El soplo…

Jueves, 27 de febrero de 2014

Del blog À Corps… À Coeur:

le-souffle

A la vez soplo vivificante y puesta en retirada, inspirar y expirar, la espiritualidad toca el misterio de toda existencia. Comienza posiblemente con una doble intuición: la intuición de que somos perfectibles, y la de la que carecemos: el acceso a una “Realidad” absolutamente otra, más allá de la inteligencia, más allá de las distinciones de la razón razonante. “Dios es el Lugar del mundo, pero el mundo no es su lugar “ (adagio talmúdico). La búsqueda interior, en términos de “sed” (de Dios) – expresión recurrente en los místicos, comenzando por David – es un deseo ardiente por hacer la voluntad divina. Lo que el orante llama mejorar todavía y todavía, para llegar un día a amar a Dios “con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tus fuerzas”. Esto puede ir hasta una supresión del yo, para escuchar por fin de Dios no lo que queremos escuchar, sino un murmullo que viene más allá de nosotros mismos (as) – tal, como posiblemente lo percibió el profeta Elías, en la cueva del monte Horeb. (1Reyes 19,12).

Dios no tiene rostro. Sin embargo el ser humano se hace – si no imágenes, lo que el judaísmo proscribe – por lo menos una idea. Pero lo divino no se deja restringir ni velar por ninguna representación que nos hagamos. El hombre de espiritualidad puede “ver” únicamente que Dios es a la vez la meta hacia la cual tiende con todo su fervor y el origen de su nostalgia: ¿No somos exiliados del Lugar que jamás habríamos debido dejar – y cuyo jardín del Edén es una metáfora?!

Paradójicamente, si tantos místicos – comenzando por los profetas – tienen visiones, es posiblemente porque supieron renunciar tanto a las imágenes creadas como a las imágenes mentales por otros tipos de representaciones: aquellas que Dios mismo coloca, en el corazón purificado por un trabajo sobre sí que está en el orden de la ascesis. Existe en el judaísmo, desde Abraham Aboulafia (siglo XIII), ejercicios espirituales, entre los que uno en particular merece nuestra atención: La hazkara. Por la enunciación repetitiva e intencional del Nombre de Dios, Aboulafia piensa que el hombre puede estar en condición de recibir la efusion divina. Entonces este kabbalista escogió un ejercicio que viene del Islam: La espiritualidad sufí enseña que el corazón del hombre está rodeado de una ganga dura, sobre la que la invocación del Nombre obra como un martillo: la invocación repetida, a ejemplo de los golpes repetidos sobre un caparazón, golpea hasta hacerlo estallar, para que broten las chispas espirituales. La invocación va en cierto modo a pulir el corazón y a hacerlo semejante a un espejo sobre el cual puede reflejarse la luz divina. Lo que no está tan alejado de lo que meditamos en la oración de la mañana: “Porque es en Tu luz que veremos la luz “.

( La proximidad de estas dos prácticas – hazkara en la tradición judía, dhikr en la tradición mística musulmana – es un ejemplo del interés de un diálogo entre judaísmo e Islam.)

El hombre ha sido creado sin duda “deseando a Dios”, y el deseo amoroso es una expresión constante del amor místico cantado en el Cántar de los Cantares. Por eso, el cara a cara con Dios generalmente no es, para el Judaísmo, el deseo de fusionarse con lo divino, presumiblemente porque el hombre debe siempre tener presente en su conciencia la humanidad de otro. El Uno está contenido en cada rostro de hombre o de mujer tanto como en cada una de las vías espirituales de la humanidad. Es decir, los hombres y las mujeres en busca de interioridad son capaces de alteridad. “Si no encuentro al otro como el Otro, me tomo por el otro… y ahí el germen la violencia.”

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Gran rabino M.R. GUEDJ

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