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“ Escuchadle a Él ”, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF.

Domingo, 16 de marzo de 2025

transfiguration1De su blog Kristau Alternatiba (Alternativa Cristiana):

Escuchadle a Él 

Si el primer Domingo de Cuaresma contemplamos a Jesús en su condición humana, tentado por el diablo en el desierto y durante su vida, en este segundo Domingo el Evangelio que se nos da, el de la Transfiguración de Jesús, nos lleva a confesar que en aquella carne mortal quedaron «entre paréntesis» las prerrogativas divinas de Aquel que «se despojó de sí mismo tomando la condición de hombre y esclavo» (Flp 2,7): su identidad profunda, de hecho, permaneció como la del Hijo de Dios y su destino fue la gloria divina (cf. Flp 2,9-11).

Estamos pues ante este relato testimoniado por los tres evangelios sinópticos (cf. Mc 9,2-10; Mt 19,2-9), cada uno con detalles diferentes y significativos. Lucas escribe que «ocho días después» (Lc 9,28a), el día del cambio, es decir, el día de la confesión de Pedro, que reconoció y confesó a Jesús como «el Cristo de Dios» (Lc 9,20), el día en el que Jesús mismo anunció por primera vez la necesidad de su pasión, muerte y resurrección (cf. Lc 9,22), Jesús decide subir al monte santo para dedicarse a la oración. Trae consigo a sus discípulos más cercanos, Pedro, Juan y Santiago, a quienes había prometido la visión del reino de Dios antes de su muerte (cf. Lc 9, 27).

Jesús entra en ese encuentro con Dios ejercitándose en la escucha de su voz, de su Palabra, para poder comprenderla, asumirla y custodiarla en el propio corazón y, en consecuencia, poder decir su “amén” a esta voluntad de Dios.

La oración de Jesús está toda aquí, y así es también la oración del cristiano: no hay mucho que decir a un Padre que sabe lo que necesitamos (cf. Mt 6,8) y lo que tenemos en el corazón, no hay largos discursos que pronunciar (cf. Mt 6,7), sino que basta con responder al Señor con la obediencia, con el “” asumido libremente y con una gran fe amorosa.

Muchas veces –nos lo atestiguan los Evangelios, especialmente Lucas (cf. Lc 5,16; Lc 6,12; Lc 9,18)– Jesús buscó la soledad, la noche, la montaña, para vivir esta oración asidua al Padre. También ahora, después de la confesión de Pedro, que marcó un salto adelante en la fe de los discípulos y les permitió revelar su muerte y resurrección, Jesús entra en oración.

Sabemos bien que la oración no cambia a Dios sino que nos transforma, pero lo olvidamos fácilmente, porque la forma de oración pagana que quiere hablar a Dios, que quiere doblegarlo a nuestros deseos, está en nuestras fibras de criaturas frágiles y necesitadas, dispuestas a hacer de Dios aquel que siempre puede decirnos “”. Jesús, sin embargo, no reza así, porque sabe que es él quien debe decir “” a Dios, no al revés.

Pues bien, en esa escucha del Padre, en esa adhesión a Él, se realiza la revelación dirigida a los tres discípulos, que quedan así constituidos «testigos de su gloria» (cf. 2 P 1, 16): el rostro de Jesús aparece «diverso», sus vestiduras resplandecientes de luz. Para nosotros, los hombres, ésta es la visión de la gloria: percibimos un cambio en Jesús, contemplamos su alteridad, su «transfiguración» («se transfiguró»: Mc 9,2; Mt 17,2).

Más allá de lo insuficiente de nuestras palabras, la realidad es que Jesús es percibido en su alteridad: el hombre Jesús, a quien los tres discípulos siguieron como profeta y Mesías, tiene otra identidad, todavía no revelada, pero que con este acontecimiento se les revela momentáneamente, por alusión, pero en todo caso de modo suficiente para transformar su fe en Él.

Aquí no podemos decir mucho más, balbuceamos, nos sentimos en presencia de un acontecimiento que sólo debe ser adorado.

A lo largo de los siglos, los cristianos se han planteado muchas preguntas al leer este pasaje. En la tradición oriental se ha llegado a pensar que en verdad Jesús permaneció igual, mientras que fueron los ojos de los discípulos los que sufrieron una transfiguración, hasta el punto de poder leer y ver lo que no veían cotidianamente.

Otros cristianos han pensado que en este acontecimiento Jesús permitió a los apóstoles ver su gloria, de la que se había despojado en la encarnación, una gloria no perdida sino sólo “puesta entre paréntesis“.

Otros, más recientemente, prefieren ver en el relato de la Transfiguración una anticipación de la Pascua: sería fruto de la fe en Jesús resucitado, de su identidad revelada en la resurrección, y por tanto leída a posteriori como profecía de la Pascua.

Diferentes lecturas, todas posibles, que no son excluyentes entre sí. Nosotros con sencillez, con ojos sencillos, acogemos el misterio de este acontecimiento como una revelación: Jesús, aquel hombre de Galilea, que como un profeta tenía discípulos y hablaba a las multitudes, aquel hombre precario, frágil, en camino de muerte, era en verdad el Hijo de Dios y sus prerrogativas divinas no aparecían porque era verdadera y totalmente hombre y no en condición de semidiós. ¡Sí, aquel hombre era el Hijo de Dios!

Para testimoniarlo, intervienen ante todo Moisés y Elías, en su gloria de vivir en Dios. Están a su lado y le hablan de su «éxodo», de su fin, de su muerte que se producirá dentro de poco en Jerusalén, la ciudad hacia la que se dirige: será un éxodo, un paso, porque el Padre lo resucitará en la gloria (cf. Lc 9,51; 24,51).

Lo que Jesús había anunciado como su fin próximo en Jerusalén es llamado “gloria” por la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Aquí está la convergencia en Jesús de todas las Escrituras de Israel, que sólo en él encuentran unidad y pleno cumplimiento. Para los tres discípulos este acontecimiento aparece como un sello de aquello que siguen: lo que les sucede está de acuerdo con todas las Escrituras, es según la revelación de Dios dada hasta entonces a Israel, el pueblo de la alianza.

Incapaces de afrontar este misterio, Pedro, Juan y Santiago están agobiados por el sueño, pero consiguen vencerlo y contemplar “la gloria” de Jesús y de los dos hombres que hablan con Él de su pasión, muerte y resurrección. El peso de la gloria los invade, de modo que, de alguna manera, ven venir con poder el reino de Dios (cf. Mc 9,1).

Pedro entonces, en una especie de éxtasis, pide a Jesús que haga duradero ese momento, como un momento de visión y ya no de fe, de felicidad y ya no de fatiga, de paz y ya no de lucha espiritual. Pero mientras Pedro aún estaba hablando de manera extática, he aquí que la nube de la Shekinah, de la Presencia de Dios, viene y los envuelve con su sombra, causando temor y temblor en los discípulos.

Están ante Dios en su esfera de vida, no en la luz deslumbrante sino en la nube que oscurece y no les deja ver: sienten miedo pero no ven nada, perciben la Presencia de Dios pero no la ven. Pero ellos oyen, escuchan, porque a Dios no se lo ve sin morir (cf. Ex 33,20), pero siempre se lo escucha, como había enseñado Moisés a los hijos de Israel: “El Señor os habló desde el fuego y oísteis el sonido de sus palabras, pero no visteis ninguna figura; ¡Sólo había una voz!” (Dt 4,12).

La voz de Dios resuena en aquella nube como revelación de la identidad de Jesús y, al mismo tiempo, como tarea para sus discípulos: “Éste es mi Hijo, el Elegido; ¡Escúchalo!”. ¿Qué escuchan realmente Pedro, Juan y Santiago? Escuchan la profecía de Isaías sobre el Siervo anónimo del Señor, figura esperada por los creyentes de Israel: «He aquí mi Siervo, mi Elegido» (Is 42,1).

La revelación es ahora Jesús mismo, su persona y el gran mandato: “¡Escucha, Israel!”. (Shemá Yisra’el: Dt 6,4) se convierte en: “¡Escuchad al Hijo, escuchadlo!”. También la escucha de la Ley y de los Profetas debe convertirse en escucha de Jesús, el Hijo a quien Dios ama porque cumple su voluntad, según la misión recibida. Los tres ahora conocen a Jesús: es el Hijo amado de Dios, enviado por Él para ser escuchado.

Así, en silencio, termina este acontecimiento narrado con dificultad: Jesús está de nuevo solo con los tres, quienes, mudos por el estupor y la adoración del misterio, no hablan, no saben contar lo que han visto, hasta después de que Jesús ha resucitado de entre los muertos.

De hecho, la transfiguración es un signo y una profecía de la resurrección misma: también los justos serán transfigurados en el Reino de Dios después de su muerte.

En verdad, también nosotros esperamos este acontecimiento, deseamos participar en él en nuestra vida y de hecho lo hacemos, pero no tenemos la fe suficiente para verlo como gloria de Dios: ¡seguimos siendo hombres y mujeres de poca fe!

Joseba Kamiruaga Mieza CMF

***

Subir, contemplar y escuchar

Después del primer Domingo, en el que se nos narra el episodio de las tentaciones, en el segundo Domingo de Cuaresma el Evangelio nos lleva al monte para entrar en el acontecimiento de la Transfiguración del Señor. Este texto concluye la primera parte del Evangelio de Lucas, en la que el evangelista nos lleva cada vez más a comprender la identidad de Jesús.

Herodes piensa que es un profeta, la gente dice que es el Bautista, los discípulos dicen que es el Cristo de Dios, pero no saben qué quiere decir Cristo ni qué quiere decir Dios, y Jesús explica que es el Hijo del Hombre. El Hijo del Hombre es la figura gloriosa de Daniel 7 que será Juez del mundo, la figura más divina que existe, pero que tendrá que sufrir. Él será el Siervo de Yhwh, que pasa por la cruz, y así vencerá el mal.

Subió al monte a orar. Sólo Lucas enfatiza que Jesús está orando, mientras ora su rostro cambia de apariencia. La manifestación del rostro de Jesús, y por tanto del rostro del Padre, se produce en el encuentro personal de Jesús con Dios Padre. Jesús necesita de esta intimidad y en la oración se hace visible la verdad y plenitud de su identidad.

Nos encontramos en una encrucijada del Evangelio, en un encuentro con Él dado a pocos. En esta oración se deja acompañar por Pedro, Juan y Santiago y serán también los mismos discípulos quienes le acompañarán en otra oración, la de Getsemaní, donde Jesús se dispondrá a mostrar no su rostro glorioso y luminoso, sino el desfigurado.

En el fondo se trata del mismo acto: por una parte se ve el rostro oculto, privado, y por otra se ve el rostro público, humillado, desfigurado hasta el punto de no ser la apariencia de un hombre y que aparecerá después de la oración en Getsemaní. Sólo después de haber visto aquel rostro desfigurado levantado en la cruz del monte Calvario, sólo después de haber visto su rostro después de la resurrección, los discípulos comprenderán lo que les había sido revelado por el Padre acerca del Hijo el día de la transfiguración.

Y he aquí dos hombres que hablaban con él…. Los discípulos ven junto a Jesús a dos hombres que le hablan de su éxodo, es decir, de su muerte en la cruz. Son Moisés y Elías, la ley y los profetas.

Dos hombres se les aparecerán a las mujeres en el sepulcro (Lucas 24,4) y nuevamente a través de la ley y los profetas las mujeres entenderán lo que ha sucedido. El mismo Jesús resucitado, en el camino de Emaús (Lc 24,13ss), explicará a través de Moisés, de los Profetas, del Antiguo Testamento, cómo era necesario que el Señor sufriera estas cosas para entrar en su gloria.

El Antiguo Testamento, en su narración del amor incesante de Dios por los hombres, anuncia su gloria, que es la cruz, donde vence el mal del mundo y donde se revela la gloria del Padre en el amor absoluto que da la vida para todos. De esto es de lo que están hablando: del éxodo que está a punto de producirse en Jerusalén. Aquí comienza el camino de Jesús hacia Jerusalén, que durará el resto del Evangelio y que a cada paso revelará cada vez más su rostro y el rostro del Padre.

Vieron su gloria. La gloria de Dios es otro elemento típico subrayado por Lucas en su Evangelio. La gloria de Dios se aparece a los pastores cuando nace Jesús, en el encuentro con Simeón, en las tentaciones que Satanás ofrece la gloria de este mundo, al final del Evangelio cuando Jesús se aparece a los discípulos de Emaús dice “no era necesario que Cristo padeciera… para entrar en su gloria“.

La gloria indica el peso de la verdad de una persona, es el peso, la realidad, el espesor. Contemplar la gloria de Dios es urgente para tener la fuerza de obedecerle, de confiar en Él, de caminar detrás de Él. Necesitamos desesperadamente ver que Dios es hermoso, maravilloso, y esta experiencia nos prepara para el escándalo de la cruz.

Ver la gloria de Dios es conocer la verdad de Dios. Los tres discípulos se encuentran en la posición de recuperar la visión de la gloria de Dios, de comprender quién es Dios. Ellos ven todo el peso de Dios, la belleza de Dios, el esplendor de Dios. Ellos ven de dónde viene el mundo y hacia dónde va. Ellos ven todo lo que es invisible. Es decir, Dios mismo. La gloria es Dios mismo.

Estamos llamados a ver esto en el rostro del Hijo y ésta es nuestra vida plena, nuestra alegría. La transfiguración nos abre también a un modo “otro” de ver la realidad, captando el Espíritu que habita en cada acontecimiento: aquel rostro que los discípulos ahora ven glorioso será el mismo que en la cruz no tienen la fuerza de mirar.

Maestro, es bueno para nosotros estar aquí. La belleza que ve Pedro es la belleza de Dios mismo, que es el mismo Hijo; pero es también la misma belleza que cada uno de nosotros tiene en el Hijo, porque estamos llamados a ver esta belleza y a reflejarla en nuestro rostro precisamente porque somos creados a su imagen y semejanza. Cuando en la creación Dios miró a sus criaturas en plena comunión con Él dijo “¡qué bello!”, porque vio esta Gloria, que es suya.

Pedro querría detener en la tienda, como en el Antiguo Testamento, la presencia de Dios, la visión de su gloria, pero ahora la verdadera tienda, la morada definitiva de Dios es la carne del Hijo que «pone su tienda entre nosotros». Él es el esplendor de la gloria de Dios, él es la huella, él es el sello del resplandor, del esplendor del Padre. Esta es la tienda, la morada definitiva de Dios entre nosotros; pero esta tienda es la carne de Jesús y en su carne está toda carne, está cada uno de nosotros.

Lo que Jesús ha revelado hasta este punto sobre sí mismo, su identidad de Hijo del hombre, el Padre dice que es el Hijo de Dios, su Hijo, el mismo que tendrá que sufrir, ser rechazado por los poderosos, por los sabios, ser condenado a muerte. Y sólo así podremos resurgir.

Éste es precisamente su Hijo, y el centro de todo es “¡escuchadle!”. No es necesario levantar otras tiendas, sino hacernos nosotros mismos una tienda en su presencia y esto sólo es posible en el camino que el Padre nos muestra: escuchando.

Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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