(b. Maestro, que vea)49 Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron entonces al ciego, diciéndole: Animo, levántate, que te llama. 50 El, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: Maestro, que recobre la vista.
(c. Curación y seguimiento). 52 Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino [1].
Ésta escena, rica de contenido, puede dividirse en tres partes. Es posible (muy probable) que en su fondo haya un recuerdo histórico, vinculado a la ciudad de Jericó y a un ciego llamado Bartimeo, a quien ayudó Jesús. Pero Marcos lo ha convertido en un “texto bisagra”, con el que termina esta sección de los anuncios del camino (8, 28-10, 50), para comenzar las dos nuevas secciones de la acción y pasión de Jesús en Jerusalén (Mac 11-13 y 14-15).
Siendo un “paradigma” (enseñanza de tipo universal), este pasaje recoge el recuerdo de un gesto muy concreto del fin del camino de Jesús, su último milagro (la resurrección de 16, 1-8 no será ya un milagro), en el que se condensan y culminan de algún modo todos los anteriores.
Este mendicante de Jericó representa a la humanidad entera, condenada a la ceguera, al borde de un camino de peregrinación que él nunca podrá recorrer subiendo a Jerusalén, pues no ve. Es la humanidad oscurecida, que vive de limosna al borde de una ruta santa que, para él, no lleva a ninguna parte.
Es un marginado, que vive (sobrevive) de pequeñas limosnas, pero está atento y se preocupa por saber quienes pasan, y de esa forma mantiene una esperanza. Quizá pudiera decirse que se encuentra a la espera del Mesías, que debe pasar por allí, como pasó Josué en otro tiempo (cf. Jos 6), para “conquistar la tierra”. Está en el fondo, a la espera de Jesús, que le “recupera” para el Reino.
10, 46-48 ¡Hijo de David, ten compasión de mí!
46 Llegaron a Jericó. Y cuando salía de Jericó acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. 47 Y oyendo que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! 48 Muchos lo reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!
Pasar por Jericó (10, 46a). El comienzo del texto resulta, por lo menos, enigmático. Jesús y sus acompañantes llegan a Jericó donde no se dice si entran, ni el tiempo que permanecen, ni lo que hacen. El texto añade inmediatamente que, cuando salía de Jericó con sus discípulos, empezó a gritarle un ciego que se supone conocido (se le llama Bartimeo, el hijo de Timeo…), con el que sigue la escena del milagro (10, 46). Lógicamente podemos y debemos preguntarnos: ¿Por qué dice Marcos que Jesús entró en la ciudad? ¿Qué hizo allí? Se han dado dos respuestas básicas.
(a) Algunos suponen que una redacción anterior del pasaje debía recoger lo que Jesús hizo en la ciudad. En este contexto se suele aducir el Evangelio Secreto de Marcos donde se afirma que Jesús había entrado en Jericó, añadiendo: “Y estaban allí la hermana del joven a quien amaba Jesús, y la madre de éste y Salomé; pero Jesús no las recibió”.
La tradición recordaría, según eso, una escena de la entrada de Jesús en la ciudad, que ha sido ignorada por el texto actual de Marcos. Pero, como he dicho en la introducción al Comentario de Marcos introducción, ese “evangelio secreto” parece posterior, lo mismo que la referencia a un encuentro de Jesús con la familia del pretendido discípulo amigo de Jesús, sería un añadido tardío, para encuadrar las “escenas” de ese evangelio secreto (cf. comentario a 14, 51-52).
(b) Resulta más verosímil pensar que Marcos recoge simplemente la tradición según la cual Jesús y sus acompañantes pasaron en Jericó el día de sábado, como hacían muchos peregrinos galileos, que descasaban allí el día santo, para ponerse en marcha el primero de la semana (el domingo actual), muy temprano, para cubrir así los casi treinta kilómetros de fuerte subida y llegar a Jerusalén al comienzo de la tarde (¡sería en nuestro computo actual el Domingo de Ramos).
Ese descanso del sábado en Jericó era un detalle bien conocido, de manera que no era necesario destacarlo. Allí descansó, cumpliendo el precepto legal, con los demás peregrinos, pues nadie subía por el camino de Jerusalén en Sábado, pero a Marcos (preocupado de otra forma por el sábado, como hemos visto en 2, 23−3, 4) no le interesó conservar ese dato, por lo que se limita a decir que llegó a Jericó y que salió.
Sea como fuere, el “milagro” del ciego está situado precisamente en ese momento de “salida” de Jericó, en la última etapa del ascenso a Jerusalén, cuando Jesús recibe en su cortejo de Reino precisamente a este ciego (recuérdese que los ciegos son importantes en la “historia” religiosa de Jerusalén (como saben, desde perspectivas complementarias, 2 Sam 5, 8 y Mt 21, 14). Jesús, a quien acompañan sus discípulos, viene con la gente e inicia el último tramo, el último día, de su ascenso mesiánico (cf. 10, 32). Al borde del camino (para tên hodon) se encuentra Bartimeo, mendigo ciego, que le grita; la gente se lo impide diciéndole que calle (10, 46-48), pero Jesús sabe escuchar, como pronto indicaremos.
Un ciego a la espera (10, 46b-47a). No es sin más un ciego, sino un ciego sentado a la vera del camino que sube hacia Jerusalén. Todo nos permite suponer que está a la espera de alguien (¿el mesías?) que pase y le ayude. En ese sentido es un signo de todos aquellos a quienes el mismo Jesús ha de curar, para que vean y le puedan seguir en el camino.
Quizá podamos tomarle como signo de aquellos que deben superar sus cegueras anteriores, descubriendo a Jesús tras la pascua, en Galilea (cf. 16, 6-8 allí «le veréis, según os dijo»).
En ese sentido, el “milagro” de Bartimeo anticipa la historia de la pascua, cuando se dice que los discípulos podrán a Jesús de nuevo en Galilea, si van allí como les dicen las mujeres de la pascua.
Pero, al mismo tiempo, este milagro recuerda la historia del ciego de Betsaida (8, 22-26), con el que terminaba la primera parte de Marcos (1, 14−8, 26) y comenzaba la segunda (8, 28−15, 47), mostrándonos que sólo unos ojos abiertos podían descubrir el sentido y las implicaciones del camino de Jesús. Pero entonces la escena quedaba truncada. Jesús mandaba al ciego que se fuera, y el ciego se iba y Pedro no lograba mantenerse firme ante las exigencias del mesianismo de Jesús Hijo de Hombre (cf. 8, 18-.9, 1). Ahora, en cambio, este milagro adquiere un sentido muy positivo, pues el ciego bien curado sabe abrir los ojos y seguir con presteza a Jesús en el camino.
Evidentemente, este ciego no tiene por qué saber lo que Jesús ha ido diciendo en sus palabras anteriores. A la salida de Jericó, a la vera del camino pascual, está inmóvil y parece que no tiene más oficio ni esperanza que vivir como mendigo. Es enfermo, está ciego y vive a costa de aquello que le quieren ofrecer los peregrinos. La ciudad pascual se encuentra cerca, pero él no puede subir para admirar su santuario y orar con el resto de los fieles.
Su ceguera le tiene clavado al borde del camino, en la etapa final de la subida y del drama del Reino. Como he dicho, este ciego no conoce a Jesús, pero se puede suponer que está al corriente de lo que implica su camino, sea en la línea de las predicciones de la pasión (Jesús sube a Jerusalén dispuesto a morir: 8, 31; 9, 31; 10, 33), sea en la línea de una esperanza general, de tipo davídico-mesiánico. De esa forma, cuando se entera de que Jesús pasa, él confía y le grita por dos veces: ¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí! (cf. 10, 47-48).
Al invocarle así, como “Hijo de David”, en su ascenso hacia Jerusalén, este ciego le está confesando de algún modo como “Mesías”, en una línea que culminará precisamente cuando Jesús llegue (¡esa tarde!) a Jerusalén y sus acompañantes le aclamen diciendo: ¡Bendito el Reino de nuestro padre David! (11, 10). estamos en la mañana del “domingo” que precede al Sábado de Pascua (¡aquel año la pascua caía en sábado), y los peregrinos que inician la marcha muy temprano podrán llegar a Jerusalén antes de la caída de la tarde. De esa manera, esta escena, con la invocación del ciego, forma el primer acto de la “entrada en Jerusalén”, que empieza precisamente aquí, en Jericó.
Esta invocación (¡Hijo de David!) tiene, un tono mesiánico y proviene, paradójicamente, de un ciego al borde del camino. Sin duda, cuando luego le pedirá “que vea”, se puede suponer que está pensando en un “hijo de David” que tiene capacidad de “curar”, como Salomón, a quien la tradición presenta como Hijo de David y sanador.
Pero en este contexto, al final del camino de ascenso a Jerusalén, este título (Hijo de David) tiene un sentido claramente mesiánico, lo mismo que el de Roca, cuando dijo que Jesús era “el Cristo” (8, 29). Pero hay una diferencia esencial: PEDRO llamaba a Jesús “Cristo”, pero en el fondo quería aprovecharse de él e impedirle cumplir su camino, dando la vida por los otros; Bartimeo, en cambio, llama a Jesús “Hijo de David” para ver y seguirle en el camino. Marcos acepta aquí ese matiz del título “Hijo de David”, aplicándolo a Jesús; pero, después, en la gran controversia de 12, 25-37, lo rechaza, porque rechaza el mesianismo de poder, como veremos comentando con detalle ese pasaje [2].
Sea como fuere, Bartimeo, ciego de camino, no busca el reino de Jesús en sentido político/militar; tampoco quiere el poder, como lo acaban de buscar los zebedeos; ni está empeñado en defender su dinero, como el rico (cf. 10, 17-45), sino que reconoce su carencia propia (es un ciego), y sólo quiere ver, y para eso pide la ayuda de Jesús, en medio del gentío que llena el camino y que pasa, subiendo hacia Jerusalén. Si Jesús es de verdad “Hijo de David” tiene que abrirle los ojos, como se los abre, no para seguirle en un camino de toma militar de la ciudad (como el David antiguo: 2 Sam 5, 8-9), , sino de entrega de la vida, precisamente en Jerusalén.
Este ciego pide ayuda, pero la gente que acompaña a Jesús quiere que calle, que no estorbe. Piensan que Jesús ha de ocuparse de otros temas y problemas más urgentes, como se suponía en el caso de los niños (10, 13); piensan que en esta última etapa de subida a Jerusalén nada ni nadie puede estorbar a Jesús. Por eso los acompañantes piden al ciego que calle: ¡no estorbes! [3]
10, 49-52a. Tu fe te ha salvado
49 Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron entonces al ciego, diciéndole: Animo, levántate, que te llama. 50 El, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: Maestro, que recobre la vista. 52 Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado.
Otros le piden o, mejor dicho, le exigen (emetimôn) que calle. ¿Por qué? Quizá porque les estorba y no quieren escuchar sus gritos.Pero es mucho más probable que le impidan gritar precisamente porque llama a Jesús abiertamente ¡Hijo de David!, en el sentido de pretendiente mesiánico. Jesús había mandado callar a Roca y a sus discípulos, cuando le dijeron que era el Cristo (8, 30). Es evidente que ahora esos discípulos tengan que impedir que este ciego grite de esa forma ante el paso de Jesús el Nazareno (ho Nadsarênos), nombre que puede tener connotaciones mesiánicas (como he puesto de relieve al estudiar Mc 6, 1-2 en mi comentario de Marcos).
Podemos suponer que le mandan callar precisamente porque invoca a Jesús como Hijo de David (nazareno), apelando de esa forma su “dignidad mesiánica”, en un momento de gran tensión (la última subida hacia Jerusalén). Pero es más probable que le manden callar porque piensan que su forma de invocar a Jesús no es la apropiada: ¡Jesús no debe ocuparse de un ciego, mendigo, impedido, en el camino! ¡Tiene otras cosas que hacer, otros problemas que resolver en esta última subida!
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