El silencio no es hijo de la superficialidad, sino de vivir desde la conciencia profunda. Pero esto exige un adiestramiento. Él nos ayuda a realizar el camino del silencio que termina en la quietud del corazón. Es lo que nos aporta este artículo.
Hace siglos, los Padres del desierto vivían conducidos por este principio de sabiduría: “Fuge, tace, quiesce”:”Huye calla y reposa”.
Desde la perspectiva de quienes queremos vivir la contemplación en medio de la vida diaria, creo que podríamos hacer esta traducción de aquel principio sabio: “Huye de la dispersión de la superficialidad, sosiégate, serénate, y serás conducido a la quietud del Espíritu”.
Para que el agua del Espíritu que mana dentro de nosotros pueda inundarnos e inundar todo lo que tocamos, necesitamos tener una actitud de sosiego, de serenidad y de quietud, en medio del mundo de relaciones y de acontecimientos en los que vivimos. No es fácil, pero es posible y es imprescindible, si queremos dejar al Espíritu del Padre hacer sus obras en nosotros.
Huyo de la dispersión, de la superficialidad.
Los grandes regalos que la civilización actual ofrece al hombre, entrañan una gran dificultad para vivir dentro y en reposo profundo.
Hay más posibilidades de moverse, existe un diluvio de información, nos llegan medios de presiones masivas, de estímulos de todo tipo en una sociedad rica, pluralista y libre, nuevas comodidades y objetos de todo tipo.
El uso indiscriminado de estas realidades está haciéndonos personas llenas de estrés, muy dispersas, personas nerviosas que viven fuera de sí, personas superficiales a caballo de la última novedad, personas poco silenciadas, que no viven a tope el presente, disfrutándolo; personas evadidas y desarmónicas. En El arte llamar de amar, Eric Fromm escribe: “Nuestra cultura lleva a una forma difusa y descentrada, que casi no registra paralelo en la historia. Se hacen muchas cosas a la vez… Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo. Esta falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos”.
Es tan fuerte esta situación que incluso se percibe en la vida de muchos sacerdotes y en las comunidades religiosas de vida activa, a quienes vemos estresados, sin tiempo para el encuentro personal, cogidos por horas de TV, sin espacios gratuitos y con un clima de parloteo que, a veces, son para preocupar.
Hemos de ser conscientes de esta situación quiénes queremos dejarnos conducir por el Espíritu hacia “el estado del hombre adulto, la madura es de la plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). Así superamos positivamente la ambivalencia de la realidad actual en la que debemos vivir.
Es necesario vivir desde la profundidad.
No es posible que se dé en nosotros un nivel de conciencia mística, viviendo el nivel de conciencia superficial. Es necesario hacer fondo. Vivir desde lo hondo de nosotros, desde dentro, desde “la sustancia del alma”.
La vida del Espíritu es una sorprendente revelación de nuestra realidad fundamental y del Dios que vive en lo profundo de nosotros. Esto exige del creyente vivir desde su realidad esencial
Viviendo desde la profundidad, nuestra personalidad se armoniza Y cada pieza de nuestro puzle se va colocando en su sitio y aflorando nuestro rostro original.
Viviendo en ella, nos relacionamos con las personas desde una actitud de veracidad. Es mi yo verdadero quien sale a acoger al otro con quien me relaciono. Desde la profundidad puedo percibir los acontecimientos en su objetividad y puedo implicarme ycomprometerme con ellos en lo que desde mi verdadera realidad puede aportarles.
Desde la profundidad capto las ataduras, las distorsiones que desde mi falso yo están interceptando la relación verdadera con todo cuanto existe. Situo bien las tormentas de superficie que se dan en mí.
Por último solo desde la profundidad puedo valorar, puedo vivir en comunión con lo que es el Núcleo Esencial de cuánto existe, puedo ser introducido en el nivel de conciencia cristica para ir siendo unificado a Jesucristo.
Sosiégate, serénate.
Para poder vivir desde la hondura, es necesario no solo serenar la superficie, si no hacer todo el camino de sosiego que nos introduzca en la quietud del Espíritu.
Comencemos por cuidar el lugar donde vivimos. Muchos de los ruidos y de las tensiones que nos rodean son controlables. En tu casa, en el trabajo, en tu vida de relaciones pueden disminuirse los ritmos para ir construyendo un ambiente sereno, relajado, acogedor.
Una habitación ordenada, el detalle de una flor, el modo de caminar, tu manera de relacionarte con quienes vives, un tono de música apropiada, la hostilidad en los muebles y en los adornos de tu casa… son medios muy eficaces para vivir en un ambiente sereno y sosegado. Todos tenemos la experiencia de lugares que solo entrar en ellos nos sosiegan y no sitúan dentro de nosotros.
Otro paso es el sosiego de la persona. Soltar las tensiones musculares innecesarias, lograr un tono de relajación corporal que mantenga nuestro cuerpo en armonía. Hay que revisar nuestras costumbres en la comida, equilibrar más la tensión y el descanso, hacer un pequeño tiempo diario de ejercicio corporal. El cuerpo es la cara del espíritu, es la expresión sensible de la transcendencia es el templo de la divinidad… y debemos ayudarle para que puede transparentarla.
Llegamos así al sosiego psicológico.
Este es la armonía de todas nuestras dificultades. Fruto de ser señores de nuestro ser. De vivir conscientemente cada una de nuestras actividades, de estar aquí y ahora con aquellas dimensiones del ser que ahora necesitamos ejercitar.
La serenidad es el fruto de una adecuación del adentro con el afuera, en todo momento. La serenidad no es posible, además, sino en la medida en que nuestro mundo inconsciente vaya estando aclarado y descongestionado. Miedos, ansiedades, conflictos internos, influjos sutiles… todo debe irse limpiando para que haya también una adecuación entre nuestro consciente y nuestro inconsciente. La serenidad es el fruto de esta adecuación.
San Juan de la Cruz nos dirá que para que “el entendimiento está dispuesto para la divina unión ha de quedar limpio del todo. Un entendimiento íntimamente sosegado y acallado puesto en la fe”. (2 S. 9,11).
Así llegamos al gran sosiego, a la serenidad fundamental, la serenidad del corazón. Es el silencio de las raíces del ser, de donde nace el desorden radical: “Lo que sale del corazón del hombre es lo que contamina al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, enviada, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas prevaricaciones salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc. 7,20-23). Por eso Tony de Mello ha dicho que el silencio profundo es “la ausencia del egoísmo”.
La persona sosegada del todo es aquella que vive en la paz del corazón. La que domina sus apetencias, la que ha salido de si para vivir en el amor al Otro y a los otros, es la persona libre que tiene todo bajo sus pies, es el indiferente positivo de San Ignacio: “Igual muerte que vida, salud que enfermedad, riqueza que pobreza…”, Es aquel que ve todo solo desde el querer de Dios, es el pobre de corazón.
“En esta desnudez halla la persona espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime así abajo porque está en el centro de su humildad”, dice San Juan de la Cruz (1S.13, 13). En este silencio del corazón el que nos capacita para ver a Dios. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Y nos capacita para ver al hermano desde la verdad, para acogerlo en su realidad, sin proyectar sobre él nuestras ilusiones o nuestras frustraciones, nuestras tentaciones del dominio. Este sosiego del corazón nos capacita para amar, un amor adulto y un amor teologal. Hace salir de nosotros la actividad verdadera, ese hacer ya que nos madura y hace crecer el Reino de Dios en la vida humana.
Necesidad de adiestramiento.
Todo este proceso de sosiego y de serenidad, impulsado en nosotros por el Espíritu, necesita de nuestra colaboración.
Hace falta todo un nuevo estilo de ascesis que deje crecer en nosotros la armonía y la unidad a la que somos llamados, en medio de un ambiente consumista y burgués en el que nos toca vivir.
Es necesaria una disciplina personal, comunitaria y ambiental. Jesús lo deja claro en el Evangelio: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No os preocupéis de la mañana: el mañana se preocupara de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propia dificultad” (Mt 6, 33-34). “El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33). “Venid a un lugar solitario para descansar un poco. (p. 31). Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo para comer” (Mc 6,31) “Si alguno quiere seguir conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16, 24-25).
Necesitamos incluso, alguna metodología que nos acompañe durante esta peregrinación hacia el sosiego del corazón, al menos durante las primeras etapas. Las diversas generaciones creyentes han ido ejercitando, en su época, el método popular adecuado que conduciría al sosiego y la serenidad del espíritu.
Hoy también se nos ofrece viejos y nuevos métodos para el silencio del ser. Cada uno ha de encontrar el que más le ayude. Urge también encontrar el espacio de soledad y el ritmo de soledad que cada uno necesita para crecer. Jesús armonizaba soledad y servicio. A veces de noche, otras de madrugada. A veces marchando a la montaña, otras internándose en el mar o en el huerto de un amigo. A veces, los pequeños momentos oracionales que cada día realizaba como un buen israelita, a veces la fidelidad a los momentos semanales en la sinagoga o las grandes semanas en las que subía a Jerusalén.
La soledad es imprescindible en dimensiones diversas y en equilibrio con la actividad y el tiempo dedicado a las relaciones fraternales. La actividad será motor de crecimiento de nosotros, si encontramos el ritmo adecuado de soledad y de presencia en la vida.
“El abad Moisés dijo a el abad Macario: “Yo deseo estar en sosiego y serenidad, pero los hermanos no me dejan”. Él le contesto; “Me parece que tú eres de natural tierno y delicado y no eres capaz de deshacerte de un hermano inoportuno. Si realmente buscas el sosiego de corazón ve al desierto, bien dentro, a Petra, verás cómo allá encontrarás el reposo que buscas”. Así lo hizo y consiguió la paz”.
Cada uno según su modo de ser y las circunstancias en las que debe vivir, debe encontrar la medida de soledad que necesita para responder a las exigencias que Dios pone en su corazón.
Así entrarás en la quietud del espíritu.
El sosiego y la serenidad de toda la persona van introduciéndonos en una activa quietud que en su momento va siendo madurada por el don de la quietud del Espíritu.
La verdadera quietud es intensidad de amor. Es poner en dirección de Dios todas las fuerzas, todas las capacidades, todo el corazón. Es amar sin medida a quien nos ama desmesuradamente.
La quietud es como un enraizamiento en Dios; es tenerlo ahí como la única tierra en que hemos sido plantados, en la que crecemos y desde la que fructificamos. Va haciéndose nosotros en la medida que estamos cogidos por el único necesario. “Marta, Marta aún estás cogida por muchas preocupaciones y no te das cuenta que solo una es necesaria. María la ha encontrado y por eso, su quietud y su enraizamiento en la tierra auténtica” (Lc 10, 41-42).
Esta quietud es contemplación. Así define la contemplación San Juan de la Cruz: “La atención amorosa a Dios en paz interior y quietud y descanso” (2S. 13,4). Y también: “Es una quietud amorosa y sustancial” (2S. 14,4). Y en el mismo capítulo: “Poniéndose la persona delante de Dios, se pone en acto de noticia confusa, pacífica, amorosa y sosegada, en que está la persona bebiendo sabiduría, amor y sabor” (2S. 14,2).
La quietud es la paz de Dios que insufla en el fondo del corazón.
La quietud no es inactividad. Lo místicos han actuado, han hecho lo que tenían que hacer, pero desde ese núcleo sagrado y quieto de quien solo busca “la honra y la gloria de Dios”.
La quietud tampoco es ausencia de sufrimientos. No hay verdadera quietud sin buena cruz. Pero se puede sufrir mucho y crecer en la quietud. Algunas personas me han dicho: “Estoy sufriendo mucho desde esta situación sin salida, pero hay un núcleo dentro de mí que sigue inalterable, en total paz”.
Cuando este don de la quietud va asentándose en la persona de Dios siendo el único Maestro, el guía espiritual del ser humano. Ya no necesita otros medios y maestros que le conduzcan en su claridad oscuridad.
“En soledad vivía
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido”
(Canción 35)
Es la sabiduría de Dios, la única sabiduría del que vive en esta quietud: “Sabiduría de Dios, secreta, escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios cultísima y secretísimamente a la persona, sin ella saber cómo, lo cual algunos llaman “entender no entendiendo” (Canción 39,12).
Es el punto final de este largo camino del sosiego y la serenidad. “Hay personas que con sosiego y quietud van aprovechando“, (S. prologo 7).
Aventura maravillosa la que hemos descrito. Aventura esencial que va a lograr en nosotros la integración de toda nuestra persona, la fecundidad en su quehacer y el crecer sin cesar en esta tierra teologal del único Dios
Pepe SÁNCHEZ RAMOS.
Fuente https://www.carlosdefoucauld.es/pdf/Boletin-083.pdf#page=24
Espiritualidad, Hinduísmo
Dios, Silencio
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