Mateo, apóstol y evangelista.
Es él mismo quien nos cuenta su conversión empleando unos términos extremadamente sencillos (Mt 9,1-9). Por su parte, Lucas se complace en poner de relieve que, en aquella circunstancia, el banquete era signo del amor misericordioso de Jesús a todos los pecadores.
Mateo escribió un evangelio para la comunidad judeocristiana: esto se deduce de la estructura del mismo evangelio, que presenta a Jesús como el nuevo Moisés, como aquel que trae la ley del amor al nuevo pueblo de Dios. A continuación, Mateo pone una particular atención a la Iglesia, convocada, salvada e instituida por Jesús. Sólo él entre los evangelistas sinópticos conoce el término ‘Iglesia’, exactamente en dos lugares: 16,18 y 18,17.
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En aquel tiempo, cuando se marchaba de allí, vio Jesús a un hombre que se llamaba Mateo, sentado en la oficina de impuestos, y le dijo:
+ Sígueme.
Él se levantó y lo siguió.
Después, mientras Jesús estaba sentado a la mesa en casa de Mateo, muchos publícanos y pecadores vinieron y se sentaron con él y sus discípulos.
Al verlo los fariseos, preguntaban a sus discípulos:
– ¿Por qué come vuestro maestro con los publícanos y los pecadores?
Lo oyó Jesús y les dijo:
+ No necesitan médico los sanos, sino los enfermos.
Entended lo que significa: misericordia quiero y no sacrificios; yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.
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Mateo 9,9-13
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Las palabras ‘quiero misericordia, no sacrificios’ (Mt 9,13) marcan un importante paso hacia adelante de la conciencia humana, pero, por desgracia, después de dos mil ańos, son muy pocos los que se han dado cuenta de esto: el paso de la religión del Padre a la del Hijo. El Padre experimentado como Soberano absoluto, como el Juez inapelable, que premia a los buenos y castiga a los pecadores; la conciencia necesitada de sacrificios expiatorios, de machos cabríos sobre los que depositar los pecados propios y los comunitarios. Por otra parte, la conciencia solar, creadora y portadora de vida. El árbol frutal da con arrebato sus frutos, y su alegría aumenta con el crecimiento de la abundancia de los frutos; no castiga a los animales y a los hombres que los comen; su tarea es sustentar a las criaturas que tienen necesidad de sus dones. Del mismo modo, el seguidor de la religión del Hijo vive para distribuir la misericordia, no para levantar altares sobre los que inmolar víctimas.
La experiencia cristiana se encuentra en el fatigoso y laborioso camino que va de la religión del Padre, del Rigor y del Juicio irreformable, a la religión del Hijo, que no juzga, no condena, no culpa a ninguna criatura, sino que con mano generosa distribuye amor y misericordia, no apaga el pábilo vacilante, no quiebra la cańa cascada. Moisés había declarado que el hombre es la imagen de Dios en la creación; Cristo nos dice que el Hijo y los hijos del hombre están llamados a despojarse del temor y del temblor de los siervos, y a abrirse a la alegría vital de sentirse hijos de Dios.
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G. Vannucci
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