“Tú eres la Navidad de Dios”, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Comentario a la lectura evangélica (Lucas 2, 1-14) de la Misa de Medianoche de la Natividad del Señor – 24 diciembre 2024 –
Navidades decepcionantes, dicen.
Será la guerra, las guerras, será la crisis económica (desde que tengo uso de razón, no recuerdo una época sin crisis económica), será una sensación de desconcierto y miedo al futuro, será una Iglesia occidental que lucha por sacudirse el síndrome de la minoría… O tal vez sea simplemente el hecho de que nuestros corazones han sido siempre y para siempre un abismo de expectativas.
Así que nos metemos en una burbuja durante unas horas para olvidar. Las canciones, las luces, los olores, los recuerdos de niño, todo es hermoso y legítimo hacerlo.
Pero entonces atreveos. Atreveos. Atreveos. Atreveos a Dios.
Bien mirado, ésta puede llegar a ser la mejor Navidad de nuestras vidas.
Quitada la guarnición, queda el plato, lo esencial, lo inaudito de Dios.
Dios está ahí. Y está aquí. Todavía. No se cansa.
Sucedió que
Una joven pareja llega a Belén, la ciudad que vio nacer al rey David.
Es un censo lo que les ha llevado hasta allí, tal vez un censo regional, una forma que siempre han tenido los poderosos de manifestar su autoridad para imponer tributos.
La mujer espera a su primogénito y es acogida en casa de algún pariente (¡inimaginable que se les niegue con el sagrado sentido de la hospitalidad en el mundo oriental!), pero para proteger su pudor da a luz en la parte trasera de la casa, que normalmente consiste en una sola habitación, donde se guardaban los animales pequeños y los víveres -la caja fuerte de todo hogar-.
La escena se traslada al exterior, a un grupo de pastores que pasan sus días y sus noches, de marzo a octubre, en los áridos pastos de Judea. No son los pastores de nuestros belenes, sino gente tosca y endurecida por el trabajo, a los que los rabinos de la época comparan con los publicanos, considerados mentirosos (no podían testificar en un juicio) y poco fiables.
Ellos reciben el anuncio: los vencidos, los perdedores, los condenados.
No los sacerdotes de Jerusalén, enfrascados en los trabajos del templo reconstruido para esperar realmente a un mesías inoportuno.
No Herodes, que obtuvo el trono con determinación y ferocidad, y que ve en el Mesías un peligroso competidor.
Ni las buenas gentes de Jerusalén, absortas en la vida cotidiana.
Accesibilidad
La joven da a luz, lava al niño, lo envuelve en pañales y lo deposita en el pesebre.
Sin luces misteriosas, sin maravillas, sin efectos especiales.
Dios nace como cualquier niño, la salvación nos llega de la forma más banal.
Y los pastores buscarán un pesebre para reconocer al Mesías. Y los astrónomos una estrella.
Dios se da a conocer allí donde estamos, habla a nuestros corazones con el lenguaje que conocemos.
Es nuestra mirada la que cambia, es la luz de nuestro corazón la que sabe ver más allá de las apariencias.
He aquí a nuestro Dios: es un niño de puños cerrados y piel enrojecida, ojos que apenas soportan la luz y boca pequeña que busca el pecho inmaduro de su madre.
Es un niño indefenso y frágil al que hay que lavar y calentar, cambiar y besar, y al que se abraza contra la piel áspera de su padre, José, que deja que la emoción humedezca sus ojos y luego vuelve a la concreción de una situación problemática.
No da, pide, no tiene delirios de omnipotencia, se ha despojado de las vestiduras de la realeza y las ha puesto a los pies de nuestra inquieta humanidad. No lo cuidan ángeles, sino una muchacha inexperta y generosa.
Quisiera un Dios que resolviera mis problemas, no un Dios que los creara.
Quisiera un Dios poderoso y fuerte, no un infante necesitado de todo.
Me gustaría un Dios más eficiente, no un perdedor. Que se ponga del lado de los fuertes, no que defienda a los débiles.
Me gustaría algún efecto especial, para convencerme.
Pero en vez de eso.
Luz y sombra
Asusta al recién nacido. Irrita. Perturba.
Nos perturba incluso imaginar que Dios, ¡de verdad!, ha dejado su vestido de eternidad para ponerse el andrajoso y sucio de la humanidad. Cuando se toma en serio, la Navidad nos pone en crisis.
Nos interroga.
Dios haciéndose accesible, encontrable, un niño frágil e indefenso, derriba nuestros infinitos prejuicios sobre Dios.
Dios es distante. Dios se desinteresa de nosotros. Dios es misterioso y oscuro, malhumorado e incomprensible.
Dios ve y no interviene, deja morir de hambre a los niños.
Dios no detiene las guerras ni a los terroristas. Dios deja morir de cáncer a la joven madre y mantiene con vida al asesino despiadado.
Un Dios chapucero e inquietante. También el de los católicos que creen sin hacerse nunca una pregunta, sin un temblor, sin un estremecimiento, sin una duda. Creen como piedras, no firmes, sino frías e inanimadas.
¿Qué tiene que ver este niño mamando del pecho inmaduro de una adolescente con la horrible idea de Dios que llevamos en el corazón?
Sin embargo, Dios se hizo hombre precisamente para cambiar nuestras vidas. Para revelarnos quién es. Porque al verle, comprendemos quiénes somos. Quién soy yo.
Masa de barro moldeada a imagen de Dios. Lleno de alma.
Sin embargo
Dios se hace hombre para salvarnos del pecado, como escribieron los Padres de la Iglesia latina.
Dios se hace hombre para que el hombre llegue a ser como Dios, como escribieron los Padres de la Iglesia oriental.
Dios se hace hombre, añadiría yo, para que, finalmente, el hombre aprenda a hacerse hombre.
¿Dónde está Dios?, me preguntan tantos, perseguidos por su miedo.
Yo sonrío, esta noche, mientras rezo ante mi pequeño pesebre.
Ahí está, Dios.
En la mirada temerosa de quien, solo, se enfrenta a la enfermedad.
En la mano que estrecha una mano, en la paciencia de quien enciende una esperanza, en la belleza de quien vive en la plenitud de una humanidad honrada de dar forma a Dios.
En la fuerza de los que no se rinden, de los que animan, de los que dejan a un lado el victimismo y las quejas.
Aquí está. De ti depende acogerlo si quieres, aquí, ahora.
Aunque nuestro corazón esté pensado y vacío, como una cueva, como un establo. Como ese establo.
Y es allí donde Dios pide nacer.
Nadie te quita la Navidad. Nadie te la roba, tenlo por seguro.
Si aún te atreves a creer, si aún te maravillas ante ese niño recién nacido que encierra el Infinito, si aún te conmueves ante el Dios desarmado, yo lo hago vivo y presente.
Tú eres la Navidad de Dios. Tú, la custodia de Dios. Su tabernáculo.
El primer lamento que nos revela cuánto somos amados.
Y cuánto podemos amar.
Amarse tanto como Dios nos ama.
Feliz Navidad, pues.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
(Remitido por el autor)
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