“De Rouco a Osoro”, por José María Castillo
De su blog Teología sin Censura:
Mucho está dando que hablar el cambio de arzobispo en la archidiócesis de Madrid. Como suele ocurrir en estos casos, el cambio está dando pie a toda clase de comentarios. No pretendo, por supuesto, decir aquí si este cambio será para bien o para mal. Sólo quiero indicar algo que me parece importante y que, por lo que voy sabiendo, no se suele tener en cuenta. Al escribir esto, no es que yo intente ingenuamente aportar la solución definitiva a tantos devaneos mentales como – según creo – van y vienen por los mentideros eclesiásticos y los murmullos de sacristía. Mi pretensión, ahora mismo, no pasa de ser una modesta sugerencia. Por si viene a cuento. Nada más que eso.
Mi propuesta se limita (y se reduce) a recordar una cosa evidente. El cambio de un obispo por otro obispo no pasa de ser un cambio administrativo en la gestión y gobierno de una diócesis. Por más que se pondere lo mucho que vale el que se va o el que viene, a fin de cuentas, eso por sí solo, ni va a modificar la fe de los que tienen creencias religiosas, ni va a conseguir que sean buenas personas quienes ya son buena gente, ni tampoco hará que aumente el ateísmo y otros males que en los ambientes de Iglesia se detestan cordialmente. En principio – me sospecho -, lo más probable es que todo seguirá igual (o de forma muy parecida) a como han estado, en los últimos años, las cosas de la religión católica en Madrid y sus cercanías.
Entonces, ¿qué decir del cambio de Rouco por Osoro? A mí me parece que lo primero, que se debería tener en cuenta, es que estos dos hombres no son simplemente dos jerarcas religiosos. Lo son, por supuesto. Pero con decir eso, nos quedamos en la superficie, es decir, en la consideración más superficial del asunto. Porque, si es que la teología y, sobre todo el Evangelio, pintan algo en este cambio, a mí se me ocurre que lo primero, que se debería tener muy presente, es que, al tratarse de dos obispos, estamos hablando de dos “sucesores de los Apóstoles” de Jesús.
Ahora bien, según consta repetidamente en los evangelios, el primer requisito, que Jesús les exigía (y supongo que les debe seguir exigiendo) a sus “apóstoles”, es el “seguimiento” del propio Jesús y su Evangelio. Esto está tan claro en los evangelios, que el que no lo tenga claro, ni merece ser “apóstol”, ni por tanto “obispo”. Además, sabemos (también por los evangelios) que “seguir a Jesús” es renunciar a toda clase de dignidades, categorías, propiedades, seguridades… Es “dejarlo todo y seguirle” (Mt 19, 27 par; Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62). Para ir por la vida, como dijo el mismo Jesús, sin “oro, ni plata, ni calderilla, ni alforja…” (Mt 10, 9-10 par).
Y aquí me permito hacer una aclaración importante. La ordenación episcopal no es un “acto mágico”, que automáticamente convierte a un sacerdote en sucesor de los apóstoles. Es verdad que Lutero se pasó de la raya al admitir que la autoridad apostólica dependería totalmente de la fidelidad del obispo a la Palabra de Dios (Comentario a la carta a los Gálatas [1535], ed. Weimar, 40, 1, p. 181). Pero tan cierto como eso es que, desde San Agustín y San Gregorio Magno, hasta los más autorizados teólogos de la Edad Media, defendieron la doctrina que formuló atrevidamente San Anselmo: “Los obispos conservan su autoridad en cuanto concuerdan con Cristo; y lo mismo, la pierden si está en desacuerdo con él” (“Sicut enim episcopi servant sibi auctoritatem quandiu concordant Christo, ita ipsi sibi eam adimunt, cum discordant a Christo”. Epist. II, 162). Como acertadamente resume Y. Congar: “Hay que introducir – en el cargo episcopal – estos elementos éticos en la ontología misma del cargo recibido”.
Por otra parte, esto es tan determinante, que, si nos limitamos a ponderar la ideología del que se va o del que viene, la simpatía del primero o del segundo, los títulos que cada cual ostenta, las lenguas que domina, etc, etc., entonces lo que queda patente es que nos importa más el “jerarca” religioso que el “discípulo” de Jesús. O sea, nos interesa más la “Religión” que el “Evangelio”.
Y en tal caso, si es eso lo que sucede, lo que queda en pie es que hemos organizado una Iglesia que tendrá mucho que ver con las jerarquías y organizaciones de este mundo, pero tiene poco que ver con el Evangelio de Jesús. Y si esto efectivamente es así, ¿a dónde vamos? Por muy buenos arzobispos que nos manden, no pasaremos de ser una antigualla del pasado que sólo puede interesar a gente que piensa poco y, desde luego, será siempre una buena pista de lanzamiento para los trepas más mediocres que se pasean entre oropeles de antaño. Y me temo que este tipo de individuos, si no producen indiferencia, lo que producen es risa, mucha risa.
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