Corren malos tiempos para los mandamientos. Las grandes religiones llevan siglos intentando que los creyentes no robemos, no matemos, no mintamos, respetemos a nuestros padres, amemos con un corazón limpio… Y basta con abrir el periódico o ver la televisión para darnos cuenta de que tenemos muchos comportamientos terribles; que podemos llegar a comportarnos peor que los animales.
Jesús se encontró con un laberinto de mandamientos. Era imposible “caminar” entre más de 600 preceptos sin incumplir muchos de ellos. Era imposible no sentirse bajo el yugo de la ley, que prohibía cosechar en sábado, cuando los pobres pasaban ese día por delante de un campo en el que podían coger las espigas que habían caído al suelo y saciar el hambre. ¿O, cómo se sentirían las madres, tras el parto de una niña, teniendo que cumplir la estricta pureza ritual durante 80 días?
Los 10 mandamientos se habían ido diversificando en otros, más pequeños y concretos, hasta formar una trama. Unas personas se jactaban de ser cumplidoras, pero otras sabían que estaban condenadas de antemano, porque su situación social les impedía cumplirlos.
Jesús sabía que la ley era intocable. Y “la tocó” para devolverle el sentido. Sin duda, sabía que se jugaba la vida al hacerlo, pero nos quería libres ante los mandamientos, porque son caminos que dan vida, personal y social.
Ahora, la palabra “mandamiento” evoca normas y obligaciones impuestas. Se viven como imposiciones que vienen de fuera y para muchos jóvenes es un fastidio que coarta la libertad. Solución: saltárselos para gozar libremente. Y surgen los enfrentamientos entre pandillas, los robos con violencia, los abusos sexuales, las agresiones en el seno de la propia familia, etc.
Pero cada mandamiento, expresa un valor muy profundo: el valor de la vida humana, del respeto a la propiedad ajena, el valor de la verdad en lo que decimos y hacemos, o la transparencia en las relaciones humanas y sexuales, para que no haya ningún tipo de engaño, violencia o abuso.
Es curioso que a través de la publicidad recibamos un montón de mandatos para comprar determinados productos, hacernos arreglos estéticos, viajar, tener el último modelo de automóvil… Recibimos una larga lista de mandatos que, supuestamente, nos harán más felices y seremos envidiados por los demás. Deben dar resultado, a la vista del enriquecimiento de muchas marcas.
Y, sin embargo, los mandamientos fundamentales, los que dan sentido a la vida y permiten que una sociedad viva en paz y se respeten los derechos humanos, se arrinconan. Es importante recordar, este domingo y siempre, las palabras de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras… Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa, sino amor, serán tus frutos”. Él entendió muy bien el evangelio de hoy: Amar a Dios y al prójimo nos da calidad de vida, evita guerras, procura el bienestar ajeno, nos ayuda a considerar al prójimo como una persona digna de ser amada; el amor “derrite” el miedo y nos desarma. ¿Cómo sería el mundo si viviéramos los dos mandamientos fundamentales?
Para una persona teísta, que lo concibe como un ser separado, por más que pueda experimentarse como una “presencia íntima”, amar a Dios no es tan diferente de lo que podría ser amar a cualquier persona. Se trataría de poner en él la atención y el corazón, en una actitud de docilidad y obediencia.
Lo que ocurre es que ese “dios separado” tiene mucho, si no todo, de constructo humano, de creación de la mente proyectiva que, imaginándolo, “personifica” en un supuesto ser el misterio de la Profundidad de todo lo que es y somos. Tal forma de verlo encaja perfectamente con un nivel de consciencia mítico y con un modelo mental de cognición. Es decir, siempre que se identifica el conocer con el pensar -dando por supuesto que solo existe el conocimiento mental-, es imposible referirse a aquella dimensión que nos trasciende sin objetivarla, es decir, sin convertirla en un objeto. De ese modo, aquello que no tiene límite se convierte, en la práctica, en algo limitado; y aquello que no puede tener nombre -por no ser un objeto-, se convierte en un concepto que, en el extremo, la mente cree llegar a poseer: en el proceso, «Dios» se ha convertido en un ídolo.
Ya en el propio teísmo, el mandato de amar a Dios por encima de todas las cosas entrañaba riesgos, como aquel de pensar en un dios celoso y un tanto narcisista, capaz de enojarse, castigar y condenar eternamente a quien no lo amara lo suficiente.
Superado el teísmo, ¿qué podría significar la expresión “amar a Dios”? Entendida literalmente, y teniendo en cuenta la carga histórica y cultural que arrastra, suena hueca y carente de sentido. Sin embargo, si se toma simbólicamente, tras soltar creencias, imágenes, ideas y conceptos sobre la divinidad, tal vez pueda evocar algo lleno de sentido.
Si el término “Dios” alude a “Eso que no tiene nombre” -ni puede tenerlo-, es decir, a nuestra propia dimensión de profundidad, donde nos descubrimos ser más que el cuerpo, la mente, el psiquismo, el yo…, venimos a descubrir que, si se entienden bien, “Dios” y “Amor” son términos absolutamente equivalentes y, por tanto, intercambiables.
Amar a Dios es comprender que el amor es el fundamento de todo, nuestra identidad más profunda. Y que en eso consiste la sabiduría y el acierto en la existencia: en vivirnos desde nuestra identidad, desde la coherencia y la armonía con lo que somos. Amar a Dios es comprender y vivir que todo es Uno -amor es certeza de no separación- y que, en nuestra dimensión profunda, somos igualmente Uno con todo lo que es.
Escuchar en la vida es una buena actitud. El ser humano es “Oyente de la Palabra” (K Rahner), de la Palabra de Dios, de la palabra de la conciencia, de lo mucho y bien que se ha dicho en la historia.
Sin embargo hoy hablamos mucho -demasiado- y escuchamos poco.
Decía R. Latourelle:
Vivimos en una especie de amnesia histórica demencial … en tres decenios hemos destruido una civilización. No sólo hemos roto con el pasado, sino que nos avergonzamos de nuestros orígenes y fundadores [1]
Dt 6, 2-9: Escucha Israel … Amarás …
Mc 12, 28-34: Amarás …
La actitud más importante del comportamiento humano, de la ética y de la moral cristiana es: amarás …
La moral del Antiguo Testamento -la moral farisaica de los tiempos de Jesús- había degenerado en infinidad de preceptos: exactamente en 613: que es una suma de 248: el número de los huesos humanos y 365, que es el número de días del año…
Toda la persona humana -simbolizada en los 248 huesos- y todo el tiempo de la vida -simbolizada en los 365 días- estaba regulada, legislada por 613 leyes. La moral se había degradado en infinidad de minucias legalistas, quizás como también degeneró la moral católica hasta los tiempos conciliares (Vaticano II): normas y leyes sin fin que estrangulaban la vida del cristiano … Todo estaba -supuestamente- regulado.
Jesús se remonta al origen, a las mismas fuentes y sitúa la moral en escuchar a Dios, escucha Israel … La moral no consiste en ser un perfecto fariseo, sino en ser un caminante que intenta seguir a Jesús como el ciego Bartimeo, como los discípulos, como Magdalena, tratan de seguir a Xto … La moral es el seguimiento del Señor, no el cumplimiento frío y escrupuloso de unas leyes…
02.- Es un seguimiento en el amor:
Amor que -fundamentalmente- es estar o vivir abierto, o vivir en referencia o mirando a Dios y por tanto abierto a la bondad.
La moral cristiana, el comportamiento cristiano no es el simple cumplimiento de la ley.
El cumplimiento de lo establecido ya lo hicieron el hermano mayor de la parábola del padre de los dos hijos, lo hizo el joven rico, los fariseos cumplían con todas las normas y preceptos habidos y por haber. El fariseo -la actitud farisaica- se vanagloria porque no es como el publicano: el fariseo lo ha cumplido todo. El sacerdote y el levita pasan de largo del amor al herido, porque tenían que cumplir con la religión.
Jesús cura en sábado, toca la muerte, la lepra, todo lo cual estaba prohibido por la ley religiosa. Jesús come con publicanos y pecadores, pone como ejemplo de moralidad al buen samaritano que atiende al herido en la carretera, Jesús defiende a sus discípulos que cogen y comen espigas en sábado; Jesús defiende a los suyos aunque coman con las manos sucias…
La moral de Jesús no está en el mero cumplimiento del Derecho canónico, sino en el Evangelio. Jesús es libre y liberador.
San Pablo lo dirá tajantemente: La letra mata, el Espíritu da vida’ (2Co 3, 6).
Hoy -siempre- nos es necesario el amor para vivir y convivir … sobre todo en unas sociedades pluralistas como las nuestras: con tanta diversidad de pensamiento en el orden social, sindical, político, religioso tenemos que aprender a vivir en respeto y libertad, o lo que es lo mismo en amor …
El Señor nos invita a vivir en el amor: en el respeto, en la tolerancia, en el pluralismo, en la ayuda, y muchas veces en el perdón. Sería importante -incluso desde el campo socio.político- abrir una vía al amor.
03.- La religión verticalista e individualista.
Es frecuente vivir la religión de forma vertical e individual: a mí lo que me importa es estar a bien con Dios, que Dios me perdone, recibir a JesuCristo en la Eucaristía y que “al final” Dios me reciba en el cielo. Los demás no entran en mi vivencia religiosa.
La persona religiosa no necesita del prójimo ni piensa en él. Pasa de largo… Solamente le importa estar a bien con Dios, que él me premiará con el cielo, aunque los demás se condenen.
El cristianismo es horizontal y comunitario: amarás al prójimo. Amarás a Dios pero en tanto en cuanto amas al prójimo.
Si alguno dice que ama a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso. Porque si no ama a su hermano, a quien puede ver, mucho menos va a amar a Dios, a quien no puede ver. Dios nos dio este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano. (1Jn 4,20-21)
04.- El amor como cantus firmus del cristiano.
El único gran principio moral cristiano es el amor. Escribía K Rahner que la tarea moral de Iglesia es recordarnos los grandes principios, es decir escuchar ese amor a Dios y al prójimo. Después, cada cristiano, desde esos principios, acogiendo el amor de Dios y en el seno eclesial sacará las concreciones cotidianas para su vida
Una persona que ama a Dios y al prójimo, no está lejos del Reino de los cielos.
Que el amor de Cristo presida nuestras vidas.
Ama y haz lo que quieras
[1] R. Latourelle, Una llamada a la esperanza, Salamanca, Ed sígueme, 1997, 38.
Comentario al evangelio del domingo XXXI del Tiempo Ordinario 3-11-2024
El amor al que se refiere Jesús, no es solo un sentimiento, sino que supone una decisión (corazón), una actitud en lo cotidiano de la vida (alma) y con todas las capacidades (fuerzas)
Algunos enfatizan demasiado en cumplir los mandamientos y Jesús contrasta esas actitudes, poniendo las normas al servicio de la vida. También se emplean demasiadas energías en el culto, descuidando el amor al prójimo en lo concreto de cada momento
Lo único realmente importante es el amor al prójimo que supone el amor a Dios, actitudes que Jesús dice nos permiten entrar al reino de Dios
Se acercó uno de los escribas que le había oído y le preguntó:
– ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?
Jesús le contestó: + El primero es: Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.
Le dijo el escriba:
– Muy bien, Maestro: tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: + No estás lejos del Reino de Dios.
Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
(Mc 12, 28b-34)
Estamos más acostumbrados a ver a los escribas enfrentándose a Jesús o preguntándole con alguna doble intención, pero en este texto, la situación es diferente. El escriba ratifica lo que dice Jesús y Jesús afirma que no está lejos del reino de Dios. Por lo menos este pasaje nos permite ver que es posible coincidir en lo fundamental y vivir una mayor unidad en la experiencia de fe. Aunque conviene recordar que el mismo pasaje, contado por los otros evangelistas -Mateo y Lucas- si muestra al escriba que le pregunta con la intención de ponerlo a prueba.
Pero veamos el diálogo porque es muy interesante. El escriba le pregunta cuál es el primero de los mandamientos. Hemos de recordar que los escribas reconocían 613 mandamientos, de ahí que la pregunta, a la hora de la verdad, no es tan sencilla. Jesús responde señalando dos mandamientos que no están en los conocidos diez mandamientos. Se remite al texto del Deuteronomio 6, 4-5 donde se encuentra la conocida expresión: Shema (escucha) Israel amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y le añade “con toda tu mente”. En realidad, el amor al que se refiere Jesús no es solo un sentimiento, sino que supone una decisión (corazón), una actitud en lo cotidiano de la vida (alma) y con todas las capacidades (fuerzas).
Además, se refiere al segundo mandamiento de amar al prójimo. Para los judíos el prójimo es siempre otro judío. Sin embargo, la praxis de Jesús nos permite ver que Jesús extendía la connotación de prójimo a otros que no eran judíos: el samaritano caído en el camino, la cananea que le pide un milagro, y el mismo mandato que da de amar a los enemigos.
El escriba reconoce la validez de la respuesta que ha dado Jesús, especialmente porque este amor vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Jesús fue un crítico en su vida histórica de un culto vacío que no pone en primer lugar al prójimo y su respuesta así lo confirma. Pero en este caso también el escriba lo confirma. Por eso Jesús dirá de él que no está lejos del reino de Dios.
Sería muy importante que también para nosotros estos dos mandamientos marcaran nuestra praxis cristiana e iluminaran todas las decisiones ante las situaciones concretas de la vida. No faltan las corrientes que anteponen las leyes al amor a las personas, ni corrientes que anteponen el culto a la vida de las gentes. Se enfatiza demasiado en cumplir los mandamientos y Jesús contrasta esas actitudes, poniendo las normas al servicio de la vida. También se emplean demasiadas energías en el culto, descuidando el amor al prójimo en lo concreto de cada momento. Nos convendría mucho detenernos en pasajes tan claros como este, donde el amor es el verdadero sentido de la vida cristiana para no enredarnos o enfrascarnos en normas, preceptos y cultos que solo ponen cargas pesadas a las personas sin favorecer la vida y la liberación de toda dificultad. El amor al prójimo siempre será el testimonio creíble del Dios a quien decimos amar y el amor a Dios es imposible tenerlo sin concretarlo en el prójimo a quien podemos ver, como dice la primera carta de Juan. Solo estas actitudes harán que Jesús pueda decir de nosotros que no estamos lejos del reino de Dios. Y, definitivamente, allí es donde queremos estar.
“ ¡Ver los cementerios como un lugar de vida! Es en la Eucaristía donde estamos más en comunión con nuestros difuntos. Sin embargo, los cementerios son una proclamación magnífica de la esperanza en la resurrección de la carne, bien más allá del postulado simple y arbitrario de una cierta supervivencia del alma. Allí están aquellos a los que los primeros cristianos llamaban ” los durmientes “. Y es a sus hermanos vivos para Dios, por quien los cristianos van a visitar el cementerio. Si se va a la tumba del Cristo, aunque esté vacía, precisamente es porque allí se produjo la resurrección de Cristo, la prenda de nuestra propia resurrección. Mantengamos nuestras tumbas pero no cultivemos la flor del tormento, de la culpabilización. Tenemos algo mejor que hacer: reguemos la flor de la Fe, entonces hagamos de nuestros cementerios bellos jardines de esperanza! “
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Père Pierre Trevet
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¡La Eucaristía! Es el regalo más bello que puede ofrecerse a los que “se fueron”. La Salvación ya ha sido dada de una vez para siempre por la muerte y la resurrección de Cristo, pero la actualización de la misa va a abrir el corazón del difunto y a alumbrarlo con una luz nueva. Si está en el “Purgatorio“, la misa es potencia de liberación. Si ya está en el Cielo, podrá utilizar este don con una “inteligencia” celeste para los de la tierra que lo necesitan más. Comprendamos que es también un regalo para los vivientes porque purificar y lavar nuestra historia pasada aporta bendición en el presente y en el futuro.
– “¡Ojalá se escribieran mis palabras, ojalá se grabaran en cobre, con cincel de hierro y en plomo se escribieran para siempre en la roca! Yo sé que está vivo mi Redentor, y que al final se alzará sobre el polvo: después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios; yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos lo verán.”
***
Salmo responsorial: 24
A ti, Señor, levanto mi alma.
Recuerda, Señor, que tu ternura
y tu misericordia son eternas;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor. R.
Ensancha mi corazón oprimido
y sácame de mis tribulaciones.
Mira mis trabajos y mis penas
y perdona todos mis pecados. R.
Guarda mi vida y líbrame,
no quede yo defraudado de haber acudido a ti.
La inocencia y la rectitud me protegerán,
porque espero en ti. R.
***
SEGUNDA LECTURA
Filipenses 3,20-21
Transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso
Hermanos:
Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
***
EVANGELIO
Marcos 15,33-39;16,1-6
Jesús, dando un fuerte grito, expiró
Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta media tarde. Y, a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:
-“Eloí, Eloí, lamá sabaktaní“. (Que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”)
Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
-“Mira, está llamando a Elías.”
Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo:
-“Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.”
Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
-“Realmente este hombre era Hijo de Dios.”
[Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro. Y se decían unas a otras:
–“¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?”
Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. Él les dijo:
-“No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron.”]
Los hombres de hoy no sabemos qué hacer con la muerte. A veces, lo único que se nos ocurre es ignorarla y no hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese triste suceso, cumplir los trámites religiosos o civiles necesarios y volver de nuevo a nuestra vida cotidiana.
Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares arrancándonos nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar entonces ante esa muerte que nos arrebata para siempre a nuestra madre? ¿Qué actitud adoptar ante el esposo querido que nos dice su último adiós? ¿Que hacer ante el vacío que van dejando en nuestra vida tantos amigos y amigas?
La muerte es una puerta que traspasa cada persona en solitario. Una vez cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. No sabemos qué ha sido de él. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde ahora en el misterio insondable de Dios. ¿Cómo relacionarnos con él?
Los seguidores de Jesús no nos limitamos a asistir pasivamente al hecho de la muerte. Confiando en Cristo resucitado, lo acompañamos con amor y con nuestra plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. En la liturgia cristiana por los difuntos no hay desolación, rebelión o desesperanza. En su centro solo una oración de confianza: “En tus manos, Padre de bondad, confiamos la vida de nuestro ser querido”
¿Qué sentido pueden tener hoy entre nosotros esos funerales en los que nos reunimos personas de diferente sensibilidad ante el misterio de la muerte? ¿Qué podemos hacer juntos: creyentes, menos creyentes, poco creyentes y también increyentes?
A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más críticos, pero también más frágiles y vulnerables; somos más incrédulos, pero también más inseguros. No nos resulta fácil creer, pero es difícil no creer. Vivimos llenos de dudas e incertidumbres, pero no sabemos encontrar una esperanza.
A veces, suelo invitar a quienes asisten a un funeral a hacer algo que todos podemos hacer, cada uno desde su pequeña fe. Decirle desde dentro a nuestro ser querido unas palabras que expresen nuestro amor a él y nuestra invocación humilde a Dios:
“Te seguimos queriendo, pero ya no sabemos cómo encontrarnos contigo ni qué hacer por ti. Nuestra fe es débil y no sabemos rezar bien. Pero te confiamos al amor de Dios, te dejamos en sus manos. Ese amor de Dios es hoy para ti un lugar más seguro que todo lo que nosotros te podemos ofrecer. Disfruta de la vida plena. Dios te quiere como nosotros no te hemos sabido querer. Un día nos volveremos a ver“.
Job 19,1.23-27a: Yo sé que está vivo mi Redentor. Salmo responsorial: 24: A ti, Señor, levanto mi alma. Filipenses 3,20-21: Transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso. Marcos 15,33-39;16,1-6: Jesús, dando un fuerte grito, expiró
El tema de la «vida eterna» no es un tema tan claro e intocable como en el ámbito de la fe tradicional nos ha parecido. Buena parte de la reflexión teológica renovadora actual está pidiendo replantear nuestra tradicional visión al respecto, la que habíamos aceptado con ingenuidad cuando niños, y que mantenemos ahí como guardada en el frigorífico del subconsciente, y que no nos atrevemos a mirar de frente.
A la luz de lo que hoy sabemos, no es fácil, en efecto, volver a profesar en plenitud de conciencia lo que tradicionalmente hemos creído: que somos un «compuesto de cuerpo y alma», que el alma la ha creado Dios directamente en el momento de nuestra concepción, y que como tal es inmortal; que la muerte consiste en la «separación de cuerpo y alma», y que en el momento de la muerte Dios nos hace un «juicio particular» en el que nos juzga y nos premia con el cielo o nos castiga con el infierno, con lo que ya sabemos tradicionalmente de estas dos imágenes. No resulta fácil hablar de estos temas, ni siquiera con nosotros mismos, en la soledad de nuestra conciencia frente a la esperada hermana muerte. Pero es conveniente hacerlo. La teología está asumiendo este desafío. Citamos sólo tres obras:
– Roger LENAERS, Otro cristianismo es posible, colección «Tiempo axial», Abya Yala (www.abyayala.org), Quito, Ecuador, 2007, con un capítulo expreso sobre el más allá, la vida eterna. El libro está puesto en internet y es muy recomendable como manual de texto para un grupo de formación que quiera actualizar su fe con valentía. Puede tomarse libremente, por capítulos (http://2006.atrio.org/?page_id=1616).
– También, John Shelby SPONG, Ethernal Life. A new vision, HarperCollins, 2010, 288 pp, publicado en español por la editorial Abya Yala de Quito, en su colección «Tiempo axial» (tiempoaxial.org).
– Hace ya unos 30 años Leonardo BOFF publicó su libro sobre escatología: «Hablemos de la otra vida» (Sal Terrae, que sigue reeditándolo actualmente; y está en la red, por cierto). Es una visión de los temas escatológicos desde una filosofía actualizada y desde una espiritualidad liberadora.
Los tres son muy recomendables, tanto para la lectura/estudio/oración personal, como para tomarlos como un manual de base para un cursillo de formación/actualización de nuestra fe en este ámbito de temas.
• La fiesta de los fieles difuntos es continuación y complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. Muchos de ellos formarán parte, sin duda, de ese «inmenso gentío» que celebrábamos ayer. Pero hoy no queremos rememorar su memoria en cuanto «santos» sino en cuanto difuntos.
Es un día para hacer presente ante el Señor y ante nuestro corazón la memoria de todos nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar recordando. El verso del poeta «¡Qué solos se quedan los muertos!», expresa también una simple limitación humana: no podemos vivir centrados exhaustivamente en un recuerdo, por más que seamos fieles a la memoria de nuestros seres queridos. Acabamos olvidando de alguna manera a nuestros difuntos, al menos en el curso de la vida ordinaria, para poder sobrevivir.
Por eso, este día es una ocasión propicia para cumplir con el deber de nuestro recuerdo agradecido. Es una obra de solidaridad el orar por los difuntos, es decir, de sentirnos en comunión con ellos, más allá de los límites del espacio, del tiempo y de la carne.
• En algunos lugares, la celebración de este día puede ser buena ocasión para hacer una catequesis sobre el sentido de la «oración de petición respecto a los difuntos», para la que sugerimos esquemáticamente unos puntos:
-el juicio de Dios sobre cada uno de nosotros es sobre la base de nuestra responsabilidad personal, no en base a otras influencias (como si la eficacia de la oración de intercesión por los difuntos pudiera actuar ante Dios como “argolla, enchufe, recomendación, padrino, coima…”);
-Dios no necesita de nuestra oración para ser misericordioso con nuestros hermanos difuntos…; nuestra oración no añade nada al amor infinito de Dios, en cierto es innecesaria;
-no rezamos para cambiar a Dios, sino para cambiarnos a nosotros mismos;
-la «vida eterna» no es una prolongación de nuestra vida en este mundo; la «vida eterna», como todo el resto del lenguaje religioso, es una metáfora, que tiene contenido real, pero no un contenido “literal-descriptivo”. Leer más…
¿Podemos hacer algo por los difuntos?¿Ellos pueden hacer algo por nosotros? He ahí otro tema de urgente profundización y purificación.
Deberíamos empezar por convencernos de que la muerte, para los cristianos, es una liberación, una meta, una pascua: el paso a la tierra prometida. NO un motivo de tristeza y, menos aún, de penitencia reparadora.
Puede que haya tristeza y llanto por la separación humana, por el dolor sensible, por la tragedia a veces. Pero todo eso debería estar arropado y consolado por la fe (segura confianza) en la felicidad eterna.
Los que mueren, mueren para vivir. No sabemos el camino que aún tendrán que recorrer, pero estamos ciertos de que pasaron definitivamente a la orilla de la Vida.
Por tanto, los signos y oraciones deberían ser de esperanza y alegría por la etapa superada (en la forma posible a cada cual), por el desembarco en los brazos del Padre. En los símbolos litúrgicos debería dominar el blanco y no el morado penitencial que ya no tiene sentido.
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Lo primero que podemos hacer por nosotros y por nuestros difuntos es “aceptar” su descanso en la paz. Ya entraron en la, para nosotros, inalcanzable eternidad. No puedes hacer nada más por ellos, como no puedes operarte de apendicitis por el que entró en el quirófano o como no puedes examinarte por tus hijos.
Esas “ánimas” por las que te preocupas tendrán que hacer, ellas solitas, su propia rehabilitación y su vuelta al Padre para poder ver su rostro. Nada puedes hacer y nada hay que temer porque están caminando bajo el impulso de la Misericordia infinita.
El único y universal remedio, lo que realmente puedes hacer “aquí y ahora” es:“Vencer el mal con abundancia de bien” (Rom 12,21) con el impulso y experiencia de los que partieron. Únicamente puedes ensanchar el bien que pugna por inundar tu vida. Te propongo estos tres avances bajo la sonrisa de tus difuntos:
1. Rectificar los malos funcionamientos que heredaste (parte del pecado original), muy sutiles a veces, porque suelen ser subconscientes y no nos hemos parado a concientizarlos.
2. Perdonar, perdonar de corazón las posibles heridas que te causaron, hasta que no quede ni rastro de resentimiento. No porque necesiten tu perdón, sino porque ese perdón es la medicina que necesitan tus heridas. Y recuerda: perdonar NO es apretar los dientes y olvidar el dolor de tus heridas. Perdonar es comprender. Comprendiendo tu propia fragilidad (conociéndote a ti mismo) entrarás en la comprensión de la limitación de los que te hirieron.
3. Seguir el buen ejemplo que te dejaron. Es la mejor forma de amar y honrar su memoria. Tiene sentido nombrarles en la santa Misa para sentirnos orando “CON ellos”, pero NO “POR ellos”, para seguir sintiendo su aliento y ejemplo de vida, para concientizar que pertenecen a tu misma Iglesia y siguen viviendo en ella.
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Amar es admirar y admirar nos lleva a imitar lo que admiramos. Si admiramos (amamos), es que esa persona nos atrae. Si nos atrae, es porque ya tenemos en nosotros algo de eso que admiramos.
La “presencia interior” de tus difuntos (más que su recuerdo cerebral) estimulará eso que pugna por crecer en ti. Esa sería la gran finalidad de honrar a los muertos. ¿Qué admiraste y qué sigues amando en tus difuntos? Si no hay amor, solo queda sensiblería u obligación mental o rutina externa. Nada de su “vida” te ha quedado, solo recuerdos muertos.
Si lo que te queda es amor, es un disparate hacer cambalaches con el Cura o con Dios. Tus difuntos no necesitan estipendios. Ya han desembarcado en las manos del Padre. Dedica tus dineros a los pobres vivos o a las necesidades de la Iglesia caminante. Los que ya pasaron no lo necesitan.
Lo que ellos desean -con toda seguridad- es que aproveches bien su buen ejemplo y rectifiques sus errores, que sigas tu camino y despliegues todos tus dones. ¡Eso será para ellos aire fresco! ¡Eso es lo urgente, realista y espiritualmente eficaz! Lo otro, los negocios espirituales y el “dios negociador”, son pura idolatría.
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Otra cosa es que necesites apoyar el dolor de la ausencia en la ternura del Padre. Hazlo sin reservas. Puede, incluso, que sea un consuelo para ti poner a tus difuntos en la mesa del altar y oír sus nombres. Puede que eso te recuerde su buen ejemplo. Hazlo si es positivo para ti, pero sin pagar contraprestación alguna.
No olvides que la Eucaristía (acción de gracias) es totalmente gratuita, es puro don del Señor, invitación a imitarle:“Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19).
No hay culpas que pagar, ni sacrificios purificadores, ni méritos que aplicar para sacar a los muertos del “fuego”.
Lo que intentamos vivir, bajo el signo de una “comida fraterna”, es la vivificante presencia y ejemplo del Señor: amor, unión, paz, alegría… y motivación mutua para caminar hacia los brazos del Padre. Y el ejemplo de los que le siguieron antes que nosotros (nuestros santos y difuntos) nos puede ayudar sobremanera.
¿Todavía crees en el “avaro ídolo” que se queda con tu hambre o tu dinero para “compensar” las culpas de tus muertos? ¿Acaso no descubriste al Dios de los cristianos, todo perdón, todo misericordia, todo atracción, todo gratuidad? Repítelo muchas veces en tu interior: ¡El Dios verdadero es infinita gratuidad! Solo tu cerrazón y alejamiento podrán privarte de su abundancia derramada.
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Procura saltar sobre las esperpénticas fórmulas canónicas:“óyenos”, “acuérdate…” o “recuerda…”. ¿Pero a qué “desmemoriado ídolo” rezamos? ¿Acaso has olvidado tú a tus difuntos? ¿Cómo puede haberlos olvidado su Padre? ¿No se sentiría ofendida una madre terrícola a la que suplicases: acuérdate de tu hijo fallecido? ¿Cómo podemos pronunciar esas necedades? “Guías ciegos…” (Mt 23,16).
Si alguien, desde fuera, observase nuestros rezos oficiales, tendría que concluir que oramos a un “dios con alzhéimer”, al que hay que repetir y repetir que no olvide.
No hemos leído la Escritura y NO creemos en el Dios verdadero que jamás olvida a sus hijos:
“Estoy a la puerta y llamo…” (Ap 3,20).
“¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!” (Is 49,15).
“En la palma de mis manos te llevo tatuado” (Is 49,16).
No sigo para no cansarte. Pero sigue tú leyendo, por ejemplo, “El Cantar de los Cantares”…
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Me gusta imaginar a nuestros muertos eclosionando bajo la arena como tortuguitas marinas. Unos llegarán más crecidos y otros menos. Unos saldrán muy cerca del agua y otros muy lejos. Pero todos, absolutamente todos, tras la carrera de la última purificación por la arena, se sumergirán en la Inmensidad y encontrarán, por fin, su destino.
Unos lo habrán intuido y gozado ya en esta vida. Para otros será una sorpresa verse liberados de inconsciencias, errores, oscuridades y rebeldías. Se encontrarán con el Padre que negaron o ignoraron y empezarán a comprender… Tal vez todo eso requiera el esfuerzo que no hicieron en vida, la rehabilitación necesaria para ser capaces de “ver” lo que no quisieron o pudieron ver en esta tierra.
¿Cómo será esa rehabilitación? Eso pertenece al misterio y no se nos ha revelado. Lo que sabemos con certeza es que “Dios lo será todo en todos” (1Cor 15,28). Esa es nuestra fe, esa nuestra esperanza, esa la alegría de recordar a nuestros muertos. Por eso, cuando pongas a tus seres queridos sobre el altar, piensa que ya caminan o han llegado a la Luz, sin posible retorno.
Nada cambiará con tus rezos, ni el difunto, ni el Dios de la Misericordia que se derrama permanentemente sobre todos: sobre nosotros y sobre ellos.
Lo único que puede cambiar es tu corazón. Todavía estás en camino y puedes elegir. Todavía puedes cambiar e inundar tu vida de bien y paz, para desembarcar más cerca de la Felicidad cuando eclosiones en la ribera del Mar.
Tu cambio, tu elección del bien, repercute en la Iglesia universal. Eso te están gritando desde el otro lado -estoy seguro- los que te quieren. Tu propio progreso no te costará un céntimo, solo algún esfuerzo. Pero merece la pena, ya lo verás.
No puedo negar la decepción y la frustración que tantos católicos LGBTQ+ como yo sentimos después de cuatro años de arriesgarnos a contar nuestras historias y de ser escuchados por nuestros hermanos católicos y nuestros líderes, solo para enterarnos de que el Sínodo no pudo reconocernos directamente en su Documento Final más allá de una breve referencia a “situación matrimonial, identidad o sexualidad” (párrafo 50). No puedo negar nuestra frustración o enojo cuando tantos católicos LGBTQ+ ya están sufriendo, tanto por marginación como exclusión dentro de la iglesia y, a veces, por una mayor marginación, abuso e incluso violencia en la sociedad en general.
Pero me gustaría advertir contra una respuesta totalmente negativa al trabajo del Sínodo sobre la sinodalidad, destacando las semillas para el crecimiento y el cambio futuros en nuestra iglesia que, con la guía del Espíritu Santo y nuestro propio trabajo continuo por la justicia, podrían conducir a la una mayor aceptación de los católicos LGBTQ+.
Si bien hay muchos llamamientos retóricos hermosos, aunque algo vagos, a la diversidad y el diálogo en el Documento Final, mi formación como eclesiólogo me lleva a centrarme en algunas de las recomendaciones estructurales aparentemente aburridas pero cruciales que el Sínodo recomienda que, SI se implemente, un “ IF”, que debe escribirse en mayúsculas, negrita y cursiva, puede ser crucial para determinar cómo se escucha a los católicos LGBTQ+ en el futuro. Estas recomendaciones, si realmente se implementan a través de políticas, derecho canónico, estructuras institucionales y procedimientos obligatorios, tienen el potencial de evitar que este Sínodo sea juzgado en el futuro como un fracaso total para los católicos LGBTQ+.
Las recomendaciones del documento para desarrollar un proceso sinodal claro de discernimiento y toma de decisiones eclesiales son un punto de partida importante. El documento destaca tres componentes requeridos para el discernimiento eclesial: 1) “nada [debe hacerse] sin el obispo”, 2) “nada sin el consejo de presbíteros” y 3) “nada sin el consentimiento del pueblo” (párrafo 88 ). En los últimos siglos, la práctica católica ha sobresalido en el primer componente, pero extremadamente débil en el segundo y el tercero.
El documento subraya que, en algunos casos, los líderes de las iglesias ya están “obligados por la ley actual a realizar una consulta antes de tomar una decisión”. Cuando eso sucede, “quienes tienen autoridad pastoral están obligados a escuchar a quienes participan en la consulta y no pueden actuar como si la consulta no hubiera tenido lugar”, y no deben “apartarse de los frutos de la consulta que producen un acuerdo sin un Razón imperiosa que debe explicarse adecuadamente”. (párrafo 91) Podemos esperar que se produzca tal cambio en la práctica y que los líderes de la iglesia realmente comiencen a seguir las recomendaciones de consulta del derecho canónico actual.
El Sínodo recomienda cambiar una fórmula canónica que repetidamente se refiere a estas consultas como un voto “meramente” consultivo, y recomienda “una revisión del Derecho Canónico desde una perspectiva sinodal[…] arrojando luz sobre las responsabilidades de quienes desempeñan diferentes roles en la decisión”. –proceso de elaboración”. (párrafo 92) Si – SI – esto se lleva a cabo en nuestras parroquias y diócesis, e incluye la recomendación de consultar con todos aquellos “afectados por el asunto bajo consideración” (párrafo 93.a), entonces puede haber un camino a seguir en que no se tomen más decisiones sobre nosotros, sin nosotros, en nuestras vidas como católicos LGBTQ+.
Un segundo lugar para la esperanza está en las recomendaciones para exigir y fortalecer las estructuras que permitan la participación de todos los bautizados en la toma de decisiones, la rendición de cuentas y la evaluación en todos los niveles de la Iglesia Católica. El documento enumera algunos de los órganos ya previstos en el derecho canónico para este fin, como los consejos pastorales diocesanos y parroquiales, los consejos presbiterales y los sínodos diocesanos. El documento recomienda hacer obligatorias estas posibilidades, así como cambiar sus formas de funcionamiento y ampliar la participación en las mismas.
El informe enfatiza que “una Iglesia sinodal se basa en la existencia, eficiencia y vitalidad efectiva de estos órganos de participación, no en la existencia meramente nominal de los mismos. […] Por esta razón, insistimos [¡algunos de los lenguajes más fuertes del texto!] en que sean obligatorios, como se solicitó en todas las etapas del proceso sinodal, y que puedan desempeñar plenamente su papel, y no sólo en de una manera puramente formal”. (párrafo 104) El texto pide además que estos consejos utilicen un método que incluya un diálogo real y una mayor diversidad de miembros que refleje con precisión la composición de sus comunidades. Incluso si nuestras voces no quedaron reflejadas en el Documento Final, muchos católicos LGBTQ+ tuvieron la poderosa experiencia de ser escuchados seriamente por algunos de nuestros pastores, algunos de nuestros obispos y muchos de nuestros hermanos católicos. Estas recomendaciones intentan hacer de eso la norma y no la excepción de la vida católica.
En tercer y último lugar, el Documento Final hace recomendaciones para acelerar lo que el Papa Francisco ha llamado la “sólida descentralización” de la Iglesia Católica, pidiendo una mayor independencia para las conferencias episcopales nacionales (párrafo 125), y la posibilidad de que diferentes diócesis y naciones puedan se les permitirá “avanzar a diferentes ritmos” (párrafo 124).
¿Por qué son estas buenas noticias para los católicos LGBTQ+? En lugares como Alemania o Bélgica, donde los obispos han tomado más en serio el llamado del Papa Francisco a la sinodalidad, estas recomendaciones podrían permitir la implementación continua de una bienvenida más completa para los católicos LGBTQ+ sin tener que esperar la aprobación de Roma. Más importante aún, esos lugares no tendrán que esperar a que toda la iglesia global se ponga de acuerdo sobre el mejor camino a seguir.
Sin embargo, este desarrollo puede no ser una buena noticia para todos. No serán buenas noticias para la gente en aquellas partes del mundo donde obispos individuales y conferencias episcopales han expresado indiferencia o abierta oposición a los llamados del Papa Francisco a la sinodalidad, la bienvenida y el diálogo.
Todas estas innovaciones estructurales dependen de si estas recomendaciones se implementan con toda su fuerza y pronto. La Asamblea sinodal reconoce que “sin cambios concretos a corto plazo, la visión de una Iglesia sinodal no será creíble, y esto alejará a aquellos miembros del Pueblo de Dios que han sacado fuerza y esperanza del camino sinodal”. (párrafo 94)
Que esto suceda depende de los abogados canónicos que trabajan para traducir estas recomendaciones al derecho eclesiástico; al Papa cuando promulga estos cambios y alienta a la iglesia a continuar este camino sinodal; Depende de nuestros obispos y pastores escuchar lo que el Espíritu dice a través del Sínodo y, siempre más importante, de nosotros, mientras continuamos recordando a nuestros líderes y a nosotros mismos que, como Pueblo de Dios bautizado y como católicos LGBTQ+, nuestra participación en el discernimiento y la toma de decisiones eclesiales no es opcional para nosotros ni para el resto de la Iglesia.
—Brian Flanagan (él/él), Ministerio New Ways, 1 de noviembre de 2024
La vida futura es el opio del pueblo, es una mistificación que hace esperar del futuro un cambio que no se habría producido o por lo menos no se ha preparado en el presente.
La verdadera fe cristiana no es la fe en una vida futura, sino en la vida eterna, y si es eterna, sólo se necesita un momento de reflexión para comprender que ya se ha iniciado. Vivimos ahora, o no viviremos nunca.
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Luis Evely, “Ese hombre eres tú” (1957), p. 58
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En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.”
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Mateo 5,1-12a
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La meditación del bautismo de Jesús (Lc 3,21 ss) supuso para mí un intento de hacerme consciente del amor de Dios. Jesús baja al Jordán, al agua cargada con la culpa de las muchas personas que iban al Jordán a que Juan las bautizara. Mientras baja, se abren sobre él los cielos y Dios le promete: «Tú eres mi hijo amado, en ti me he complacido». También esta frase –que somos hijos e hijas amados de Dios- la escuchamos hoy de una manera suficiente en los discursos espirituales, pero lo más frecuente es que estas palabras nos resbalen. Son justas, pero no provocan nada. Siempre será un don el hecho de que estas palabras alcancen nuestro corazón de modo que se sienta realmente amado, sanado y cambiado por el amor […].
Experimenté en la meditación la realidad de este amor cuando referí la frase: «Eres mi hijo amado», precisamente en mi miedo, en mi oscuridad, en mi rechazo, en mi mediocridad, en las mentiras de mi vida. Sólo cuando referí a mi vida concreta la palabra que me dice que soy un hijo amado, me tocó en lo más profundo de mi ser y me proporcionó paz interior. Todos los discursos sobre el amor de Dios nos resbalarán si no llegan a tocar las experiencias de nuestra vida de cada día.
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Anselm Grün, Abitare nella casa dell’amore,
Brescia 2000, pp. 50ss, passim).
Apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua
Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello del Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: “No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios.” Oí también el número de los marcados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel.
Después esto apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: “¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!” Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: “Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén.”
Y uno de los ancianos me dijo: “Ésos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?” Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabrás.” Él me respondió: “Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero.”
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Salmo responsorial: 23, 1-2. 3-4ab. 5-6
Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos. R.
¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
El hombre de manos inocentes
y puro corazón,
que no confía en los ídolos. R.
Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
Éste es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob. R.
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SEGUNDA LECTURA
1Juan 3,1-3
Veremos a Dios tal cual es
Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él es puro.
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EVANGELIO
Mateo 5,1-12a
Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.”
Yo he querido venir con mucha devoción, con mucho cariño, a esta celebración que se está realizando en la Iglesia de El Paisnal. Fue una invitación, una invitación, una iniciativa, de las queridas religiosas oblatas al Sagrado Corazón que, en colaboración convalientes catequistas y asesoradas por la pastoral de la Arquidiócesis, están manteniendo esta llama de la fe, en este difícil ambiente de Aguilares, de El Paisnal y de todos los cantones.Mi presencia aquí, quiere ser entonces, un apoyo a esta pastoral, a esta hora heroica, de quienes no se avergüenzan de la Iglesia en estas horas de prueba, como acaba de decir al Apocalipsis, “la gran tribulación”.
PALABRA DE ÁNIMO
Quiero ser mi presencia de pastor, junto a las religiosas y a ustedes, queridos catequistas, casi como la presencia del Padre Grande aquí muerto entre dos campesinos: Manuel y Nelson Rutilio. Aunque el Padre Grande, don Manuel y Nelson ya terminaron su faena, y ahora se unen a esa turba de los santos en el cielo, para que nosotros contemplemos -pastor y fieles miremos a través de estas tumbas, no sólo el Día de Difuntos, que se celebrará mañana, sino a los santos del cielo, la gran muchedumbre venida de la gran tribulación por los caminos de las Bienaventuranzas, que se acaban de proclamar en el evangelio. Para decirles, también, no sólo a las hermanas y a los catequistas, sino a los fieles, sobre todo aquellos que se encuentran un poco acobardados, miedosos, huyendo: que no tengan miedo, que vale la pena seguir estos caminos que no terminan en una tumba sino que se abren al horizonte del cielo.
Y vengo, queridos hermanos, para decirles en este ambiente donde la persecución, el atropello, la grosería de unos hombres contra otros hombres ha marcado de sangre y de humillación, a decirles el lenguaje claro de la Iglesia. Que no se confunda este lenguaje, este mensaje de esperanza y de fe de la Iglesia, con el lenguaje subversivo, con el lenguaje político de la mala ley, de los que pelean por el poder, de los que disputan las riquezas de la tierra, de los que hablan de liberaciones únicamente a ras de tierra, olvidando las esperanzas del cielo, de los que han puesto sus ilusiones en sus haciendas, en sus haberes, en sus capitales, en su poder; para decirles a todos, hermanos, que el lenguaje de la Iglesia no hay que confundirlo con esas idolatrías; y que los idólatras y los que le sirven a los idólatras no tienen por qué temer este lenguaje nítido, limpio de corazón, claro que la Iglesia predica. Leer más…
En esta fiesta cristiana de «Todos los Santos», quiero decir cómo entiendo y trato de vivir algunos rasgos de mi fe en la vida eterna. Quienes conocen y siguen a Jesucristo me entenderán.
Creer en el cielo es para mí resistirme a aceptar que la vida de todos y de cada uno de nosotros es solo un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos. Apoyándome en Jesús, intuyo, presiento, deseo y creo que Dios está conduciendo hacia su verdadera plenitud el deseo de vida, de justicia y de paz que se encierra en la creación y en el corazón da la humanidad.
Creer en el cielo es para mí rebelarme con todas mis fuerzas a que esa inmensa mayoría de hombres, mujeres y niños, que solo han conocido en esta vida miseria, hambre, humillación y sufrimientos, quede enterrada para siempre en el olvido. Confiando en Jesús, creo en una vida donde ya no habrá pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar. Por fin podré ver a los que vienen en las pateras llegar a su verdadera patria.
Creer en el cielo es para mí acercarme con esperanza a tantas personas sin salud, enfermos crónicos, minusválidos físicos y psíquicos, personas hundidas en la depresión y la angustia, cansadas de vivir y de luchar. Siguiendo a Jesús, creo que un día conocerán lo que es vivir con paz y salud total. Escucharán las palabras del Padre: Entra para siempre en el gozo de tu Señor.
No me resigno a que Dios sea para siempre un «Dios oculto», del que no podamos conocer jamás su mirada, su ternura y sus abrazos. No me puedo hacer a la idea de no encontrarme nunca con Jesús. No me resigno a que tantos esfuerzos por un mundo más humano y dichoso se pierdan en el vacío. Quiero que un día los últimos sean los primeros y que las prostitutas nos precedan. Quiero conocer a los verdaderos santos de todas las religiones y todos los ateísmos, los que vivieron amando en el anonimato y sin esperar nada.
Un día podremos escuchar estas increíbles palabras que el Apocalipsis pone en boca de Dios: «Al que tenga sed, yo le daré a beber gratis de la fuente de la vida». ¡Gratis! Sin merecerlo. Así saciará Dios la sed de vida que hay en nosotros.
Apocalipsis 7,2-4.9-14: Apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua. Salmo responsorial: 23: Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor. 1Juan 3,1-3Veremos a Dios tal cual es. Mateo 5,1-12a: Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Se celebra hoy la Solemnidad de Todos los Santos. Qué bueno sería que los «santos» en ella celebrados no se redujeran sólo a los del “mundo católico”, los santos de nuestro pequeño mundo, de la Iglesia Católica, sino a «todos los santos del mundo», a los santos de un mundo verdaderamente «cat–hólico» (etimológicamente, según el todo, referido al todo), o sea, «universal». ¿No queremos celebrar en este día a todos los santos que están ya ante Dios? ¿Pues cómo vamos a limitarnos a pensar en «catálogo romano de los santos», de los «canonizados» por la Iglesia católica romana, según esa práctica llevada a cabo sólo desde el siglo XI, de «inscribir» oficialmente a los santos particulares de nuestra Iglesia, en ese libro? ¿Será que quienes figuran oficialmente inscritos durante 9 siglos en esta sola Iglesia son «todos los santos»… o tal vez serán sólo una insignificante minoría entre todos ellos?
Es decir: pocas fiestas como ésta requieren ser «universalizadas» para hacer honor a su nombre: la festividad de «todos los santos». Por tanto, hay que hacer un esfuerzo por entenderla con una real universalidad. Ésta es una fiesta «ecuménica»: agrupa a todos los santos. Es más que ecuménica, porque no contempla sólo a los santos cristianos, sino a «todos», todos los que fueron santos a los ojos de Dios. Ello quiere decir, obviamente, que también incluye a los «santos no cristianos»… a los santos de otras religiones (debería ser una fiesta inter-religiosa), e incluso a los santos sin pertenencia a ninguna religión, los «santos paganos» (Danielou tituló así un libro suyo), los santos anónimos (éstos deben ser verdadera legión), incluso los «santos ateos», a los que el pasaje de Mt 25,31ss pone en evidencia («cada vez que lo hicieron con alguno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron»).
Una fiesta, pues, que podría hacernos reflexionar sobre dos aspectos: sobre la santidad misma (¿qué es, en qué consiste, qué «confesionalidad» tiene…?), y sobre el «Dios de todos los santos». Porque muchas personas todavía piensan -sin querer, desde luego- en «un Dios muy católico». Para algunos Dios sería incluso «católico, apostólico… y romano». O sea, «nuestro». O «un Dios como nosotros», de hecho. Pudiera ser que, también… un poco… hecho «a imagen y semejanza» nuestra.
La actitud universalista, la amplitud del corazón y de la mente hacia la universalidad, a la acogida de todos sin etiquetas particularistas, siempre nos cuestiona la imagen de Dios. Dios no puede ser sólo nuestro Dios, el nuestro, el que piensa como nosotros e intervendría en la historia siempre según nuestras categorías y de acuerdo con nuestros intereses… Dios, si es verdaderamente Dios, ha de ser el Dios de todos los santos, el Dios de todos los nombres, el Dios de todas las utopías, el Dios de todas las religiones (incluida la religión de los que con sinceridad y sabiendo lo que hacen optan con buena conciencia por dejar a un lado “las religiones”, aunque no «la religión verdadera» de la que por ejemplo habla Santiago en su carta, 1,27). Dios es «católico» pero en el sentido original de la palabra. Está más allá de toda religión concreta. Está «con todo el que ama y practica la justicia, sea de la religión que sea», como dijo Pedro en casa de Cornelio (Hch 10).
Hoy nos parece todo esto tan natural, pero hace apenas 50 años que estamos pensando de esta manera -los años que hace que se celebró el Concilio Vaticano II-. En las vísperas de aquel Concilio, el famoso teólogo dominico Garrigou-Lagrange (avanzado, progresista, y por ello perseguido) escribía, con la mentalidad que era común en el ambiente católico: «Las virtudes morales cristianas son infusas y esencialmente distintas, por su objeto formal, de las más excelsas virtudes morales adquiridas que describen los más famosos filósofos… Hay una diferencia infinita entre la templanza aristotélica, regulada solamente por la recta razón, y la templanza cristiana, regulada por la fe divina y la prudencia sobrenatural» (Perfection chrétienne et contemplation, Paris 1923, p. 64). Danielou, por su parte, afirmaba: «Existe el heroísmo no cristiano, pero no existe una santidad no cristiana. No debemos confundir los valores. No hay santos fuera del cristianismo, pues la santidad es esencialmente un don de Dios, una participación en Su vida, mientras que el heroísmo pertenece al plano de las realidades humanas» (Le mystère du salut des nations, Seuil, Paris 1946, p. 75). Todas las grandes figuras de la humanidad, personajes como Sócrates o como Gandhi… sólo podrían considerarse héroes, no santos. No quedarían incluidos hoy en esta fiesta, según la visión católico-romana de aquellos tiempos preconciliares, porque «santos», sólo podrían serlo los buenos cristianos, ¡y católicos! Ésta es una de las tantas «rupturas» que realizó el Concilio Vaticano II.
La primera lectura bíblica de esta fiesta litúrgica, del Apocalipsis, aun estando redactada en ese lenguaje no sólo poético, sino ultra-metafórico, lo viene a decir claramente: la muchedumbre incontable que estaba delante de Dios era «de toda lengua, pueblo, raza y nación»… En aquel entonces, hablar de «las naciones» implicaba a las religiones, porque se consideraba que cada pueblo-raza-nación tenía su propia religión. A Juan le parece contemplar reunidos, en aquella apoteosis, no sólo a los judeocristianos, sino a «todos los pueblos», lo que equivale a decir: a todas las religiones.
Si corregimos así nuestra visión, estaremos más cerca de «ver a Dios tal como es» (segunda lectura), tal como podremos verle más allá de los velos carnales del chauvinismo cultural o el tribalismo religioso -que no son muy distintos-. Obviamente, esos «ciento cuarenta y cuatro mil» (doce al cuadrado, o sea, «los Doce», o «las Doce ‘tribus’ de Israel», pero elevadas al cuadrado y multiplicadas por mil, es decir, totalmente superadas, llevadas fuera de sí hasta disolverse entre «toda lengua, pueblo, raza y nación»), esos ciento cuarenta y cuatro mil, o los entendemos como un símbolo macroecuménico, o nos retrotraerían a un fantástico tribalismo religioso.
Las bienaventuranzas comparten esta misma visión «macro-ecuménica»: valen para todos los seres humanos. El Dios que en ellas aparece no es «confesional», de una religión, no es «religiosamente tribal». No exige ningún ritual de ninguna religión. Sino el «rito» de la simple religión humana: la pobreza, la opción por los pobres, la transparencia de corazón, el hambre y sed de justicia, el luchar por la paz, la persecución como efecto de la lucha por la Causa del Reino… Esa «religión humana básica fundamental» es la que Jesús proclama como «código de santidad universal», para todos los santos, los de casa y los de fuera, los del mundo «católico»…
Si a propósito de la festividad de Todos los Santos se nos sugiere el texto de las Bienaventuranzas, es porque ellas son en verdad el camino de la santidad universal (y supra-religional, simple y profundamente humana); en y con las Bienaventuranzas como carta de navegación para nuestra vida es posible alcanzar la meta de nuestra santificación, entendida como la lucha constante por lograr en el cada día el máximo de plenitud de la vida según el querer de Dios.
En la homilía, en la oración, en la conversación que tengamos sobre el tema, no dejemos de nombrar hoy a Gandhi, que tiene que ir de la mano con Francisco de Asís; a Martin Luther King acompañado por Mons. Oscar Arnulfo Romero –finalmente reconocido como «mártir» por Roma–; a la mística santa Teresa con el incomparable Ibn Arabí; al inefable Juan de la Cruz con el místico Nisagardatta («¡Yo soy Eso!»)… La manera de cambiar la vieja mentalidad «tribal», que también nos ha afectado en la concepción de la santidad, es practicar, conversar, manifestar la nueva mentalidad macroecuménica.
Dentro de la perspectiva cristiano-católica, para una aplicación más parenética de este precedente comentario exegético, recomendamos como la mejor referencia el capítulo V de la Constitución Dogmática de la Iglesia “Lumen Gentium”, del Vaticano II, sobre el “Universal llamado a la santidad”. Antes del Concilio se solía pensar que había una especie de «profesionales de la santidad», que se dedicaban de un modo especializado a conseguirla, como los monjes y los religiosos/as, que se decía que vivían en el «estado de perfección»; a los demás, los laicos/as o seglares, como que se les consideraba de alguna manera dispensados de tener que tender a la santidad. Leer más…
Según la tradición romana, Cristo ha redimido a todos los hombres, llevándolos sobre sus hombros del infierno al cielo, como muestra el Tragóforo de la Catacumba de Santa Priscila, en la línea del “símbolo romano” o de los apóstoles.
Tragos es el “macho cabrío”, representado por mitos y fiestas, condenas desde la India al País Vasco. En Israel están los machos cabríos del Yom Kippur de los que hablé con el otro día en RD y FB, interpretando la guerra judía. En el Pais Vasco está el Akarra danzante de los aquelarres (Akerra dantzan,astoa tamboliñe joten…). En Grecia está el Tragos de la tragedia, y pensamiento de occidente. En Roma destaca el Cristo Tragóforo (portador de cabras, salvador universal ) de la Catacumba de Priscilla.
Ésta es la mejor representación que conozco de la fiesta de Todos los Santos, representados por la cabra que Cristo lleva en hombros . Feliz fiesta a todos
| Xabier Pikaza
Este Cristo Tragóforo
de un lóculo del Arenario, de la Catacumba de Priscila (Roma, siglo III dC) ofrece el testimonio más hondo de salvación universal que conozco: Cristo no salva a la oveja para condenar a las cabras sino que acoge a ovejas y cabras, llevando a la “cabra” a cuestas, es decir, a toda la humanidad.
Cristo lleva en sus hombros a la “cabra perdida” (no a la oveja, cf. Lc 15, 4-7; cf. Mt 18, 12-14), esto es, a todos los seres humanos. Esta imagen transforma (en línea de salvación/religión universal) la sentencia de salvación/condena de Mt 25, 31-46.
Según esta imagen (que recoge la primera gran teología romana) todos los hombres se salvan (=son vivificados en Cristo: 1 Cor 15, 22.28), abriendo un camino de esperanza universal de cielo parala humanidad reconciliada. Esta imagen de tipo “gnóstico-ortodoxo” interpreta a la “cabra-caída” (perdida) como humanidad que Jesús ha tomado en sus hombros, para resucitar con ella, como afirma la liturgia cristiana de Pascua, de forma que en vez de un Cristo con la cruz a cuestas tenemos a un Cristo de amor y perdón con la cabra a cuestas
Introducción
Este Tragóforo, que lleva en sus hombros y salva a la oveja/cabra perdida,en el centro del conjunto ornamental más importante del Arenario de Priscila, ofrece un testimonio clave para entender el cristianismo.
— no sacrifica al animal que lleva en sus hombros (como el moscóforo griego, que lleva a la oveja al templo para sacrificarla al dios de turno),
— no sacrifica ni expulsa y condena al chivo expiatorio ni emisario del judaísmo de Lev 16), — sino que vive (y muere) al servicio de la cabra-oveja,– abriendo así un espacio de salvación para todos, ovejas y cabras.
– Ese Tragóforo, con su zurrón pastoril, tiene a su lado a las ovejas y cabras de Mt 25, 31-46, todas buenas, a la derecha e izquierda: — Ovejas y cabras se inscriben en el círculo sagrado de la Vida (paraíso), con los árboles crecidos de mostaza (Reino de Dios), donde anidan las aves del cielo (Espíritu Santo),en signo de salvación universal.
Nunca, que yo sepa, había presentado la iconografía una imagen más honda de salvación universal, una experiencia y tarea de liberación dirigida a todos; una tarea que deben asumir y realizar todos los cristianos. Por eso, los seguidores de Jesús han de ser igualmente “tragóforos”, portadores de la cabra, creando un espacio en el que puedan convivir (transformadas) ovejas y cabras, haciendo que este mundo sea un paraíso, es decir, un camino de transformación salvadora universal…
Éste es un signo cristiano, pero puede y debe presentarse, al mismo tiempo, como signo religioso universal (pues no tiene nada confesionalmente cristiano en sentido exclusivista, como mostré en mi tesis sobre los Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25, 31-46 (Sígueme, Salamanca 1985). 1. Jesús moskóforo y crióforo
Esta imagen del Cristo tragóforo es una imitación y transformación del moskóforo griego que acude al templo de Atenea o de otro dios, llevando en sus hombros el novillo para el sacrificio (moskos). Ese signo se ha universalizado en la forma de crióforo, portador de una oveja (o de una cabra) para el mismo sacrificio.
Así aparece desde tiempo muy antiguo, en Mesopotamia y en otras culturas de oriente, para desembocar en Grecia y Roma: Un devoto del Dios lleva en sus hombres una oveja, para ofrecerla en sacrificio. El animal (novillo, oveja) tiene que morir, para que los beneficios de Dios (de la Vida) se concedan en el templo al oferente.
Parece un animal feliz, pero le llevan al matadero religioso, para derramar y ofrecer su sangre al Dios, para que los devotos coman de su carne y así reciban su fuerza. Esa una imagen del devoto que lleva en hombros a la víctima para el sacrificio se encuentra en el fondo de muchas representaciones antiguas, donde el animal recibe un carácter sagrado, para ser sacrificado. Es una imagen piadosa, pero de piedad sacrificial y de violencia.
Pues bien, en contra de la visión pagana, el Cristo de las catacumbas no lleva novillo o al cordero para la muerte, sino todo lo contrario: Paro salvarlo de la muerte, para introducirlo en la gloria de Dios, es decir, en la Vida.
2. Cristo Orfeo
Del chivo emisario/expiatorio de la guerra judía (Lev 16) hablé el otro. Del aquelarre vasco o pirineo de Goya hablaré quizá otro. Aquí puedo aludir al chivo sacrificial de griegos o romanos, hasta la actualidad
En contra de lo que he dicho (matar animales para Dios) en la religiosidad del helenismo tardío, y de un modo especial a partir de los bucólicos (como Teócrito), el oferente no lleva al animal para matarlo en sacrificio, sino para salvarlo. Estamos ante el signo del hombre que ayuda a los animales (recordemos el motivo de Orfeo que toca la lira reuniendo en torno a sí a todos los animales).
En nuestro caso cristiano, el Cristo tragóforo de Santa Priscia aparece como Buen Orfeo, que no utiliza a los animales, no los mata para Dios (para sí mismo), sino que les libera de su mala animalidad, para integrarlos en la armonía cósmica de la Vida. Éste es el Cristo pastor bueno (de Jn 10) que da la vida por sus ovejas, que las lleva consigo, en sus hombros, a los pastos buenos, conforme al poderoso salmo del buen pastor (Sal 23 o 22).
3. Ni moskóforo, ni crióforo:
Jesús Tragóforo (bucóforo)lleva en sus hombros al macho cabrío La novedad de la Catacumba de Santa Priscila está en que Jesús, buen Pastor, vestido de patricio romano, no lleva en sus hombres un novillo (no es moscóforo), ni una oveja (no es crióforo), sino una cabra o, quizá mejor, un macho cabrío, de manera que podemos llamarle “bucóforo” o, quizá mejor, “tragóforo”, conforme a la imagen poderosa de Lev 16.
Lev 16 ha popularizado en el judaísmo y en la cultura moderna la imagen universal de los dos “chivos”. Uno es el “chivo expiatorio” al que el “buen” sacerdote debe matar, para limpiar con su sangre los pecados de todos los hombres y mujeres del pueblo. El otro es el “chivo emisario”, sobre cuya cabeza ha de cargar el sacerdote todos los pecados del pueblo, mandándolo al desierto de Azazel, en las “tinieblas exteriores”, condenándolo de así al exilio y a la muerte.
Pues bien, este Jesús de Santa Priscila no ha venido a matar a un chivo, ni a expulsar al otro, sino a cargar con todos los chivos (bucos, machos cabríos) del mundo, llevándolos en sus hombros, para salvarlos, porque su Dios es Dios de salvación, de transformación universal, de vida.
Parábola del Buen Pastor (Lc 15, 4-7; cf. Jn 10)
Desde ese fondo se entiende la parábola del Buen Pastor de Lc 15, 4-7 (que aparece también en Mt 18, 12-14, desarrollada por Jn 10). Ésta es una primera “lectura” de la imagen de la Catacumba de Santa Priscila. El mismo Jesús, Noble Romano (de la buena Roma), representante de Dios, ha venido a mundo para tomar en sus hombros y salvar a la oveja perdida. Pero la imagen dice más. Este Jesús tragóforo no ha tomado y puesto en su espalda a una oveja cualquiera (un cordero), sino que ha venido a buscar a la “cabra perdida”, identificándose de algún modo con ella. Ésta es la imagen suprema del “Dios que desciende” (o sube), introduciéndose en el centro de una realidad (humanidad) que corre el riesgo de perderse, no simplemente por ignorancia, sino incluso por maldad.
Del blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre sj:
En la Fiesta de Todos los Santos, la lectura del evangelio recoge las bienaventuranzas. Es una forma de indicarnos el camino que llevó a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia a la santidad. Resulta imposible comentar cada una de ellas en poco espacio. Me limito a indicar algunos detalles fundamentales para entenderlas.
Las bienaventuranzas no son una carrera de obstáculos
Muchos cristianos conciben las bienaventuranzas como una carrera de obstáculos, hasta que conseguimos llegar a la meta del Reino de Dios. Y la carrera se hace difícil, tropezamos continuamente, nos sentimos tentados a abandonar cuando vemos tantas vallas derribadas. «No soy pobre material ni espiritualmente; no soy sufrido, soy violento; no soy misericordioso; no trabajo por la paz… No hace falta que un juez me descalifique, me descalifico yo mismo.» Las bienaventuranzas se convierten en lo que no son: un código de conducta.
Las bienaventuranzas son ocho puertas para entrar en el Reino de Dios
El arquitecto de la basílica de las bienaventuranzas la concibió con ocho grandes ventanas que permiten ver el hermoso paisaje del lago de Galilea. Prefiero concebir las bienaventuranzas no como ocho ventanas, sino como ocho puertas que permiten entrar al palacio del Reino de Dios. Para entenderlas rectamente hay que advertir donde las sitúa Mateo: al comienzo del primer gran discurso de Jesús, el Sermón del Monte, en el que expone su programa e indica la actitud que debe distinguir a un cristiano de un escriba, de un fariseo y de un pagano.
A diferencia de los políticos, capaces de mentir con tal de ganarse a los votantes, Jesús dice claramente desde el principio que su programa no va a agradar a todos. Los interesados en seguirlo, en formar parte de la comunidad cristiana (eso significa aquí el «Reino de los cielos»), son las personas que menos podríamos imaginar: las que se sienten pobres ante Dios, como el publicano de la parábola; los partidarios de la no violencia en medio de un mundo violento, capaces de morir perdonando al que los crucifica; los que lloran por cualquier tipo de desgracia propia o ajena; los que tienen hambre y sed de cumplir la voluntad de Dios, como Jesús, que decía que su alimento era cumplir la voluntad del Padre; los misericordiosos, los que se compadecen ante el sufrimiento ajeno, en vez de cerrar sus entrañas al que sufre; los limpios de corazón, que no se dejan manchar con los ídolos de la riqueza, el poder, el prestigio, la ambición; los que trabajan por la paz; los perseguidos por querer ser fieles a Dios.
Pero las bienaventuranzas son ocho puertas distintas, no hay que entrar por todas ellas. Cada cual puede elegir la que mejor le vaya con su forma de ser y sus circunstancias.
Evitar dos errores
En conclusión, las bienaventuranzas no dicen: «Sufre, para poder entrar en el Reino de Dios». Lo que dicen es: «Si sufres, no pienses que tu sufrimiento es absurdo; te permite entender el evangelio y seguir a Jesús».
No dicen: «Procura que te desposean de tus bienes para actuar de forma no violenta». Dicen: «Si respondes a la violencia con la no violencia, no pienses que eres estúpido, considérate dichoso porque actúas igual que Jesús».
No dicen: «Procura que te persigan por ser fiel a Dios». Dicen: «Si te persiguen por ser fiel a Dios, dichoso tú, porque estás dentro del Reino de Dios».
Pero, al tratarse de los valores que estima Jesús, las bienaventuranzas se convierten también en un modelo de vida que debemos esforzarnos por imitar. Después de lo que dice Jesús, no podemos permanecer indiferentes ante actitudes como la de prestar ayuda, no violencia, trabajo por la paz, lucha por la justicia, etc. El cristiano debe fomentar esa conducta. Y el resto del Sermón del Monte le enseñará a hacerlo en distintas circunstancias.
Las puertas y el palacio
Finalmente, no olvidemos que estas ocho puertas nos permiten entrar en el palacio y sentarnos en el auditorio en el que Jesús expondrá su programa a propósito de la interpretación de la ley religiosa, de las obras de piedad, del dinero y la providencia, de la actitud con el prójimo… Este gran discurso es lo que llamamos el Sermón del Monte. Limitarse a las bienaventuranzas es como comprar la entrada del cine y quedarse en la calle.
La muerte no es un cuento, ni una leyenda. Es una realidad con la que tarde o temprano tenemos que lidiar. Un día moriremos, eso seguro. Pero además mueren también nuestro seres queridos y cuando eso ocurre no sabemos qué hacer con su ausencia, no sabemos vivir el duelo, nadie nos ha enseñado a convivir con la muerte…
Por eso hoy os dejamos con esta oración de San Agustín, cada una puede leerla como si la hubiera escrito esa persona amada que falleció y que estos días tenemos presente.
No llores si me amas
No llores si me amas,
si conocieras el don de Dios y lo que es el cielo.
Si pudieras oír el cántico de los ángeles
y verme en medio de ellos.
Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos; los horizontes, los campos
y los nuevos senderos que atravieso.
Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen.
¿Tú me has visto,
me has amado en el país de las sombras
y no te resignas a verme y
amarme en el país de las inmutables realidades?
Créeme.
Cuando la muerte venga a romper las ligaduras
como ha roto las que a mí me encadenaban,
cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce,
y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía,
ese día volverás a verme,
sentirás que te sigo amando,
que te amé, y encontrarás mi corazón
con todas sus ternuras purificadas.
Volverás a verme trasfigurado, en éxtasis, feliz.
ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo,
que te llevaré de la mano por
senderos nuevos de Luz…y de Vida…
¡Enjuga tu llanto y no llores si me amas! *
(San Agustín)
Esta fiesta puede tener un profundo sentido si la entendemos como invitación a la unidad de todos en Dios. No recordamos a cada uno de los humanos como individuos. Celebramos la Santidad (Dios), que se da en cada uno. No se trata de segregar a buenos de malos, sino de tomar conciencia de lo que hay de Dios en todos. El hombre perfecto no solo no existe, sino que no puede existir. El concepto de santo que arrastramos desde hace siglos tiene que ser superado. No refleja el mensaje de Jesús sobre lo que es Dios y soy yo mismo.
¿Cómo hemos llegado a ese concepto? El cristianismo se tropezó con la cultura griega y los ‘Santos Padres’ emprendieron la tarea de inculturación que trastocó el mensaje de Jesús. La razón griega trituró el mensaje que era vitalista. El Logos griego engulló el mito judío. Hoy conocemos el ideal de perfección griega. Los cristianos asumieron ese ideal. La ‘arete’ griega pasó al latín como ‘virtus’, que significa fortaleza, valor, perfección. El hombre perfecto era el ‘vir’ que se guiaba por la razón y no se dejaba llevar nunca por la pasión.
La propuesta del evangelio se convirtió en perfección griega que se vendió como propuesta evangélica. Pero la perfección griega es fruto de la razón y el evangelio no tiene nada que ver con la racionalidad. Desde entonces el santo era aquel ser humano que obraba siempre desde una fuerza de voluntad (vir-tuoso). Este sutil cambio tuvo consecuencias nefastas para la religiosidad posterior. El santo será para siempre el que actúa desde la racionalidad, que quiere decir desde el falso yo. Todo lo que haga o deje de hacer estará encaminado a potenciar su individualidad. Será una pura programación para conseguir un fin personal.
Digo todo esto porque la idea que hemos manejado de santo corresponde a esta influencia griega. Queda así explicada, no justificada, la racionalización del concepto de santo. Las dos consecuencias nefastas de esa postura las seguimos padeciendo hoy. Por un lado, sentirse superior y en la medida que alcanzo ese ideal de perfección, mirar a los demás por encima del hombro, considerándoles inferiores. Nada más alejado del mensaje evangélico. Por otro lado, en la medida que no consigo ese objetivo que me he propuesto, la necesidad de simular para que los demás me crean perfecto, cayendo en un fariseísmo deshumanizador.
Esta distorsión se culminó con la incorporación al cristianismo de la juridicidad romana. Durante muchos siglos quien canonizaba a los santos era la comunidad (pueblo de Dios), con criterios de humanidad. Después canonizó la Iglesia con criterios racionales: un proceso con abogados que defienden la perfección del candidato y la aportación de los preceptivos milagros bien justificados y el veredicto final de unos jueces. Así se explica que haya en los altares tantas personas que han llevado una vida programada perfecta. Muy cumplidores de todas las normas externas, pero con ninguna empatía con los demás seres humanos.
Es verdad que los evangelios ponen en boca de Jesús: Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Pero ¿cómo es perfecto Dios? Cuando Dios dice: “sed santos porque yo soy santo”, no hace alusión a la condición moral. La perfección de Dios no se debe a sus cualidades. Dios es solo esencia, no hay nada que pueda no tener. Nosotros somos perfectos en nuestro verdadero ser, en lo que hay de Dios en nosotros. No hablamos de nuestras cualidades sino de Dios nuestra esencia, tesoro que llevamos en vasija de barro.
“Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Es un error garrafal el creer que podemos alcanzar la perfección evangélica con el esfuerzo personal. “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el Reino de Dios”. Jesús decía eso precisamente a los ‘perfectos’, a los que cumplían la Ley hasta la última tilde. Esta frase de Jesús es un aldabonazo contra la idea de perfección que seguimos manejando. Dios no valora el cumplimiento de una programación sino un corazón sincero, humilde y agradecido. Todo lo que somos lo hemos recibido de Dios.
Después de estas sencillas explicaciones, ¿qué sentido tiene hablar de “comunión de los santos”? Si pensamos que se trata de unas gracias que ellos han ‘merecido’ y que nos ceden a nosotros, estamos ridiculizando a Dios y al ser humano. Los dones de Dios no se pueden merecer ni almacenar. Todo lo que nos viene de Dios es siempre gratuito, nunca se puede merecer. Si tomamos conciencia de que en Dios todos somos uno, veremos con claridad que lo que cada uno puede vivir de Dios, lo viven todos y beneficia a todos.
Por la misma razón tenemos que aquilatar la expresión “intercesores”, aplicada a los santos. Si lo entendemos pensando en un Dios que solo atiende las peticiones de sus amigos o de aquellos que son “recomendados”, estamos ridiculizando a Dios. En (Jn 16,26-27) dice Jesús: “no será necesario que yo interceda ante el Padre por vosotros, porque el Padre mismo os ama”. Lo hemos dicho hasta la saciedad: Dios no nos ama porque somos buenos, menos por recomendación, sino porque Él es amor y se da a cada uno de nosotros.
Se puede entender la intercesión de una manera aceptable. Si descubrimos que esas personas que han tomando conciencia de su verdadero ser, son capaces de hacer presente a Dios en todo lo que hacen, pueden facilitarnos ese mismo descubrimiento, y, por lo tanto, acercamiento a Dios. Descubrir que ellos confiaron en Dios a pesar de sus miserias, nos tiene que animar a confiar más nosotros mismos. Y no solo valdría para los que convivieron con ellos, sino para todos los que después de haber muerto, tuvieran noticia de su “vida y milagros”. Visto así, allanarían el camino para que creciera el número de los conscientes.
No os dejéis llamar maestro. No llaméis a nadie padre. Jesús dijo al joven rico: ¿por qué me llamas bueno? ¿Cómo habría respondido si le hubiera llamado santo? Pues nosotros no sólo santo, sino que nos atrevemos a llamar a un ser humano, santísimo. ¡Cuándo tomaremos en serio el evangelio! No somos santos cuando somos perfectos, sino cuando vivimos lo más valioso que hay en nosotros como don absoluto. La perfección moral es consecuencia de la santidad, no su causa. Todos somos santos, aunque muy pocos lo descubren y viven.
Las bienaventuranzas quieren decir que es preferible ser pobre, que ser rico opresor; es preferible llorar que hacer llorar al otro. Es preferible pasar hambre a ser la causa de que otros mueran de hambre porque les hemos negado el sustento. Dichosos, no por ser pobres, sino por no ser egoístas. Dichosos, no por ser oprimidos, sino por no oprimir.
Para mí, tiene un profundo significado teológico que la fiesta de los difuntos esté ligada a la de todos los santos. Litúrgicamente ‘los difuntos’ se celebra el día 2, pero para el pueblo sencillo, el día de todos los santos es el día de difuntos, sin más. Con lo que hemos dicho tenemos datos para una interpretación en profundidad de esta fiesta. Si todo ser humano tiene un fondo impoluto, Dios tiene que amarnos precisamente por eso que ve en nosotros de sí mismo. No hay miedo a equivocarse. Todos nuestros queridos difuntos son santos.
::Comencé el evangelio de Mateo (Mt 5, 1-12): “En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y abriendo su boca, les enseñaba diciendo: ’Bienaventurados…’. ¡Ah sí, las bienaventuranzas!, este evangelio tan conocido, tantas veces escuchado: los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz…
Algo por dentro me frenó en seco. Volví a leer: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”. Leí y releí estas últimas siete palabras. Respiré a fondo y seguí leyendo el texto… los perseguidos, los insultados y los calumniados.
Vivimos tiempos oscuros, tiempos violentos, como en otras épocas. Siempre lo mismo desde el principio de la humanidad. El ser humano ha sido y sigue siendo violento.
Lo que pasa es que ahora tenemos a nuestro alcance mucha más capacidad de violencia y, en cierto modo, se ha atravesado una línea roja peligrosa: la preocupante normalización de la violencia en todos los ámbitos.
Así lo dejo porque lo que realmente quiero es hablar de Paz.
Adentrémonos en la bienaventuranza que nos reta a ser incansables trabajadores por la paz y veamos qué se requiere para ser vehículos de paz en cada paso que demos en nuestro caminar por la vida.
Hemos de dejarnos hacer por el Espíritu como pobres, débiles y necesitados que somos aunque no nos lo acabamos de creer.
¿Qué quiere decir ser mansos? ¡Esta palabra ya ni se usa! y sin embargo necesitamos del sosiego, de la tranquilidad interior, de una actitud pausada; necesitamos silencio, soledad, oración que nos ayude a conservar la calma, la paciencia, la escucha…
El trabajo por la paz es duro, es peligroso, antes o después tocará llorar por las decepciones, por el sentimiento de no poder hacer más, por el rechazo, por la incomprensión de los otros. Sí, habrá abundancia de lágrimas.
El hambre y la sed de justicia forman parte de las características de quienes trabajen por la paz esa paz que no es individual, es una paz comunitaria, universal.
Quienes quieran trabajan por la paz habrán de tener entrañas de misericordia, se conocerán a sí mismo y por tanto serán misericordiosos con los demás: todos del mismo barro.
Serán limpios de corazón, sin telarañas que les perturben la visión del otro.
Se darán cuenta desde el minuto cero que habrá persecución por causa de la justicia, ya que su trabajo por la paz no gusta a los poderes del mundo.
Cuando lleguen los insultos, las persecuciones y las calumnias nada impedirá andar con la cabeza bien alta porque quienes se pongan en marcha por la paz saben a Quien siguen.
También Lucas (Lc 12, 35-38) habla de bienaventurados: “Bienaventurados aquellos criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos”.
Jesús sigue estando a nuestro lado y nos pone cerca a algunos que ya son bienaventurados. Se implicaron y trabajaron por la paz dejándonos su testimonio a través de sus vidas y sus palabras.
Traigo aquí a algunos que se tomaron muy en serio el trabajo por la paz:
El Papa Juan XXIII en su Carta Encíclica Paz en la Tierra (Pacem in terris) deja bien claro desde el principio los cuatro pilares donde se fundamenta la Paz para todos los pueblos: la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
Gandhi, el profeta de la no-violencia, nos dejó un rotundo mensaje: “No hay camino hacia la paz, la paz es el camino”.
La sencillez de Teresa de Calcuta nos lo pone fácil: “La paz comienza con una sonrisa”. ¿Fácil? Parece que sí, pero hoy se vive cada vez de forma más individualista, abiertos más a las relaciones por pantallas que a las personales. A veces no hay tiempo ni humor para una sencilla sonrisa.
También en el siglo pasado, Etty Hilesum*, una judía que acabó sus días en Aushwitz, dejó esto escrito sobre la paz: “Nuestra única obligación moral es la de cultivar en nosotros vastos espacios de paz e ir ampliándolos progresivamente, hasta que esa paz irradie a los demás. Y, cuanta más paz exista entre las personas, más habrá en este mundo en ebullición”. (*)Une vie bouleversée. Journal (1941-43) ed. Du Seuil, 1985, p.227).
Bienaventurados los que empezaron aquí el camino del reino, gozan ya de su recompensa en el cielo, donde han sido recibidos como hijos de Dios y, alegres y regocijados, ven a Dios.
Una existencia egocentrada gira en torno a los intereses del propio yo, por encima de cualquier otra referencia. Se caracteriza por el narcisismo y la apropiación –el yo no puede existir sin decir “mío”– y persigue el tener, el poder, el aparentar o, simplemente, su propio bienestar.
Tal programa de vida puede explicarse e incluso comprenderse a partir de factores psicológicos –carencias y vacíos afectivos– y socioculturales –“valores” dominantes en un ambiente determinado–, que tienden a encerrar a la persona en determinados mecanismos de defensa y, en último término, a mantenerla en la ignorancia básica acerca de su verdadera identidad.
La espiritualidad es un camino de comprensión –de liberación de aquella ignorancia radical– y, por eso mismo, de desegocentración. Una existencia lograda, adulta y plena, libre y feliz es una existencia desegocentrada, amorosa y servicial. La persona feliz es buena.
Las llamadas “Bienaventuranzas”, sin duda una de las páginas más sublimes y provocativas de la literatura espiritual, constituyen un “programa de vida” que señala el camino de la desegocentración y, en ese sentido, pone del revés los valores que, en gran medida, gobiernan todavía el mundo de los humanos.
Ahora bien, tal programa no se halla al alcance del yo. De hecho, lo que pretende es transcenderlo, pero no desde un imperativo moral, sino desde la comprensión que posibilita pasar de una consciencia de separación (egoica o egocentrada) a una consciencia de unidad (transpersonal, desegocentrada, fraternal y planetaria), permitiendo así salir de la ignorancia y vivir en la verdad de lo que realmente somos.
No se llama “dichoso” a algún yo que hubiera conseguido las metas propuestas, sino justamente a quien ha dejado de identificarse con él. La ignorancia nos mantiene en la identificación con el yo; la comprensión nos muestra nuestra verdadera identidad.
Las Bienaventuranzas no son, por tanto, un mensaje de felicidad para el yo. En realidad, el yo no puede ser feliz, porque su existencia –como la de todas las formas– se halla sometida a la ley de la impermanencia y a merced de sucesos que no puede controlar. Donde hay impermanencia, afirma un axioma básico del budismo, hay sufrimiento. Por eso tiene razón José Díez Faixat cuando afirma que “nadie es feliz; lo difícil es ser nadie”.
Es difícil porque estamos literalmente hipnotizados, tan identificados con el yo que nos resulta imposible entendernos a nosotros mismos sin ser “alguien”. Hemos ligado nuestra suerte y nuestra felicidad al carrusel del yo, con todos sus inevitables altibajos, olvidando que lo que realmente somos se halla siempre a salvo.
Pues bien, utilizando este lenguaje, la bienaventuranza que proclama “felices los pobres” está diciendo “felices quienes han comprendido que son nadie”, es decir, quienes no se identifican con su yo, porque han descubierto que, en su verdadera identidad, son vida.
¿Qué significa todo esto en la vida cotidiana? Que se abren ante mí dos caminos posibles. Puedo vivir en función del yo –instalado en la ignorancia–, dando así lugar a una existencia egocentrada que gira en torno a sus propios intereses. El resultado es el egocentrismo, la agresividad y la decepción cuando se frustran las expectativas y el sufrimiento debido a la no aceptación de la impermanencia.
O puedo reconocerme como vida –desde la que acojo e integro el yo– y, desde esa consciencia de unidad, me dejo ser cauce para que la vida fluya, buscando el bien de todos los seres.
El paso de la ignorancia a la comprensión –de identificarme ansiosamente con el yo a comprender que, bien mirado, soy “nadie”– modifica de manera radical el criterio que guía mi existencia: dejo de juzgarla de manera exclusiva en función de mis propios intereses –sintiéndome “feliz” o abatido, según las circunstancias respondan a ellos o los frustren– para empezar a mirarla desde mi (nuestra) verdadera identidad y desde el amor a los demás que brota de esa comprensión.
Y es aquí, en la práctica cotidiana, donde se verifica la verdad profunda de la bienaventuranza: si vivo para el yo, terminaré frustrado y vacío; solo cuando vivo desde la verdad de lo que somos –y el amor que nace de ahí– seré feliz aun en medio de circunstancias adversas. Porque la felicidad no estará puesta en lo que pueda sucederle al yo, sino en la certeza de que, en medio de todo lo que suceda, nuestra verdadera identidad se halla siempre a salvo.
¿Qué busco en el día a día? ¿Únicamente mi propio bienestar, por encima de todo, o el bien de las personas?
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