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Vigilia bíblica con María: Mujer, liberada, madre, hermana, amiga

Martes, 24 de septiembre de 2024

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Del blog de Xabier Pikaza:

 Faltan dos días para la Merced (24.9.24) y quiero ofrecer para compañeros y amigos una guía bíblica para celebrar su fiesta de mujer, liberada, madre, hermana y amiga, un texto sobrio para pensar, interiorizar, compartir y celebrar (actuar) en este tiempo de sinodalidad creyente para caminar unidos con ella.  

  1. MUJER DE BODAS,

  El Magníficat (Lc 1, 56-65), canto de María, y profecía universal de libertad, debe conducimos hacia la libertad compleja del amor.

  Éste es el espacio al que nos lleva, p. ej., el libro de Isaías: “El Señor de los ejércitos prepara un festín de manjares suculentos” (ls 25,6). Es el festín de bodas y de gozo que Dios mismo ha comenzado a disponer para los hombres; por eso manda a sus servidores, encargándoles que inviten a todos al banquete: “Mi cena está dispuesta, venid a celebrar el gozo de las bodas” (cf Lc 14,15-24; Mt 22,1-10).

  Así vienen la madre de Jesús a la fiesta de las bodas de Caná, que son nuestras fiestas de amor.  Viene Jesús, pero el ayuno sigue porque los novios de este mundo no han podido conseguir el vino de la vida, como indica certeramente la madre (Jn 2,3): No tienen vino, solamente tienen agua de purificaciones, agua de ritos y las leyes, que limpia una vez, externamente, pero por dentro seguimos manchados y vacíos, en ayuno sin amor.

          María que es mujer, madre, hermana y amiga le dice a Jesús: “¡No tienen vino!” no pueden celebrar la fiesta de las bodas (2,3). En esta primera palabra ella explícita su solidaridad respecto a los que viven de manera insuficiente, incompleta sobre el mundo: sabe que los hombres han sido creados para celebrar las fiestas del amor, para las bodas del vino escatológico, y por eso sufre al verlos incompletos, deprimidos, sometidos al agua de los ritos y las purificaciones de este mundo.

La respuesta de Jesús parece dura: “¡Qué tenemos que ver tú y yo, mujer; aún no ha llegado mi hora!” (Jn 2,4). Ciertamente lo es, si la miramos desde una perspectiva intimista, como expresión de ruptura con la madre: ¡Jesús está en manos de Dios y no puede recibir mandatos de María! Sin embargo, si miramos a más profundidad, descubriremos que en la misma respuesta va implicado un asentimiento implícito: Jesús no rechaza la observación de su madre, no niega la carencia de vino. Simplemente indica que la solución del problema no depende ahora de las palabras de su madre, sino de la hora (voluntad de Dios).

IMG_7676Así lo ha entendido la madre. Respecto a Jesús ya ha cumplido su misión: ya le ha indicado que no existe vino de amor y libertad sobre la fiesta de la tierra. En ese aspecto está tranquila, confía en Dios y en la promesa mesiánica del Cristo. Por eso, ahora, sólo le queda una cosa: ponerse al lado de los hombres (servidores del banquete) y advertirles: “¡Haced lo que él os diga!” (2,5).

En este segundo momento debemos situarnos. La madre puede hablar a Jesús, pero sabe que ese Jesús-hijo le desborda, pues se encuentra en relación inmediata con el Padre. Pues bien, ella sigue confiando en ese mismo Jesús, centrando su esfuerzo en la preparación de los servidores de la boda. Estos servidores llevan el nombre técnico de diakonos: son los criados que preparan el banquete y sirven en la mesa. En medio de ellos se coloca la madre, convirtiéndose en una especie de diaconisa primera, animadora y directora de los servidores del banquete.

Lo más extraordinario de esta escena, situada en el contexto de la liberación, está en el hecho de que María, madre de Jesús, venga a mostrarse, en la linea del Magníficat, como madre preocupada por las bodas de los hombres de este mundo. Ella no está en Caná para cuidar a Jesús, para arroparle en medio de los riesgos de una boda donde parecen estallar las leyes más normales de la compostura y sobriedad del mundo, está para ocuparse de los hombres, de aquellos que quisieran llegar hasta las bodas de alegría y vida de la tierra, pero no pueden hacerlo porque falta el vino de la fiesta.

  María, la madre escondida de Mt 1-2, la cantora de la gran transformación mesiánica del Magníficat (Lc 1,45-55), viene a presentarse ahora como promotora de la fiesta: ¡ella está al servicio del vino de la vida! Sabe que la esclavitud no es sólo el hambre y la opresión-humillación que presentaba Lc 1,52-53: esclavitud es carencia de amor, es la impotencia de una vida en la que todo está encerrado en leyes, purificaciones lustrales, ceremonias opresoras. Pues bien, precisamente en ese lugar, allí donde los hombres padecen la gran frustración de su impotencia (¡no alcanzan a beber el vino de las bodas!), viene a presentarse María y nos presenta a Jesucristo.

          Precisamente al servicio de la vida y del amor, del vino y de la fiesta se ha puesto María, conforme al evangelio. Ella está con los diáconos, con los servidores del banquete, anunciando y preparando el gozo que se acerca, la liberación definitiva.

En esta perspectiva podemos ampliar la cita con que había comenzado este apartado: “El Señor de los ejércitos prepara un festín de manjares suculentos…: y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos…, aniquilará la muerte para siempre” (Is 25,6-7). Éste es precisamente el vino que falta en el banquete de la tierra, ese “vino de solera” que anuncia el gran profeta (cf 25,6). Pues bien, al servicio de ese vino de la vida se coloca María, como servidora de la libertad, en el banquete escatológico.

LIBRE, LIBERADA Y LIBERADORA

Libertad de los hijos de Dios. El evangelio es un proceso de liberación donde el esclavo (doulos) se hace hijo (huíos) conforme a la palabra de Gál 3-4. Pues bien, ahora queremos ampliar aquella breve indicación, partiendo del gran texto paulino donde el tema de la libertad se ha vinculado a la venida de Jesús como “nacido de mujer”:

  1. Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, a) nacido de mujer,
  2. b) nacido bajo la ley,
  3. b’) a fin de rescatar a los que estaban bajo la ley,
  4. a’) a fin de que alcanzásemos la filiación (/Ga/04/04).

IMG_7677   Ser hijos de Dios, hermanos, amigos, libres…  El tema es claro: Dios envía a su Hijo (eterno) para que los hombres, rota la cadena de la ley que es servidumbre, podamos alcanzar la filiación. Pues bien, esa filiación es libertad. El hombre vive esclavizado sobre un cosmos que le determina: es heredero de las cosas, pero no puede emplearlas libremente a su servicio, como espacio de realización y como medio para madurar en libertad; el hombre vive dominado objetivado sobre un mundo que le determina, le angustia y cuadricula (Gál 4,3).

 Ésta es la esclavitud fundamental, el sometimiento en un mundo de esclavitud, de dominio de unos sobre otros, sin ser hermanos, sin ser amigos, sin ser libres Dios nos hizo dueños y nosotros somos (nos hemos hecho) siervos de las cosas (cf Gén 2,26 Rom 8,20).

Por eso, nosotros, nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la filiación, la redención de nuestras opresiones, la hermandad, la amistad (cf. Rm 8,23).

Esta es la filiación que nos ofrece Jesucristo, el Hijo, nacido de mujer: nos da su Espíritu, de forma que podemos decir ¡Abba, Padre!:

“Por eso ya no eres siervo, sino hijo; y si eres hijo, eres heredero según Dios” (Ga/04/07).

La verdadera libertad es filiación: nos hace madurar como hijos, en un contexto de autonomía personal, de apertura hacia Dios y de confianza. Situada en esta perspectiva, y reasumida en el campo de la redención del Cristo, Hijo de Dios, la misma Madre, María, viene a presentarse como hija: ya no es esclava sometida a los principios de la ley aplastada por las fuerzas de este mundo; es hija redimida por Jesús que dice el “¡Abba, Padre!” y que mantiene relación de encuentro personal con ese Padre.

Situados ya en este nivel, dentro de la gran proclamación mesiánica de Gálatas, podemos dar un paso más. Antes el mundo de la esclavitud y de la ley se hallaba dividido en grupos contrapuestos. Ahora, en cambio, la libertad de Cristo, realizada como nueva creación, vincula a todos los creyentes en forma de fraternidad mesiánica:

Pues todos sois hijos de Dios, por la fe en Cristo Jesús, ya no hay judío ni griego, no hay siervo ni libre no hay macho y hembra, porque todos vosotros sois uno en el Cristo Jesús (Gál 3,26.28).

 María es mujer (gyne) y como tal es madre de Jesús, pero ella no se define en su oposición al varón: no es thely o hembra que vive en guerra con el arsen, que es el macho. En el comienzo de la iglesia, allí donde san Pablo ha proclamado la unidad fundamental de todos los creyentes, rectamente interpretada, María viene a presentarse como signo de esa unidad (igualdad) fundamental. Por encima de judíos-griegos, siervos-libres, machos-hembras, enfrentados en lucha permanente, quedan los hombres (seres humanos: varones y mujeres) que viven la nueva filiación de Cristo, en ámbito de fe o de mutua fidelidad.

          Jesús, nacido de mujer, nacido bajo una ley de opresión, nos libera de la opresión,  nos introduce en camino de hermandad, de amistad, que debemos recorrer con María. La cooperación de María, hija de Dios, hace posible que nosotros dejemos de ser siervos y empecemos a ser hijos, herederos de la casa de Dios Padre (Gál 4,7); aquella cooperación maternal ha influido en esta gran ruptura mesiánica del Cristo, que ha venido a crear un mundo nuevo donde ya no exista opresión o división entre machos-hembras, judíos-gentiles, esclavos y libres.

HERMANA: FRATERNIDAD/SORORIDAD

IMG_7682“Vosotros no llaméis a nadie rabbi; uno es, pues, vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y a nadie llaméis sobre la tierra padre, pues uno es vuestro Padre, el de los cielos” (Mt/23/08-09).

 Éstas son palabras condensadas que reflejan la nueva densidad, el nuevo espacio vital y familiar de la comunidad cristiana. Evidentemente, ellas incluyen a María, la madre de Jesús.

En esta perspectiva, libertad cristiana implica una doble liberación. Es liberación frente a un falso padre, frente a Dios  impositivo de este mundo, que domina desde arriba y que no deja a los hijos realizarse, conforme a un mito que en los últimos decenios ha desarrollado con toda nitidez la tradición cristiana; mientras el hombre siga oprimido por su padre de la tierra no existe libertad, sólo cuando el hijo puede superar ese nivel del padre de este mundo y se descubre responsable, acogido y potenciado por el Padre de los cielos, logra alcanzar su libertad, se vuelve plenamente humano.

Ésta es igualmente liberación frente al maestro (rabbi) o dirigente (kathekhetes) de este mundo que mantiene al hombre en un nivel perpetuo de minoría de edad o de discipulado. Cristo rompe esa minoría, transforma aquel discipulado, y nos conduce al plano de transparencia comunicativa, interpretada como fraternidad.

  La superación del padre impositivo de este mundo no supone una caída en el vacío total de la violencia, siempre repetida y destructora; tampoco el rechazo de los maestros-jefes lleva al caos de la vida incontrolada, como siguen creyendo muchísimas personas sobre el mundo.

 Esta doble superación es posible no por rechazo resentido, sino por descubrimiento superior de vida, no por negación, sino por superabundancia: precisamente en el lugar donde antes dominaban maestros y dirigentes nos hemos abierto a la transparencia de la libertad, como encuentro fraterno, animado por Cristo, el gran hermano; precisamente en el lugar donde imponían su ley dominadora los padres de la tierra hemos descubierto al Padre de los cielos, que nos admite como somos y nos capacita para creer en libertad, en actitud de gracia.

  En ese mismo camino que conduce hacia aquel Padre superior, en esta hermandad universal ha debido avanzar en fe María, como indica con toda nitidez la tradición evangélica. Ella ha descubierto que no tiene poder sobre Jesús y que por eso está obligada a desligarse de aquel grupo de hermanos que pretenden encerrarle de nuevo en la familia del viejo judaísmo (cf Mc 3,21.31-35). Ha de saber que verdadera familia de Jesús (hermandad donde se implican y unifican madre y hermanos) es la que está formada por aquellos que “cumplen la voluntad de mi padre que está en los cielos” (Mt 12,20).

  María ha recorrido el camino de esa búsqueda familiar, descubriendo de verdad  que sólo existe verdadera libertad allí donde los hombres aprenden a vivir y viven como hermanos.

  La libertad formal (externa)  no basta, no es suficiente aquel decreto en que se dice como ley que todos son hermanos. Tampoco es suficiente la actitud iconoclasta del que mata (niega) al padre impositivo o al maestro-dictador de turno que pretende dirigir a los demás por sus caminos.

  Verdadera libertad sólo es posible allí donde los hombres son maduros para transformar las situaciones de opresión y celebrar la fiesta de la vida en actitud fraterna haciéndose todos hermanos  y amigos con Jesús, el Hijo de María (Mc6, 3)

 No basta con decir que uno “es hermano”. Los hermanos se hacen, compartiendo juntos el crecimiento, a partir de la palabra que les llama, les convoca, les capacita para convivir. En ese aspecto, la fraternidad es un nuevo nacimiento compartido; los hermanos deben compartir una especie de “estado naciente”, una transformación común o un común renacimiento, que les vincula para asumir juntos la experiencia del futuro. Tienen pasado común, parten de una misma palabra de gracia que les capacita para hallarse vinculados por eso caminan hacia un mismo futuro, para cumplir juntos la voluntad de Dios (cf Mc 3,31-35 y par).

  Al asumir este camino de Jesús dentro de la iglesia, María participa de eso que pudiéramos llamar el estado naciente de la comunidad cristiana. Tras la muerte de Jesús se van uniendo los creyentes y renacen, en ámbito de pascua, “por el agua nueva y el Espíritu de vida” que provienen de Jesús resucitado, como ha dicho de mil formas el evangelio de Juan (cf Jn 2,5; 4,14; 7,38-39; 1,12-13, etc.). Esta experiencia de renacimiento, tras la muerte de Jesús, que Lucas tipifica como fiesta de Pentecostés (He 1-2), constituye el surgimiento y base permanente de la iglesia.

 Pues bien, en este surgimiento ocupa un lugar muy importante la figura de María. Ella ha recorrido los caminos de Jesús y viene a hallarse al fin, con sus hermanos, “con Pedro, Juan, Jacobo…, con las mujeres que seguían a Jesús y sus parientes”; todos éstos permanecían unidos en la oración, esperando el nuevo nacimiento escatológico (He 1,13-14).

Precisamente el camino compartido de ese renacer les vuelve hermanos, les abre al mismo Padre Dios que había sido proclamado por Jesús, les fortalece en la solidaridad, mientras esperan la llegada del Espíritu (He 2).

  Este renacimiento pentecostal les hace hermanos en el sentido más intenso del término. De esa forma viven su libertad: como solidaridad fraterna, en gesto común de búsqueda y misterio. No hay entre ellos ningún padre que les guíe sobre el mundo. No hay maestro de la ley ni director que tenga autoridad sobre el conjunto. Conforme a la palabra de Mt 23,8-9, todos son hermanos, incluida María, la madre de Jesús. Así lo reconoce He 1,15 al presentar la primera asamblea de esta iglesia. Así lo han confirmado después los sumarios donde viene a explicitarse el contenido de la vida compartida de los fieles (cf He 2,43-47, 4,32-36). La libertad se ha definido así como principio de experiencia fraterna.

MADRE: QUE LOS HIJOS SEAN

 El comienzo de la biblia aparece la maternidad como experiencia ambivalente. Por un lado es positiva, como indica el mismo nombre de la mujer:

 “El varón llamó a su esposa Eva (hawa=Vitalidad), por ser la madre de todos los que viven” (Gén 3,20).

 Precisamente por su maternidad la mujer se encuentra vinculada a Dios de un modo especial (cf Gén 4,1): le descubre en el misterio de su concepción, desde el mismo centro de una fecundidad que siempre le sorprende y le desborda. El varón parece buscar a Dios en lo que hace, en sus proyectos exteriores de trabajo y de conquista; la mujer, en cambio, sabe que lo lleva dentro, como abismo de fecundidad suprabiológica.

Pero, al mismo tiempo, la experiencia materna tiene un elemento doloroso, que Gén 3,16 ha resaltado con toda claridad: “Sufrirás en tu preñez, parirás hijos con dolor”.

La mujer vive más dentro de sí misma y en esa interioridad vital, que es expresión de luz y muerte, ella padece el desgarrón de la existencia como expansión a un nuevo ser, como ruptura de sí misma. Por eso, el dolor de los hijos sigue dentro de ella misma y allí dentro lo padece, como ampliación de su mismo sufrimiento.

 Resulta muy fácil descubrir estos dos rasgos en la vida de María. Abierto y exultante es el gozo de su maternidad, como lo indica Lc 2,8-21, utilizando una preciosa escenografía de ángeles y pastores: sobre el parto prometido se abre el cielo y cantan los coros superiores de la dicha; vienen los pastores y celebran el nuevo nacimiento de la vida de Dios sobre la tierra. Ciertamente, la maternidad querida es siempre gozo, es fiesta del amor y la esperanza entre los hombres. Pues bien, especialmente gozosa, querida y liberada fue la maternidad divina de María.

Sin embargo, el mismo evangelio ha tenido cuidado en resaltar el otro aspecto, doloroso y desgarrado, de esa maternidad. Por eso sabe que María ha concebido un niño que “se hará problema”:

“Ha sido puesto como caída y resurrección para muchos en Israel, como una señal discutida; y por eso una espada atravesará tu misma vida” (Lc 1,34-35).

La vida es aquí el alma, el seno más profundo de María. Después de nacido el niño, sigue la gestación y la madre sigue siendo una especie de útero ampliado: quiere ofrecer seguridad al hijo y, lógicamente, padece cuando el hijo está inseguro.

Esto significa que María, al asumir el nacimiento de Jesús, asume todo el proceso de su historia. Ella no es mamá-nodriza temporal, que el Padre Dios ha querido alquilar por nueve meses de embarazo. Es madre perpetua, y por eso continúa sufriendo en su seno (en su experiencia personal y femenina más profunda, el dolor y división de su hijo Jesucristo. El mismo Lucas sabe que este sufrimiento de María no se ha realizado en vano, por eso la presenta, al fin del parto, como madre y como hermana gozosa, renacida, en el mismo nacimiento de la iglesia, tras la pascua (He 1,14).

Pero el sentido más profundo de este nuevo dolor de nacimiento ha sido formulado por san Juan:

estando Jesús sobre la cruz y “mirando presentes a la madre y al discípulo al que quería, dijo a la madre: Mujer, he ahí a tu hijo…” (Jn/19/26).

Nos bastan estas palabras, mil veces comentadas por la piedad cristiana y por la teología. Ahora sólo queremos comentar dos de sus rasgos: el cumplimiento de la maternidad, su expansión liberadora.

Al llegar aquí debemos afirmar que la maternidad ha culminado: acaba siendo madre aquella que sabe dar el hijo para todos; lo pierde para sí, deja de verlo como propio, objeto de su mismo cuidado-protección, y así lo ofrece de manera abierta, en gesto de solidaridad y amor hacia los otros.

  De esta formase supera el circulo neurótico, egoísta de una maternidad castrante, circularizada: el hijo para mí, yo para mi hijo. María descubre que su hijo es para todos, y que ella también ha de ser para todos, en amor.

María rompe el círculo del egoísmo y por eso está de pie, junto a la cruz, respetando a Jesús en el momento de su entrega, y acompañándole con el testimonio de su propia entrega. Precisamente ahora, cuando sabe que ha perdido definitivamente a su hijo, María sabe que lo encuentra más cerca que nunca: más que madre e hijo, en círculo cerrado de intimidad y protección, se han convertido en dos amigos que caminan juntos hasta el borde misterioso de la vida. María se detiene por un momento, para acompañar a los restantes amigos de Jesús. Jesús se entrega, ahora ya solo, en el abismo de la muerte en el que Dios le llama.

Sólo de esa forma la maternidad se expande y puede ser liberadora: María escucha bajo la cruz aquella gran palabra: “Muje, ahí tienes a tu hijo”.

 Aquí  sorprende el hecho de que María, que de alguna forma ha terminado el proceso de su maternidad, reciba nuevamente el nombre de mujer: ella vuelve a situarse de esa forma en el principio de la creación, allí donde Eva, la mujer originaria, recibía el titulo de howa, la vitalidad o la viviente. Partiendo de la cruz, la historia cambia. La maternidad gratificante y abierta de María empieza a ser liberadora. Por eso, el Hijo salvador le dice, desde lo alto de la cruz: “Ahí tienes a tu hijo’: Hijo es ahora el hombre que está necesitado, es el hermano de Jesús que sufre y padece sobre el mundo conforme a la palabra de Mt 25,31-46.

Por eso María, la mujer, que parecía haber cumplido su tarea, debe empezar tarea nueva sobre el mundo. Mejor dicho, debe continuar en su tarea antigua, realizando en los discípulos aquello que antes hizo en Jesucristo.

De esta forma se supera la familia de la pura carne y sangre cerrada, centrada en el egoísmo de tradición o raza. Pero igualmente se supera la familia burguesa y egoísta de los hombres que se cierran en un circulo pequeño de solidaridad o transparencia mientras fuera rigen los principios de la lucha y de la fuerza. Sólo es verdadera familia de María y sólo puede resultar liberadora aquella que se abre hacia el espacio exterior de los hermanos.

De esa manera, lo que parece fin (la misma muerte del ser más querido) viene a convertirse en principio de una apertura más intenso y más extensa. Junto a la cruz del Cristo aparentemente terminada, agotada para siempre, María empieza a desvelarse como madre universal, abierta hacia los hombres, en un gesto concreto de acogida, de solidaridad, de nuevo nacimiento.

AMIGA: LIBERADOS PARA EL AMOR

 Pero la escena de la cruz transmite todavía otro misterio. Estaban allí la madre y el discípulo que Jesús amaba (hon egapa). Ellos condensan para Juan el conjunto de la iglesia. En un determinado sentido, conocemos mejor a la madre: sabemos que está relacionada con Israel, que ha preparado a los servidores del banquete para que escuchen y sigan a Jesús en el momento de su manifestación mesiánica (en las bodas; Jn 2,1-11); también sabemos que está junto a la cruz. Ha engendrado a Jesús y le acompaña hasta la hora de su muerte, participando así en el gesto de su gloria y en el mismo nacimiento de la iglesia.

En cambio, el discípulo que Jesús amaba presenta más problemas. Por un lado parece un personaje individual, identificado quizá con Juan, Lázaro, Nicodemo, Felipe, Natanael o algún otro seguidor del Cristo. Tampoco sabemos si perteneció al círculo de los Doce o si adquirió después autoridad influyente dentro de la iglesia. Lo único que sabemos es que este discípulo del amor, para decirlo en forma menos convencional, ocupa un puesto clave en la historia de un determinado circulo eclesial que mantiene relaciones más o menos tensas con aquella que podríamos llamar la iglesia oficial, representada por Pedro.

Es evidente que en el momento en que acaba de redactarse el cuarto evangelio (hacia el 110 d.C.) la comunidad del discípulo amado, responsable de la redacción de Juan ha estrechado relaciones con la gran iglesia (de Pedro). Así lo muestra, de manera genial y permanente, el capitulo final, es decir Jn 21. El discípulo del amor sale a pescar en la barca de Pedro, que es discípulo de la jerarquía; ambos caminan unidos detrás de Jesús, Pedro con el compromiso de amar al Señor (de hacerse discípulo querido) y el discípulo del amor conservando hasta el final su propio misterio.

  A partir de aquí se extiende el enigma: Pedro y el discípulo del amor, como si fueran momentos complementarios de la misma iglesia, están juntos en la cena del Señor (Jn 13,21-30), ante el sepulcro abierto (20,1-10), en la misión de la iglesia (Jn 21,1-14), en el seguimiento de Jesús (Jn 21,15-24). Sin embargo, ante la cruz Pedro desaparece: es como si la iglesia oficial no tuviera lugar ante el misterio puro de la gracia; es como si todos los cristianos, incluido Pedro, vinieran a estar representados en este discípulo del amor. Esto es lo que de alguna forma queda insinuado cuando el Señor pascual le pide a Pedro por tres veces que le ame (cf Jn 21,15-19): sólo de esa forma, identificándose con el discípulo del amor, puede realizar su labor de ministerio.

Bajo la cruz de Jesús estaban las mujeres, como sabe una tradición antigua (Mc 15,40-41 par); Juan también lo ha recordado (Jn 19,25). Están Jesús, la madre y el discípulo del amor, el amigo de María amiga y de Jesús amigo.

Desaparecen de esa forma las restantes relaciones, como los poderes y grandezas de los hombres. Toda la hondura de los cielos y la tierra se ha centrado en estos rasgos: la madre que engendra, el discípulo que ama (que es amado) y Jesús, el hijo de la madre, el maestro-amigo del discípulo. En el apartado anterior hemos señalado las palabras a la madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Ahora completamos el diálogo: “Después dice al discípulo:

Ahí tienes a tu madre; y desde aquella hora el discípulo amigo la tomó en su casa” (entre sus cosas) (/Jn/19/27).

 Jesús pedía a Pedro que le amara (Jn 21,15-19). Sin embargo, al discípulo del amor no le pide nada de ese tipo; simplemente le dirige hacia su madre y le encomienda (le declara): ¡Ésa es tu madre! Quien asume a Jesús y quien le ama tiene que asumir y amar su misma historia esto es, su madre.

AMIGA/AMIGO: Estas palabras han sido interpretadas de mil formas y resulta prácticamente imposible descubrir en ellas nada nuevo. Sin embargo, a la luz de todo lo que hemos venido exponiendo, pienso que el tema puede explicitarse de una forma algo distinta. Como hemos ido señalando en apartados anteriores, María se presenta a la luz del evangelio como israelita y oprimida, como creyente y servidora, como hija, madre y hermana; todos esos títulos resultaban apropiados dentro de un determinado contexto, ayudándonos a comprender el sentido de la libertad mariana. Pues bien, ahora al final de todo el recorrido, María viene a presentarse de manera sorprendente como amiga.

  ¿Por qué? Por una razón simple: porque queda encomendada, como tesoro de vida y herencia de libertad en manos de la comunidad del discípulo que Jesús amaba. En algún momento, ciertos maestros espirituales amigos de la virginidad, han dicho que Jesús ha confiado la vida de María, virgen, en manos de Juan, discípulo virgen. Pero resulta que no sabemos si el discípulo que Jesús amaba era Juan y tampoco sabemos si era virgen. Lo único que podemos afirmar es que acogía el amor de Jesús y le respondía con amor, traduciendo en forma comunitaria el mandamiento supremo del “amaos los unos a los otros”.

Esto significa que María, la madre de Jesús, heredera de las promesas del AT e iniciadora de los hombres en el camino del mesianismo (Jn 2,12), queda confiada como tesoro de amor y herencia de vida en la comunidad del discípulo amado, es decir, precisamente allí donde el amor era la norma y el principio radical de la existencia. Todos los restantes elementos pasan: la autoridad, las organizaciones misioneras, los proyectos de transformación externa, etc. Sólo queda para siempre el amor que brota de Jesús; y allí donde reina ese amor (discípulo que Jesús amaba) está la madre, María.

El texto dice que “el discípulo la acogió en su casa”, es decir, la recibió en la casa o familia de la iglesia, en la comunidad de amor de los creyentes. Posiblemente se refleja aquí un recuerdo histórico: la madre de Jesús, después de la pascua, vino a formar parte de una comunidad que estaba centrada en el misterio del amor. Retraduciendo el tema desde perspectivas diferentes, Lucas y Juan han transmitido sus versiones del mismo acontecimiento.

 – Lucas, en el libro de los Hechos (1,14) ha destacado la unidad fundante del principio de la iglesia, antes de todas las rupturas y las divisiones: la madre de Jesús pertenece a ese tiempo inicial, de tal manera que puede ser reasumida y aceptada como propia en cada una de las comunidades de creyentes.

– Por el contrario, Juan (el cuarto evangelio) se muestra mucho más radical: la madre de Jesús pertenece al misterio fundante del amor de los cristianos; por eso, sólo ha podido ser asumida y valorada como amiga en la comunidad especial del discípulo del amor. Eso significa que sólo aquellos que viven en hondura radical la palabra del amor y la libertad creadora de Cristo, conforme al mensaje de Juan, entenderán (podrán recibir en casa) a la persona de María, su madre.

 Quedan atrás  antiguos  problemas: la figura de María como signo de opresión religiosa, discriminación sexual, prepotencia, engaño o injusticia. Conforme a todo lo aquí expuesto, la madre de Jesús viene a presentarse dentro de la iglesia como signo de libertad: ella ha traducido el diálogo con Dios en palabra de creatividad y comunión entre los hombres; así ofrece dentro de la historia su promesa de reconciliación humana, a través de un cambio revolucionario en que los hombres, haciéndose servidores los unos de los otros, aprenden a ser hijos, hermanos y amigos sobre el mundo.

 X. PIKAZA, Nuevo diccionario de mariología, págs. 1063-1084  (Continuará esta vigilia de meditación con María el día 24, fiesta de la Merced).

Biblia, Espiritualidad

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