“Dios en el vientre de una mujer”, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF
«No temas, María -le había dicho el ángel-, porque Dios te ha colmado de su bondad. Concebirás un hijo, lo darás a luz y le pondrás un nombre: Jesús», nombre de hombre, como tantos otros niños de aquel tiempo.
Pero no será sólo su hijo. El Espíritu de amor la cubrirá con su sombra y fecundará aquel vientre virgen. Ya en el desierto una nube había envuelto con su sombra el arca de la alianza, donde se guardaban las Diez Palabras, la presencia viva del Dios de Israel. El arca se perdió, se encontró y se volvió a perder. En el magnífico templo de Jerusalén sólo quedaba una copia muy valiosa, pero vacía porque las tablas de piedra se habían perdido irremediablemente. El ángel Gabriel anuncia a una muchacha de Galilea, desconocida para el mundo de los poderosos, de los que parecen hacer la historia, que su vientre será el arca viviente en la que será concebido el hijo de Dios.
Nunca había nacido un niño de semejante manera. ¿Qué será de ella, de José, de sus sueños? ¿Cómo es posible lo imposible? Y entonces el ángel va en busca de nombres que hacen jadear a todo el Antiguo Testamento: será grande, Hijo del Altísimo, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, santo e Hijo de Dios… Y debe darse por vencido y hurgar en la historia de aquella joven para volver a encontrar allí aquel signo que le había impulsado a Nazaret: Isabel está en el sexto mes de un embarazo inimaginable. Seis meses, tiempo de lo imperfecto, de lo que falta, de la improbabilidad de sobrevivir si aquel niño hubiera salido a la luz. Un signo muy frágil, escondido en un vientre que todos decían que se había secado. Sólo entonces María dice sí a ese imposible que se ha hecho palpable en la fuerza de la Palabra del Señor. Y esta Palabra comienza, súbita e imperceptiblemente, a hacerse carne en ella, y ella será su sierva para siempre.
Pero ella se levanta sin demora y se encamina presurosa hacia los montes de Judá, como David había llevado el arca a la colina de Sión. También María necesita contar su historia, confiar a otra mujer que espera su espera, lanzarse con los brazos abiertos a otro abrazo, el comienzo de un círculo, que un amor más amplio completará. Dos mujeres embarazadas: un encuentro, un saludo, un hijo que salta de alegría en su seno porque ha reconocido la visita de su Señor.
No se puede ser feliz solo. Y ¡cuánto necesita todavía nuestra tierra liturgias de ternura celebradas a la puerta de casa! Esta pobre tierra nuestra, donde cada día los cuerpos de demasiadas mujeres son desgarrados y usurpados sin piedad, está sedienta de encuentros como éste. Isabel grita en voz alta, llena del Espíritu como los antiguos profetas, que María es bendita, y bendito es ese embrión invisible que germina en su seno. Es el primer Pentecostés del Evangelio. Y María necesitaba a Isabel para comprender y anunciar a todos el significado de aquel prodigio. Dios habita allí. El Cielo en el vientre de dos mujeres.
Porque toda criatura, todo cuerpo, es la casa de Dios, de una belleza y dignidad que sobrepasan todo límite. Si no fuera así, todo, por desgracia, estaría permitido.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
(Remitido por el autor)
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