Sagrado Corazón de Jesús, Salvador Dalí
Todo me ha sido dado por mi Padre; nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.
“Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos”. La invitación se dirige no sólo a los cansados y oprimidos, sino a todos, puesto que todos estamos cansados y oprimidos.
Es, incluso, un arrebato de emoción.
No dice «todos los que sois buenos».
No dice «todos los que sobresalís».
No dice «todos los que sois justos».
Si alguien queda excluido, son los «sabios y entendidos».
Tenemos derecho a ser primero invitados y luego acogidos por el Hijo, y más tarde admitidos a conocer al Padre, simplemente porque estamos «cansados y oprimidos».
¿Quién puede apreciar más la acogida de un refugio de alta montaña que quien llega allí exhausto al final de una jornada de marcha, tal vez bajo un sol abrasador o a través de una inesperada y machacona tormenta?
¿Quién puede apreciar más los brazos abiertos de un puerto que quien desembarca en él con su frágil embarcación, contra la que ha arreciado una tormenta más fuerte que sus mástiles?
¿Quién puede apreciar la sombra de un oasis más que el caminante que ha multiplicado los pasos inútiles por las pistas inciertas y sinuosas de una travesía del desierto?
¿Quién puede agradecer la sencillez del agua más que el sediento?
¿Quién puede saborear la modestia del pan más que el hambriento? ¿Quién la gratuidad de una mano tendida más que los oprimidos que sólo han conocido pies sobre sus cabezas?
Cansados y oprimidos: lo justo para ver la invitación de Jesús entregada en un sobre evangélico: «Venid a mí».
Es la acogida que Jesús extiende con los brazos abiertos a quienes sólo tienen el título de estar vivos y marcados por la «fatiga de ser hombres».
No es la recepción de una sala de urgencias, aunque sea de rescate.
No es la acogida de un campo de refugiados, aunque todos somos refugiados.
No es la acogida de la recepción de un hotel, aunque todos somos caminantes que vivimos en albergues temporales.
A nosotros, cansados y oprimidos, Jesús nos ofrece la acogida… bajo el mismo yugo.
Leyendo la invitación de Jesús sólo en esta dirección, podríamos sospechar que nos encontramos ante una emboscada, además orquestada contra los cansados y oprimidos: venid a mí… para recibir un yugo sobre vuestros hombros.
Invirtiendo el sentido de nuestra lectura, podemos comprender que Jesús nos invita a tomar sobre nuestros hombros el yugo que ya está sobre los suyos.
Él ya ha conocido el cansancio y las opresiones de la vida, que postran y secan las ganas de vivir.
No me pide que lleve el yugo en su lugar, sino que le ayude a llevar el suyo, aceptando hacerlo también mío.
Es la invitación a no querer llevar solos el yugo, corriendo el riesgo de morir, ni a pedir a otros que lo lleven por nosotros (colocándonos en la incómoda posición de deudores), sino a aceptar sumarnos bajo el que él ya lleva.
Es el yugo de la obediencia filial, que aprendemos del Jesús manso y humilde «de corazón». Él es el primero en llevar este yugo. Es Él quien lo hace dulce y ligero de peso, porque lo lleva con nosotros.
«El que guarda mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama. El que me ama será amado por mi Padre, y yo también le amaré y me manifestaré a él».
El yugo, no siempre suave, de la obediencia nos manifiesta al Hijo y, a través de él, se nos da a conocer al Padre.
La mansedumbre y la humildad de corazón se resumen en el amor: «El que me ama será amado por mi Padre, y yo también le amaré y me manifestaré a él».
Es el amor el que nos permite conocer al Hijo por lo que es: hijo de un padre.
Es el amor el que nos permite conocernos y aceptarnos como lo que somos: hijos.
Es el amor lo que hace sagrado el Corazón de Jesús. Es el amor el que hace sagrado nuestro corazón. Participando, como llegamos a ser, del amor que hay en Dios, fuente de su santidad.
Creer en el corazón sagrado que nos es dado compartir con el Sagrado Corazón nos permite revalorizar la interioridad, la nuestra y la de todos.
Interioridad entendida no sólo como opuesta a la exterioridad, sino precisamente como fe-confianza en la bondad radical de cada uno. La mía y la de los demás hombres y mujeres que luchan por la vida.
Si el amor es nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón.
Para «adquirir» -si se puede llamar así- este tesoro estaré dispuesto a «vender» todo lo demás. Y seguir a Jesús, es más, tomar con Él su mismo yugo -la obediencia al amor- para caminar en esta vida hacia el Reino.
¿De qué me serviría poseer el mundo entero si perdiera mi corazón? ¿De qué me serviría poseer los reinos de este mundo si no encontrara el Reino de Dios, el Reino del amor?
La humildad de corazón, en la mansedumbre, está en el origen de toda fraternidad. Desde la de nuestras comunidades hasta la fraternidad universal. No es una virtud instrumental (para «llevarse bien»), sino una actitud fontal.
En la fraternidad compartimos nuestra riqueza, la del corazón, en lo más profundo.
De corazón a corazón, como el discípulo amado por Jesús, escuchamos y obedecemos su palabra.
Llevando el yugo de la obediencia mutua, soportando los unos las cargas de los otros, unidos en el Sagrado Corazón de Jesús cultivamos la viña del Señor, hacemos fructificar su palabra, su mandamiento, para que y hasta que venga el Reino de Dios.
El Sagrado Corazón.
El acceso privilegiado a los tesoros de la gracia en el Corazón de Jesús se abre ante nosotros si liberamos nuestra mirada sobre lo «sagrado» de las estrecheces de una perspectiva «sacral».
La historia de la teología, la espiritualidad e incluso la devoción han alimentado y cimentado una idea de lo «sagrado» como prerrogativa de lo totalmente otro, intangible e incluso incomunicable.
Todo intento de alcanzarlo se ha considerado una profanación. Todo intento incluso de poseerlo ha sido sospechoso de magia. Demasiadas mortificaciones en nombre del Santo, cuando el Santo quiere la vida para nosotros.
Jesús, el Hijo de Dios hecho Hijo del Hombre derriba el muro de separación entre nosotros y el Santo y convierte al Santo mismo.
Por su misma encarnación, antes incluso que por ninguna de sus palabras, Jesús transforma la distancia en proximidad, la separación en comunión, el recelo de ver o incluso tocar a Dios en «tomad y comed».
La vida de Jesús está entretejida de encuentros. Los propios Evangelios son esencialmente relatos de encuentros, empezando por el primer acercamiento en el anuncio a María, donde el Altísimo cubre con su sombra las profundidades de lo humano. María, la nueva arca, acoge no las palabras escritas en piedra, sino al Verbo hecho carne de su carne.
Aquel que habitaba en el Santo de los Santos, inaccesible salvo bajo la condición de un riguroso ritual despersonalizador, habita ahora en el seno de una mujer, espacio de acogida ofrecido a aquel que los cielos no pueden contener.
Los encuentros históricos de Jesús adulto revolucionan la categoría de lo sagrado y lo inaccesible.
En Jesús, el Santo no sólo se hace accesible, sino que, cuando encuentra a los hombres -no sólo a los humanos-, los envuelve con su gracia.
Jesús manifiesta su santidad -y, por tanto, la santidad de Dios- no como un espacio separado, infranqueable e inaccesible, sino como un espacio acogedor que atrae hacia sí y conduce a las profundidades de la Trinidad.
La santidad de Jesús se manifiesta en este espacio de acogida, en el que uno se hace partícipe de su santidad, que no es otra cosa que amor.
Y en este espacio emerge, florece, la santidad que ya está en la persona encontrada, por la imagen de Dios que la marca en lo profundo, indeleble de las faltas.
Y lo que florece no viene de fuera, de la acción de Jesús, sino del corazón de la persona misma. Jesús no añade: educa.
«Vete, tu fe te ha salvado» es el resultado frecuente de los encuentros.
Es lo que me gusta pensar cuando hablamos del Sagrado Corazón de Jesús: el espacio íntimo, central, profundo de la persona de Jesús que cobija en sí a quien encuentra y hace florecer en él lo más sagrado de su corazón: confianza, vida, amor.
La «cordialidad» de los encuentros con Jesús no es, pues, sólo afectiva, sino efectiva. No es sólo un buen sentimiento -por mucho que lo sea-, sino una ‘buena acción’ de Dios. Una cre-ación.
En este sentido, el milagro que florece en muchos de los encuentros con Jesús no es extra-ordinario, sino intra-ordinario, como si estuviera en la naturaleza de las cosas o más bien de las personas, como está en la naturaleza de las cosas que de la rama brote el capullo, luego la flor, luego el fruto.
En esto consiste nuestra acogida. No es regalar la semilla, no es regalar el fruto, sino ofrecer un espacio hospitalario, una tierra buena, en la que quien es acogido por nosotros pueda cultivar y hacer florecer esa semilla que ya lleva.
Nuestra acogida se sustancia hoy en el Sagrado Corazón de Jesús, y en este sentido es cordial. Es el corazón de nosotros mismos, el centro de nuestra persona y de nuestra existencia que se ofrece como espacio acogedor que permite florecer al otro.
La cordialidad no es sólo un rasgo de creacionalidad. Es más bien una dimensión fundamental de la criatura que, acogida en el Sagrado Corazón de Dios mismo, se hace acogedora y bendiciente hacia Dios y hacia sus hermanos y hermanas.
El Sagrado Corazón de Jesús es el espacio eucarístico en el que Él se hace pan para la vida, para toda vida, para que toda vida sea consagrada.
El Sagrado Corazón de Jesús, ya para siempre en la Trinidad, hace que la Trinidad sea puramente acogedora. Cóncava como un vientre, y como un vientre no pasivo, sino fecundo.
Envueltos en el amor de Dios, acogidos en el ‘sint unum’ que hay en la Trinidad nos hacemos corazón sagrado, espacio santo, espacio eucarístico porque tenemos vida y la tenemos en abundancia. La que nos ha regalado la Vida gracia tras gracia.
¡Dios, qué abismo de generosidad! (Rm 11, 33ss).
Fuente: Remitido por el autor
Espiritualidad
Jesús, Sagrado Corazón de Jesús
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