“Aprended de mí”, por Gema Juan OCD
Cuando el profeta Sofonías hablaba de la restauración del pueblo de Dios, decía que sería un pueblo nuevo, purificado en la verdad, que tendría unos labios sinceros y unas manos limpias de maldad: «Un pueblo pobre y humilde, un resto de Israel que se acogerá al Señor, que no cometerá crímenes ni dirá mentiras».
Los grandes amigos de Dios, místicos y profetas de todos los tiempos, comprendieron que la restauración de la gran familia de Dios pasaba por recuperar su verdadera identidad y que esta solo se podía conseguir, como decía Sofonías: acogiéndose al Señor, es decir, viviendo de cara a Él, para asemejarse a Él y por tanto, desechando la mentira, la violencia y la opresión de cualquier tipo.
En busca de esa semejanza, Juan de la Cruz emprendió un largo viaje y se convirtió en cartógrafo de los caminos de Dios, capaz de encaminar a cuantos quieren agrandar la gran comunidad de los hijos de Dios, viviendo las bienaventuranzas.
Para leer bien los mapas, Juan recomienda tener en cuenta dos cosas fundamentales. La primera es aceptar que Dios es el que conduce por los caminos, es decir, el que realiza la semejanza; Él es el que imprime su amor en cada persona que le busca y desea.
Por aquí se puede entender la humildad de la que hablaba Sofonías: un pueblo que se deja guiar por Dios. En uno de sus Dichos de luz y amor, Juan advertirá que «humilde es… el que se sabe dejar a Dios». El que se deja conducir y transformar por Él. Y explicará cómo aprender a «saberse dejar llevar de Dios».
Lo que más importa –dirá– es unirse a Jesús en su vida y camino, en el modo como pasó haciendo bien por el mundo. Por eso, recomendará a una de sus hermanas andar «deseando hacerse en el padecer algo semejante a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado; pues que esta vida, si no es para imitarle, no es buena».
La segunda cosa que recomienda es descubrir el motor para caminar. Juan sabe que está en el deseo profundo, en el amor. Y recuerda que Dios jamás fuerza a nadie, solo despierta ese deseo: «toca» con su amor, hiere con una herida que pone en marcha. Por eso, decía cosas como esta:
«En las heridas de amor no puede haber medicina sino de parte del que hirió, y por eso esta herida alma salió en la fuerza del fuego que causó la herida tras de su Amado que la había herido, clamando a él para que la sanase».
Dios «hiere» a su pueblo para que vaya tras Él, para que busque la cura que solo Dios puede dar, para que busque «su salud, que es su amado». Juan todavía añadirá, como en íntima confesión, que la salud que da Dios es «más regalada salud para mí que todas las saludes y deleites del mundo… porque tú vuelves la muerte en vida admirablemente».
El «desear padecer» del que habla Juan es ir «tras de su Amado» y no otra cosa. No es inventar «penitencias y muchas maneras de ceremonias y otros muchos voluntarios ejercicios». Y aún explica que, quienes tanto inventan, «piensan que les bastará eso y esotro para venir a la unión de la Sabiduría divina». Ir tras Él es querer ser como Él y dejarse tocar por Él. Es escucharle cuando dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón», y aprender a amar como Él.
Juan dirá que Dios no solo enseña a amar «como Él nos ama» sino que a la persona que se deja en sus manos «la hace amar con la fuerza que Él la ama transformándola en su amor, como habemos dicho, en lo cual le da su misma fuerza con que pueda amarle, que es como ponerle el instrumento en las manos y decirle cómo lo ha de hacer, haciéndolo juntamente con ella, lo cual es mostrarle a amar y darle la habilidad para ello».
El resto de Israel es la Iglesia de Jesús, la comunidad de los que le siguen y le aman. La comunidad que busca a su Amado y siempre necesita reencontrarse mirando a su Señor, que sigue diciendo: «Aprended de mí».
Solo una Iglesia enamorada de su Señor podrá ser el pueblo que ilumine a otros pueblos. Solo una comunidad así, hecha de pequeñas comunidades enamoradas, podrá revelar el rostro del Dios enamorado de todos los seres humanos.
Iglesia enamorada será la que se deje guiar por su Señor y quiera asemejarse a Él en el amor extremado, el amor que lleva a elegir la verdad y la paz, la humildad auténtica como camino de comunión con todos los seres humanos. Y tan enamorada que –como dice Juan– «tanto es lo que de caridad y amor querrían hacer por Él, que todo lo que hacen no les parezca nada» y así reparte la salud y el amor que recibe.
Esa Iglesia escuchará, con inmensa alegría, de labios de su Amado: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis».
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