“El bando del Crucificado”, por Gema Juan OCD
Leido en su blog Juntos Andemos:
En cierta ocasión, Teresa de Jesús escribía a un hermano carmelita: «No ha de faltar cruz en esta vida, aunque más hagamos, si somos del bando del Crucificado».
No es que ella no supiera que la vida trae cruces, dolores y dificultades para todos. Lo sabía bien, pero hablaba de otra cosa. De hecho, muy poco después de escribir esta carta, dirá en Moradas: «No penséis que está la cosa en si se muere mi padre o hermano, conformarme tanto con la voluntad de Dios que no lo sienta; y si hay trabajos y enfermedades, sufrirlos con contento. Bueno es, y a las veces consiste en discreción, porque no podemos más, y hacemos de la necesidad virtud».
El realismo de Teresa parece no tener límites, como no los tiene su conciencia de que lo que Jesús propone es algo diferente; cuenta con esa actitud sabia pero, además, invita a otra cosa. Ella entendió que seguir a un hombre que fue crucificado, significaba algo más que hacer de la necesidad virtud o resignarse, de la mejor manera, ante situaciones inevitables.
Puede sorprender que una mujer del s. XVI, imbuida de las ideas espirituales del momento, entendiera, tan de raíz, el sentido de la cruz de Cristo. Aunque, según propias palabras, no era muy letrada, es conocido su afán como lectora y que buscó la luz cuanto le fue posible para entender su fe y poder vivirla sinceramente. Pero lo que entendió sobre el Crucificado no lo aprendió en ningún libro, sino creyendo y orando, y llevando a la vida lo que iba intuyendo.
La teología actual sabe –mejor que la del tiempo de Teresa– que la cruz de Cristo alude, más aún que al dolor físico –sin duda, desmesurado– a la humillación que suponía la crucifixión: era una muerte vergonzosa y denigrante. Una muerte con la que Cristo cedió todos sus derechos y se degradó voluntariamente.
Teresa lo comprendió, y por eso hablaba de la cruz que puede aparecer en la vida por el hecho de elegir estar en el «bando del Crucificado». Por decidir seguirle y vivir tras su estela.
Solo desde ahí se puede entender –o mejor, vivir– ese ir «procurando perder de nuestro derecho», del que habla Teresa. Algo que a la mentalidad actual le resulta prácticamente inadmisible. Sin duda, hay gentes admirables, anónimas para muchos, que viven cediendo, es decir, renunciando de un modo u otro a sus legítimos derechos, en pro de los demás. Pero a nadie se le oculta lo difícil que resulta encajar esta idea en el pensamiento de hoy.
De hecho, a la gran comunidad de seguidores de Jesús se le hace muy difícil no encontrar argumentos y razones –¿excusas?– de todo tipo, para no perder o ceder sus derechos. Mientras que, desde la Encarnación hasta la cruz, el camino de Cristo es el de la desposesión de sí más absoluta en favor de los demás.
Tal vez por eso, Teresa decía con tanta fuerza: «Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco… ¿Pensáis que es poco un tal amigo al lado?». Teresa sabe que ese Cristo se hace compañero de vida, cuando se acoge su presencia: «No os faltará para siempre; ayudaros ha en todos vuestros trabajos; tenerle heis en todas partes».
El Crucificado va por delante. Por eso, es posible responder a su invitación –«Venid conmigo»– y decidirse a vivir como Él. Sin duda, supone un riesgo porque implica una profunda desinstalación. Lo intuyeron pronto los primeros discípulos, tambaleándose y queriendo convencer a Jesús de que no cediera su dignidad. Y lo intuye quien mira al Cristo vivo en sus palabras, en su interior y en quienes le siguen de verdad.
Para Teresa, ser del «bando del Crucificado» es ir entendiendo la vida de Jesús, asumir su estilo bienaventurado, que busca parecerse al Padre todo bueno, que pone su dignidad en el amor, hasta el punto de decir: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
Cuando Teresa pensaba en esa forma de dar la vida, animaba a cada una de sus hermanas a «ser la menor de todas… mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir». Por eso le molestaba tanto que se hiciera «caso de unas cositas que llaman agravios» y las cosas de «honra», la búsqueda de reconocimiento o ventajas. Porque, en definitiva –como había advertido san Pablo a los Corintios– era vaciar la cruz de Cristo, desfigurarla.
La comunidad de los que siguen a Jesús está llamada a ceder derechos y dignidades, a renunciar a sus ventajas, a no ofenderse cuando no es tratada con reverencia. Está llamada a reconocer, nuevamente, la cruz de Jesús. Será necesario recordar que Él pidió ser «cautos como serpientes e ingenuos como palomas», pero también que avisó de que un discípulo no es más que su maestro, si de verdad es discípulo. Y al Maestro, su vida le llevó a desposeerse y no salvarse a sí mismo, le llevó a la cruz.
A toda la comunidad que sigue a Jesús y a cada miembro de ella, se dirige Teresa: «Abrazaos con la cruz que vuestro Esposo llevó sobre sí y entended que esta ha de ser vuestra empresa; la que más pudiere padecer, que padezca más por El, y será la mejor librada». Padecer es servir como Cristo, no significa afligirse o castigarse sin razón. Es seguir al que dijo, cuando iba camino de Jerusalén: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve».
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