Y la palabra se hizo carne.
Si me hiciste, Señor, de barro tierno,
de húmedas albas silenciosas,
¿cómo no dar, por mi terrestre invierno,
la más perfecta de tus rosas?
Si me hiciste de musgo y llamas locas,
de arena y agua y vientos fríos,
¿no he de buscar mi ser entre las rocas,
en las arenas y en los ríos?
¿No he de sentirme enriquecido al verlos
en olorosa y cruda guerra,
si me diste dos pies, para tenerlos
siempre en contacto con la tierra?
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José Hierro
“Viento de invierno”
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En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo.
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios.
Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.»
Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.
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Juan 1, 1-18
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Amad sobre todo a los pobres, los pequeños, los pecadores, los despreciados que son a su vez la más viva encarnación de Cristo, las ovejas más amadas y predilectas de su grey. Amadlos como son, con su aspecto de miseria y de pecado. Este es su mayor título para vuestro amor. El Salvador no ha venido por los justos, sino por los pecadores. “Hacerse uno de ellos” es enriquecerse con su contacto, despojándose de la ilusión de deber llevarles siempre alguna cosa. Esto requiere un alma totalmente abierta y disponible.
El amor, el auténtico amor, es muy exigente: amar como ama Cristo Jesús; estar dispuestos a dar la propia vida como Jesús por los pequeños, los más miserables de nuestros hermanos. Es por esto, y sólo por esto, que seréis reconocidos como sus discípulos y sus amigos.
Preferid siempre a los más pequeños de entre los pobres, los que el mundo rechaza, los que no encuentran otro lugar donde refugiarse que bajo los arcos del acueducto o los fosos de las ruinas romanas (…). Id en busca del miserable, del condenado, del culpable que se esconde y tiene vergüenza, preguntándose quién podrá amarlo aún como amigo. Por esto buscamos aproximarnos a los encarcelados en la miseria moral de sus prisiones.
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Magdalena de Jesús,
Extractos de cartas a las Hermanitas, inédito
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