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“Dios no suspende a nadie”, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Martes, 12 de noviembre de 2024

IMG_8472(Imagen Ilustrativa Infobae)

En la Iglesia se sigue manteniendo que las relaciones homosexuales son condenadas en la Sagrada Escritura como graves depravaciones y presentadas, incluso, como la consecuencia desastrosa de un rechazo de Dios. Pero seguramente esta doctrina de la Iglesia está construida sobre cimientos muy frágiles. Y tarde o temprano llegará a comprender que, a los ojos de Dios, ningún hombre debe ser llamado profano o impuro.

Antes de que el húngaro Karl-Maria Kertbeny acuñara el término homosexualidad en 1869, la Iglesia no hablaba de homosexuales, sino de sodomitas, en referencia al episodio legendario narrado en el Libro del Génesis. Sodoma, la ciudad principal de la pentápolis cananea, florecía “como el jardín de Yahvé” (Gén 13,10) y por ello fue elegida por Lot cuando se separó de Abraham (Gén 13,12). Pero “los hombres de Sodoma fueron malvados y pecaron grandemente contra Yahvé” (Gén 13,13). El profeta Ezequiel, para quien los pecados de Sodoma fueron “orgullo, avaricia y ociosidad indolente”, acusa a los habitantes de la ciudad de no extender la mano a los pobres e indigentes, de haberse vuelto orgullosos y de cometer lo que es abominable hacia Yahvé. ” (Ez 16,49-50); en el Libro de la Sabiduría es precisamente el incumplimiento del deber sagrado de la hospitalidad el motivo del castigo divino: “No habían acogido a los extranjeros que llegaron… habrá juicio porque acogieron a los extranjeros hostilmente” (Sab 19,14.15).

Al no lograr encontrar ni siquiera diez justos en esa ciudad (Gén 18,31), Yahvé decidió borrarla de la faz de la tierra. La gota que colmó el vaso de la ira del Dios de Israel fue cuando una noche Lot recibió a dos ángeles. Los hombres de la ciudad, al enterarse de esto, “se agolparon alrededor de la casa, jóvenes y viejos, todo el pueblo”, y pidieron a Lot que dejara salir a sus invitados para poder insultarlos (Gén 19,4-5). Lot no quiso aceptar, no tanto por una cuestión de moralidad, sino porque el huésped es sagrado y el dueño de la casa es responsable de su seguridad incluso a costa de su propia vida (Sal 23,5). Lot está dispuesto a ceder ante los deseos de los habitantes de Sodoma, sus “dos hijas que aún no han conocido a varón; déjame sacarlos a ti y hacer con ellos lo que quieras, de modo que tú no les hagas nada a estos hombres, porque han venido bajo la sombra de mi techo” (Gén 19,8). Pero la multitud intentó derribar la puerta. Afortunadamente los ángeles intervinieron y se llevaron a Lot y a todos sus familiares, dándole luz verde a Dios para que desatara su ira mortal, de hecho “Yahweh hizo llover desde el cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego provenientes de Yahweh. Destruyó esta ciudad y todo el valle con todos los habitantes de la ciudad y la vegetación del suelo” (Gén 19,24-25).

Un episodio similar se puede leer en el Libro de los Jueces y se refiere a la ciudad de Guibeá, cerca de Belén (Jueces 19,11-30). Un levita que viajaba con su concubina y uno de sus sirvientes, al no encontrar alojamiento, aceptó la hospitalidad de un anciano generoso. También aquí, como en Sodoma, algunos hombres de la ciudad, al saberlo, rodearon la casa y pidieron al dueño de la casa: “Saca al hombre que entró en tu casa, porque queremos abusar de él”. El anciano, apelando al sagrado deber de la hospitalidad, se negó, pero dijo que estaba dispuesto a entregarles tanto a su hija, que era virgen, como a su concubina, diciéndoles: “viólalas y hazles lo que quieras, pero no cometáis contra aquel hombre tal infamia” (Jueces 19,24). La situación fue resuelta por el levita, que tomó a su concubina y la entregó a los hombres que sitiaban la casa, quienes “la violaron toda la noche hasta la mañana”, hasta que murió (Jueces 19,25). Incluso en este episodio la transgresión no afecta a la sexualidad sino al deber sagrado de la hospitalidad. La conclusión espantosa del episodio es que el levita luego desgarró el cuerpo de la mujer en doce pedazos con un cuchillo que envió como advertencia por todo el territorio de Israel… Es sorprendente que en el episodio de Guibeá, a diferencia del de Sodoma, no, no hay castigo divino para los violadores sino sólo la venganza de los israelitas, que evidentemente habían aprendido bien de Yahvé y ahora actuaban en su nombre, con una terrible masacre que dejó veinticinco mil cien muertos en el campo (Jueces 20,35.46).

A partir de estos episodios, que pertenecen a la leyenda y no a la historia, la Iglesia católica desarrolló una teología que llegó a calificar la sodomía como uno de los peores pecados, mereciendo, como la ciudad de Sodoma, ser castigada con fuego. Como este juicio no puede basarse en las enseñanzas de Jesús, que no dice nada al respecto, los únicos frágiles fundamentos de la Sagrada Escritura sobre los que la Iglesia construyó su doctrina contra los sodomitas fueron un par de versículos del Libro del Levítico, donde leemos: “No te acostarás con un hombre como se acostará con una mujer: es abominación” (Lev 18,22); “Si alguno tiene relaciones sexuales con un hombre como con una mujer, ambos han cometido abominación; tendrán que ser ejecutados; su sangre será sobre ellos” (Lev 20,13). Es elocuente la ausencia de una condena similar hacia las mujeres: las prohibiciones no están en relación con la sexualidad, sino con la procreación, ya que contraviene el mandamiento divino “Fructificad y multiplicaos” (Gen 1,28). Según este juicio de la Escritura… da fe que los actos de homosexualidad son intrínsecamente desordenados y que en ningún caso pueden recibir aprobación alguna, la cultura de la época, de hecho, era el varón quien engendraba al niño, mientras que la mujer era sólo el recipiente que acogía la semilla para luego dar a luz a su debido tiempo, pero no metió nada propio (Cf Is 45,10).

También se ha intentado justificar la prohibición de las relaciones entre personas del mismo sexo basándose en lo escrito en la Carta a los Romanos, donde Pablo arremete tanto contra las mujeres que “han cambiado las relaciones naturales por otras contra natura”, como contra los varones, quienes “dejando la relación natural con la mujer, se encendieron en deseo unos por otros, cometiendo actos ignominiosos varón con varón” (Rom 1,26-27). Dado que la noción de homosexualidad, o la atracción normal que una persona puede tener hacia otra del mismo sexo, no existe, Pablo vio este comportamiento como una desviación, basada en lo que él creía que era la “relación natural”. Sus opiniones al respecto tienen el mismo valor que cuando afirma que “es la naturaleza misma la que nos enseña que no es decoroso que el hombre se deje crecer el cabello” (1 Cor 11,14), identificando el concepto de naturaleza con el de cultura que varía según las poblaciones.

IMG_8474Sobre estos débiles cimientos se construyó la doctrina represiva de la Iglesia que, tras alternar períodos de tolerancia y represión, con el pontificado del Papa Pío V (1568) alcanzó formas inhumanas hacia los sodomitas, que fueron encarcelados, torturados, quemados, por aquello que el propio Pío V definió como un “crimen horrible” que debe ser reprimido con el mayor celo posible. No pocas medidas represivas se referían “a los clérigos culpables de este crimen atroz y que no temen la muerte de sus almas“, para quienes el Papa decide “que sean entregados a la severidad de la autoridad secular, que aplica el derecho civil… para ser sometido a torturas, como prescribe la ley apropiada que castiga a los laicos hundidos en este abismo” (Pío V, Constitución Horrendum illud scelus, del 30 de agosto de 1568, en Bullarium Romanum, t. IV, c. III, p. 33).

La obediente autoridad secular puso en práctica la voluntad del Papa condenando y quemando en el fuego a personas culpables sólo de haber amado, pudiendo contar con el apoyo de la predicación fanática del clero que creía en el atroz castigo de la hoguera querido por el mismo Jesús cuando, hablando de la vid, dijo que todo sarmiento que no diera fruto debía ser cortado, arrojado y quemado en el fuego (Jn 15,6). Si para Bernardino de Siena (1380-1444) no había pecado más grave en el mundo “que el de la sodomía maldita” (Predica XXXIX), para Girolamo Savonarola (1452-1498) era necesario quemar en el fuego a los sodomitas como un sacrificio de agradable olor a Dios.

Hoy en día ya no se asa a los sodomitas, pero la Iglesia sigue manteniendo que las relaciones homosexuales “están condenadas en la Sagrada Escritura como depravaciones graves y presentadas, incluso, como consecuencia fatal de un rechazo de Dios” (Declaración Persona humana de la Congregación para la doctrina de fe, 29 de diciembre de 1975) y que “los actos de homosexualidad son intrínsecamente desordenados. Son contrarias al derecho natural” (Catecismo, art. 2357).

Tarde o temprano la Iglesia, en la medida en que se convierta a la Buena Nueva de Dios para cada hombre, dejará de cargar “cargas pesadas y difíciles de llevar sobre los hombros de los hombres” (Mt 23,4; Hch 15,10) y llegará a entender que a los ojos de Diosningún hombre debe ser llamado profano o impuro” (Hch 10,28), ya que sólo están sus criaturas a quienes ama incondicionalmente y a quienes no pedirá cuentas de quienes a quiénes han amado bien sino si han amado bien.

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(Adelfopoiesis: San Sergio y san Baco con Jesús en medio)

Si fuera posible suspender a alguien ‘a divinis’, ninguno de nosotros (consagrados o laicos) tendría esperanza alguna de salvarse. Y, en consecuencia, a ninguno de nosotros le interesaría cultivar la fe en un Dios o pertenecer a una comunidad eclesial capaz de suspender ‘a divinis’.

Nuestro Dios no suspende a nadie. El Dios encarnado en Jesús y revelado por Jesús eligió la ‘kénosis’, eligió rebajarse a nosotros. Se hizo niño y murió como un criminal precisamente para hacernos comprender que ninguna fragilidad, ningún sufrimiento y ninguna culpa podrán separarnos jamás de Él. Puede atraer a todos hacia sí precisamente porque resucitó de la tierra, asumiendo sobre sí todo el peso y la pasión de nuestra humanidad. En Cristo y en su cruz estamos ‘suspendidos’ para siempre de los brazos del Padre.

En Cristo nadie puede ser suspendido ‘a divinis’, es decir, excluido de la comunión con Dios y con los hermanos. Nadie puede ser privado de la dignidad de ser humano, de ser hijo de Dios.

Fuente: Remitido por el autor

 

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