“Entre el sacrificio y la esperanza”, por Carlos Osma
Cuando los primeros rayos de sol rompieron la oscuridad en la que vivía empezó a caminar para satisfacer la voluntad divina. Estaba decidido a entregarlo todo y acabar con lo que más quería, lo que le hacía feliz, lo que en realidad era. El mismo dios se lo pedía, se lo ordenaba, y aunque podría haberse negado no tuvo coraje para hacerlo. ¿Quién pude enfrentarse a un dios que lo exige todo? ¿Quién puede huir de un dios sediento de sangre? Más que una petición, había recibido una orden, y se sintió incapaz de escapar a otro mundo en el que la divinidad respetase el amor que sentía. Por eso no hubo fe en su decisión, no hubo una voluntad libre que optó por confiar. Se levantó, sí, y se puso a andar, pero resignado y atemorizado.
Mientras caminaba cabizbajo junto a sus dos siervos y un asno cargado de esperanzas rotas, recordó el día en el que Dios le invitó a mirar al cielo para contar sus sueños. El día en el que le llamó para que dejase atrás lo que se esperaba de él y se dirigiese hacia lo imposible. Se preguntaba una y otra vez donde había perdido a aquel Dios que no quería sangre, ni sacrificios humanos, ni dolor; aquel Dios que le llamaba únicamente a confiar, a creer, a tener fe, y a caminar felizmente hacia la promesa. Si cerraba los ojos e intentaba evadirse de lo que estaba viviendo ahora, todavía resonaban suavemente en su interior las palabras: “Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra[1]”.
Cuando su deseo, su esperanza y su vida, le preguntó qué quería ofrecerle a Dios, levantó la cabeza y le miró a los ojos. Y en aquellas pupilas se descubrió derrotado, sometido y humillado… así que no supo que contestarle y le mintió: “Dios proveerá el cordero para el holocausto”. Sabía que estaba a punto de renunciar a lo irrenunciable, de cometer un acto contranatura, de acabar con el amor que sentía para no desobedecer el mandamiento divino. ¡Que dolor tan profundo seguir a un dios así!, se decía, pero ¿hay otro dios acaso? Hacía tanto tiempo que no caminaba hacia la promesa, que se había acostumbrado a vivir bajo el sacrificio.
No quería pensar ni dejarse llevar por la compasión, por el amor, así que al anochecer, sin titubear levantó el altar del sacrificio y puso sobre él la leña. Miró a su alrededor y descubrió millones de altares más a los que trepaban los seguidores del dios legalista que se opone a la vida. Después se subió al suyo, se puso allí, porque cuando uno pone sus entrañas, sus sueños, su vida y su deseo de amar encima del altar del sacrificio, se está poniendo todo él a disposición del cuchillo que le destrozará para siempre. Y levantó el brazo destructor para acabar consigo mismo, para arrancarse el corazón que su dios anhelaba.
Pero fue el Dios de su juventud, el Dios de los sueños y de la esperanza el que le agarró del brazo para que no acabara con la promesa. Notó perfectamente su fuerza exigiéndole el fin del sacrificio, y su suave voz que le volvía a llamar a la fe, al seguimiento hacia la vida. Y se bajo del altar, aquel no era su sitio, lo veía claro ahora. No había sido escogido para inmolarse en nombre de un dios justiciero y verdadero sediento de sangre, sino para caminar, para caer y volverse a levantar, para cansarse y casi desesperar, pero con la confianza y la fe puesta en el Dios de lo improbable, de lo diverso, de lo imposible, de la debilidad, de quienes se sitúan fuera de la ley, de los que no hacen lo que dios quiere.
No hay fe divina en el ser humano que pueda liberarse completamente de las convicciones más profundas, y a menudo más injustas y crueles, con las que ha sido educado. No hay fe verdadera, o si la hay, es una fe humana e imperfecta. Por eso no tardó en preguntarse qué debía sacrificar. Si no era su propia vida, ¿quién debía ser la víctima? Y buscó otra vida con menos valor que la suya para entregar su sangre al dios del sacrificio. Y lo hizo rápido y sin pensar, sin sentir remordimiento pero tampoco perdón ni satisfacción alguna. Lo hizo porque era lo que se tenía que hacer, las vidas que valen menos que la propia, son el sacrificio perfecto para quienes creen que es necesario pagar por la salvación y la liberación divina. Quienes no viven de la gracia, se alimentan de la ley.
Y al amanecer, sin dolor por la sangre derramada en el altar del sacrificio, bajó la montaña de nuevo hacia su casa, hacia su hogar. Llevaba el amor a su lado, en el asno del que tiraba con la cabeza bien erguida mirando las últimas estrellas que todavía se vislumbraban en el cielo. Y las contaba, y miraba a la promesa y volvía a sentirse feliz, con una fe indestructible. No sabia todavía que la fe tiene que romperse todos los días para reconstruirla de una forma más humana, no sabía tampoco que la fe se pierde a veces y se vuelve a encontrar de una forma totalmente nueva. Era todavía muy pronto para entender que la fe puede morir y resucitar al tercer día. Pero ahora todo eso no importaba demasiado, tenía el amor a su lado, podía tocarle, abrazarle y besarle… Y cuando el amor va a tu lado, la fe es indestructible y la esperanza es capaz de abrirse a lo imposible.
Carlos Osma
[1] Gn 12,3
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