemoriales, cuando los seres humanos se sentían confrontados con poderes invisibles a los que temían y a los que, al mismo tiempo, les pedían ayuda, cuando todavía no entendían los problemas? Una espiritualidad del abandono, nacida de la conciencia que el Amor Absoluto, nos urge a una mayor humanización, y que no tenemos nada más que hacer que seguir nuestro impulso. La oración de súplica sólo tiene sentido si nace de nuestra necesidad esencial, nuestra falta de amor, y no es una búsqueda de cosas accidentales o transitorias, sino un deseo de que el Amor, que es Dios mismo, nos pueda llenar más y más. Porque entonces, es el Espíritu mismo que le grita a Dios en nosotros, como Pablo dice en Rm 8,26.

10. La decadencia de la llamada dimensión vertical de la fe. Esa nueva imagen de Dios significa la caída del énfasis tradicional dado a la piedad y a la obediencia. Ese énfasis sugiere muy claramente que uno ve a Dios como un soberano en las alturas, una visión que marca el cristianismo pre-moderno. ¿Con qué lo deberíamos de reemplazar? Con el énfasis en la dimensión horizontal, esto es, el cuidado, el servicio y el compromiso generoso por una sociedad más humana, lo que Jesús llamó Reino de Dios. Entonces Dios, el Amor Absoluto no podrá más que empujar el cosmos, que es la expresión de sí mismo, hacia una mayor evolución, hacia más amor… y esto no hará sino retroalimentar la plenitud del amor. Él empuja a los seres humanos hacia la meta pidiéndonos que dejemos el ego y nos unamos con los demás seres humanos.

Por eso, la tarea esencial de un cristiano consiste en el compromiso hacia la humanidad y el cosmos, la llamada diaconía, mucho más que en la liturgia. Jesús mismo nos hizo saber que la reconciliación con el «hermano» tiene prioridad sobre el hacer sacrificios, y que no está de acuerdo con los que claman «Señor, Señor», sino con aquellos que hacen la voluntad de su Padre. Y la voluntad del Padre es lo que aquí hemos definido como el Amor Absoluto.

9. Conclusión

¿Qué es lo que queda después del monumento milenario católico, si uno abandona el Theos y de hecho se convierte en un fiel «a-teo»? No tengan duda: queda la esencia. Y esa esencia no es la definición del credo, no es un libro con palabras infalibles de Dios, no son los diez mandamientos, no es una jerarquía autocrática, no son los sacramentos y el sacerdocio, o la misa y los rituales de la liturgia, no es la oración de petición ni la obediencia a las reglas de la iglesia. Es la conciencia de que participamos en un cosmos que es la autoexpresión, continuamente en movimiento evolutivo, del Espíritu creativo, que es Amor, junto con el deseo de movernos hacia ese Amor, siguiendo a Jesús, que conocemos como el eternamente vivo, porque es y era totalmente amoroso. Para alguien que piense así, por supuesto, es difícil sentirse cómodo, como en casa, en la vida diaria de una Iglesia pre-moderna, con sus conceptos y usos de formas de piedad. Pero esa persona no debería dejar la comunidad. Debería de considerar que la forma de fe pre-moderna ha sido un camino para innumerables cristianos y para una muy grande parte de la humanidad hacia una profunda unión con el Amor Absoluto. Y continúa siendo un camino para todos nuestros amigos cristianos que todavía no ven que los tiempos han cambiado.

Al principio parece que la fe y la modernidad se excluyen. Pero no sólo no lo hacen, sino que se complementan y enriquecen uno a otra. La fe cristiana enriquece la modernidad liberándola de su ceguera frente a una Realidad que nos trasciende totalmente a la vez que nos abraza. Sin esa intuición la confesión humanista del valor absoluto de la persona humana y de los derechos humanos pierden su fundamento indispensable. Porque sin un Amor Absoluto, creativo, que impulsa al cosmos y a la humanidad a una mayor evolución, la raza humana es sólo una rama de la familia de mamíferos un poco más evolucionada y no tiene ningún valor absoluto. Esa evolución de homo sapiens sería sólo el resultado accidental de una mutación ciega y de la selección natural durante largos períodos astronómicos. Además, la persona humana con sus derechos inviolables sería sólo el resultado de la evolución orgánica de un zigoto que, con la visión humanista moderna, no tiene ningún derecho. ¿De dónde vendría entonces ese valor absoluto?

Por otro lado, la modernidad enriquece nuestra fe y la complementa, liberándola de la imagen antropomórfica de Theos en lo alto del cielo que ha heredado de las generaciones prehistóricas, y que  todavía no se arriesga a abandonar, aunque no era más que resultado de pura ignorancia. Esa imagen, en realidad, ha siso una mampara entre nosotros y el Amor Absoluto. En el mejor de los casos es un dedo que apunta a Él/Ella/Eso. Y tenemos que mirar hacia la Realidad Última, y no a ese dedo. Además, si el cosmos es una auto-expresión del Misterio que es Dios, entonces yo también pertenezco a esa auto-expresión y Dios se vuelve inconcebiblemente cercano a mí, se vuelve más profundo que mi realidad más profunda. Y así, lo puedo encontrar –y ésa es mi más profunda necesidad– siempre y en todas partes. Al mismo tiempo, la modernidad purifica la fe tradicional de la intolerancia, del deseo de poder, del fanatismo, de las supersticiones, las ilusiones y los miedos que proliferan en todas las religiones. Enriquece la fe con su insistencia en lo existencial, lo intramundano, lo racional, lo real.

La modernidad y la fe sin duda van juntas, y es bueno que así sea, porque se necesitan mucho mutuamente.

Biblia, Espiritualidad ,

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