14.9.(Santa Cruz); 15.9 (Dom 24.TO): Y como sabía vivir supo morir por los demás, llevando su cruz
Del blog de Xabier Pikaza:
Marcos 8, 27-35: Y empezó a instruirlos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.” Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.”
| Xabier Pikaza
Los animales no viven (=no saben que viven), ni saben que mueren… Por eso no pueden vivir para los demás, ni morir por ellos. Los hombre, en cambio, saben que viven y pueden vivir por los demás, muriendo por ellos, como Jesús.
Pero muchos viven matando a los demás, y de esa forma se matan ellos mismos y mueren para siempre sin resucitar. Jesús, en cambio vive dando vida, tomando su cruz (la de los otros) para que ellos vivan, haciendo que resuciten y resucitando en ellos, como celebramos hoy (14.9: la Cruz de Septiembre) y celebraremos mañana (15.9: Dm 24. TO), como dice el evangelio de Mc 8, el centro del Evangelio.
Introducción
Si no muriéramos no dejaríamos sitio en el mundo para los que vienen, no podríamos darles del todo aquello que hemos sido y somos. Si no muriéramos haríamos que fuera imposible la vida de nuestros sucesores. De esa forma morimos para que otros vivan, abriendo con nuestra vida y nuestra muerte un espacio (un cuerpo) en el que ellos puedan encarnarse y recorrer su camino en Dios en esta humanidad en la que habita Dios con los hombres.
La muerte nos da miedo, e incluso suscita en nosotros el terror supremo. Pero sólo sabiendo que hay muerte podemos gozar de verdad de la vida y regalarla a los demás, para que puedan vivir, y nosotros podamos per-vivir en ellos:
«Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo… Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal».
Así comenzaba Rosenzweig su libro inquietante y luminoso de antropología judía (La Estrella de la Redención, Sígueme, Salamanca 1997 43-44). En un sentido, ese saber sobre la muerte es maldición, como ha visto el relato del «pecado ejemplar» de Adán/Eva, en Gen 2-3: «El día en que comas morirás…». Pero, en otro sentido, la muerte puede y debe convertirse en bendición: Es el momento culminante del sí a la vida, en Dios y con los otros.
Sólo los hombres pueden morir sabiendo que mueren, regalando la vida a los demás (con ellos, para ellos); sólo los hombres pueden abrir su cuerpo (dar su vida), para que otros vivan por ellos (como hizo Jesús en su Pascua, como muchos cristianos han visto también en María, su madre). Sólo por saber que morimos podemos regalar y transmitir de verdad lo que somos y queremos a los otros. Un hombre condenado a no morir, sería un monstruoso, un ser de pura angustia, una momia, como las terribles momias de Egipto o de algunos lugares de la América pre-colombina.
Morir es duro. Pero más dura sería esta vida sin muerte, condenados a ser como piedras de menhir plantadas en la tierra, dólmenes sagrados sin aliento. Una vida sin muerte sólo tiene sentido en otra “tierra” muy distinta, cuando cambien en Dios las condiciones de este mundo, como ha querido Jesús, como han querido y quieren millones de personas, que esperan y desean una resurrección. Sólo muriendo a este mundo (regalando a otros la vida que tenemos, como Jesús en la cruz, como su madre rodeada de “apóstoles”) podemos esperar una resurrección como entrada a la vida sin muerte.
Así lo ha enseñado Jesús en su sermón central de Cesarea de Felipe, bajo el monte Hermón conforme a leyendas antiguas (libros de Henoc) bajaron los ángeles viejos haciéndose demonios y enseñando a los hombres a matar y violar para vivir. Jesús, en cambio, nos enseña a dar la vida, para que vivan otros y nosotros resucitemos en ellos.
Sólo quien acepta la muerte puede vivir plenamente.
Muchos filósofos y pensadores han querido engañar a los hombres con una mentira piadosa, diciendo que son inmortales y añadiendo que la muerte no es más que una apariencia. Los hombres mueren, es su destino; mueren y no son felices… pero todavía serían más infelices si no pudieran morir.
Los hombres mueren, pero pueden descubrir en la muerte la mano de Dios y ofrecer su mano de amor a otros, como ha hecho Jesús. En ese contexto se sitúa la respuesta de la fe, cuando afirma que el sentido de la vida está en vivir para los demás… y que de esa forma la misma muerte, sin perder su bravura, dureza y enigma (¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?), se convierte en signo de solidaridad (de comunión de vida en todos y con todos).
MORIR PARA DAR VIDA, dar vida muriendo
Le mataron rápido, muy rápido, para que su cruz no estorbara el día de la fiesta. Le enterraron después de inmediato, por puro oficio, los sepultureros oficiales,judíos o romanos, con ganas de acabar muy pronto, antes de que llegara la noche, casi a escondidas, por puro oficio, para que el cadáver de Jesús no impidiera las celebraciones de pascua.
La vida histórica de Jesús acabó donde acaba la muerte de muchos condenados, descartados, asesinados, con juicio o sin juicio, para acabar encerrados o incinerados en la fosa común, de los que mueren y son expulsados, arrojados, aplastados, sin honor, en cualquier zanja de la humanidad triunfante.
Allí quisieron echarlo, allí lo echaron con los otros dos crucificados (quizá con la ayuda de un hombre bueno, llamado José de Arimatea), para que los otros (¡los judíos y romanos triunfadores, nosotros!) pudiéramos seguir celebrando la vida orgullosa de una Pascua dedicada al Dios de la victoria de los «buenos». Pues bien, de esa manera, Jesús bajó al infierno de la historia humana, a través de la fosa común, para dar vida a los muertos, según confiesa estremecida la tradición cristiana (el credo romano).
Lógicamente, las mujeres que fueron al “tercer día” (el sábado no se podía salir fuera de las murallas) no lograron encontrar su cuerpo. Quizá lo habían cambiado de fosa o sepultura. Quizá era imposible separar su cuerpo de los otros cuerpos de los ajusticiados. El evangelio de Marcos dice que las tres mujeres con aromas vieron el sepulcro “abierto”, pero no pudieron encontrar su cuerpo, ni embalsamarlo con honor, ni llevarlo a casa, como quiso en locura de amor María Magdalena (Jn 20).
No pudiera hacerlo simplemente porque era imposible en aquellas condiciones de persecución, de violencia, de miedo y de muerte. Pero pronto descubrieron que la razón era mucho más profunda, una razón de Dios, razón de Vida y Pascua: No podían encontrarle porque “no estaba allí”, porque se hallaba vivo, en la Vida del menaje que había proclamado, en la más intensa travesía del camino del Reino que él había iniciado y sembrado en la tierra:
¡Si el grano de trigo no muere…! (Jn 12, 24). Murió como el grano de trigo para que la espiga naciera, el ciento por uno, el millón por cada unos. Eso es vivir de verdad: morir dando vida por los demás, por todos, sin buscar glorias ajenas, haciéndose semilla de vida, fermento de resurrección en la tierra.
Por eso, no se le pudo enterrar en un glorioso sepulcro de mártir (como el de Mahoma en Medina, como el de los apóstoles en Roma, como el de Lenin en Moscú), pues su muerte se había trasformado en Vida para todos y en ellos (en nosotros) vivía y sigue viviendo. Y por eso el ángel de la pascua les dijo a las mujeres, en palabra de fe que nosotros seguimos escuchando:
«No está aquí, id a Galilea, es decir, al camino de su vida… Allí le encontraréis, con aquellos y en aquellos que aceptan su historia» (cf. Mc 16, 7-8).
Dios trasformó de esa manera la muerte del “maldito” Jesús (condenado a muerte y crucificado) en victoria de Vida. Desde ese fondo puede y debe leerse el relato simbólico de Mt 28, 1-4 que evoca la acción escatológica de Dios, que ha empezado a romper las tumbas de la vieja historia de muerte, para ofrecer una esperanza a los crucificados y muertos de la historia (cf. Mt 27, 51-53). Es muy difícil asegurar lo qué pasó físicamente con su cadáver, pero, según la tradición que hemos evocado, Jesús «bajó a los infiernos», entró hasta el fin en el reino de la podredumbre y muerte, para iniciar desde allí un camino de pascua (cf. 1 Pedro 3, 18-22).
SER TESTIGOS DE LA RESURRECCIÓN
Desde el trasfondo se entienden los bellísimos relatos de los evangelios sobre la tumba vacía, que la Iglesia ha transmitido no como prueba histórica de la resurrección, sino como signo de la fe pascual, que ella confiesa, porque los cristianos “han visto a Jesús resucitado”.
Lógicamente, esos textos poseen más valor antropológico integral que puramente físico. Por eso, en un plano de historia materialista (saber lo que externamente pasó) y de biología (saber cómo se descompuso o desmaterializó el cadáver de Jesús) debemos tener mucha sobriedad, pues resulta difícil alcanzar conclusiones «científicas».
Parece que Jesús no tuvo un entierro honorable y su tumba (propiedad de un rico y famoso judío) se encontró después vacía, sin que humanamente se pudiera saber lo que pasó. Le enterraron como a un ajusticiado peligroso, para que ninguno de sus discípulos pudiera llegar hasta su tumba para robar su cadáver y proclamar la venganza por su muerte. Sus discípulos varones no hallaron su tumba, pero después afirmaron que él había “bajo al infierno” de la muerte para liberar de allí a los condenados.
Jesús ha sido y sigue siendo para la iglesia un muerto sin tumba honorable, un muerto maldecido y condenado por las autoridades honorables, pero querido y seguido por unas mujeres, que estuvieron a su lado en los momentos duros de su condena y muerte. No fue enterrado en un famoso “panteón sagrado”, como la tumba de Mausolo de Haliacarnaso, o las tumbas helenistas (de Absalón) en el valle de Josafat, o la de Herodes en el Herodion, en un alto recodo de Belén, trazando un camino que lleva del nacimiento por los demás a la muerte a favor de los demás.
El “mausoleo” o panteón de Jesús fue la vida de las mujeres que le acompañaron y creyeron en él; la vida y mensaje de aquellos que después creyeron y le “vieron vivo”. Jesús no fue un cuerpo para monumentos, una momia santa, incorrupta o corrompida, sobre la que se pueden edificar grandes pirámides o basílicas, para enterrar así la llama de su vida.
Jesús fue según eso un muerto que está Vivo
un muerto que ha empezado a resucitar en la fe de sus discípulos, en la vida de los hombres y mujeres que le aceptan, con todos los que han muerto y han sido sepultados como él en la fosa común de la historia. Pero no está vivo sólo en la fe de sus seguidores: está vivo en Dios, en el Dios que resucita a los muertos (cf. Rom 4, 23), en el Dios que ha revelado por él y en él la nueva historia de la Vida.
Por eso, la novedad del evangelio no está en una tumba aislado, sino en la tumba de todos los asesinados y el hecho de que (en contra de lo que podía esperarse) los cristianos (empezando por las mujeres) no cerraron la fe en Jesús en una tumba, sino que la abrieron… Vieron la tumba abierta, la muerte vencida, descubriéndole a él resucitado, para reiniciar con él (y con todos los asesinados) el camino del Reino, centrado en su presencia pascual, en la palabra de su mensaje, en el mensaje de su vida, en su vida hecha evangelio, buena nueva de Dios.
En esa línea, de manera sorprendente, en el principio de la Iglesia no hallamos ningún rastro de búsqueda de tumba, sino una experiencia fuerte de presencia de Jesús en sus seguidores. Los mismos evangelios de Marcos y Mateo que dicen que las mujeres amigas de Jesús fueron a “visitar” su tumba el domingo de Pascua siguen afirmando que no le encontraron allí, sino que el ángel de Dios les marcó un camino nuevo: «Id a Galilea… allí le veréis»(en vez de decirles: «traed aquí a sus discípulos para que vean que la tumba se halla abierta…»).
Aquellas mujeres no organizan peregrinaciones turístico-religiosas para ver la tumba de Jesús vacía, porque Jesús no está en una tumba, sino en la vida de todos aquellos que creen en él y sigue su camino. El cristianismo empieza como peregrinación de unas mujeres y luego de todos los creyentes hacia la vida nueva de Jesús, que empieza en Galilea y culmina en la resurrección de todos los muertos. Ellas, estas mujeres que han visto morir a Jesús, que han descubierto su tumba vacío los “la nueva presencia de Jesús”, la resurrección encarnada en sus propias vidas. Este es el primer camino de la Iglesia, el de unas mujeres que empiezan a ir desde la tumba abierta de Jesús hacia la vida de los hombres retomando el camino y proyecto de Jesús desde Galilea.
EXCURSO, LA MUERTE EN LAS RELIGIONES
Los muertos forman parte del proceso de la vida. Así lo han dicho las religiones cósmicas (o de la naturaleza), que introducen la historia del mundo y de los hombres en el ritmo incesante, siempre repetido, del eterno retorno de la vida. Eso significa que no hay fin, no existe meta alguna, sino rueda de generaciones y generaciones, una rueda que en el fondo es buena, porque es bueno vivir. Lo que ha sido eso es, lo que es eso será, lo que es ya ha sido.
De esa forma, los muertos se integran en el eterno retorno de la naturaleza, entendida como divina, realidad suficiente, absoluta. No hay un Dios personal, ni los hombres son de verdad individuales: vivimos de los muertos que han vivido antes que nosotros. Y así seguiremos viviendo. Por eso enterramos a los muertos, para que fecunden la tierra, como semilla de vida.
En algunas de estas religiones, el “alma” es Huaca, un alma cósmica. Esa es una palabra propia de los incas del altiplano sud-americano, que piensan que el hombre forma parte del todo divino cósmico. Huaca son las montañas, los ríos poderosos y, en especial, la madre tierra. Pero en ella son especialmente sagrados o huaca los que han muerto y siguen vinculados a su sepultura. Por eso es fundamental el enterramiento: de la madre tierra venimos y en ella somos recibidos por la muerte.
Quizá podemos decir que el alma de los hombres forma parte de la gran alma cósmica, que es la divinidad de la tierra o huaca. Por eso, un día como hoy, en gran parte de la América profunda, los vivos y los muertos se descubren en sintonía superior de Vida. Así lo he sentido, por ejemplo, en México y en Perú, lugares donde el culto a los muertos sigue siendo garantía de sentido y vida para millones y millones de personas.
- Religiones de la interioridad.
Las religiones de la interioridad (hinduismo, budismo) tienden a decir que los hombres y mujeres somos más que mundo. Somos alma (interioridad, espíritu) que ha descendido de la altura de Dios y ha venido a introducirse en un mundo que gira y que gira, sin sentido alguno. Así estamos en el mundo como en una cárcel: Somos el resultado de una caída… y por eso estamos encerrados en la materia. Por eso tenemos que volver a nuestro origen y patria, a lo divino, más allá de las estrellas. Vuelve el polvo, vuela el alma el cielo… Por eso, estas religiones suelen quemar a los muertos: para que el alma se desligue de la materia, para que la vida interior se libere del peso del cuerpo y vuelva a su sitio, en lo divino.
De esa manera, la muerte no es retorno a los ciclos de vida de la tierra, sino separación liberadora. Las almas deben invertir el camino de caída y volver a su origen superior, superando así la historia. De todas maneras, los muertos han hecho que seamos lo que somos y así les damos gracias. En el fondo, somos ellos: somos todos los muertos que aún no han logrado purificarse y que vuelven, volvemos a la tierra que el liberemos el espíritu y salgamos de esta cárcel y Dios sea Dios para siempre y la materia se muera y destruya a sí misma, como pura materialidad sin alma.
En estas religiones… sólo se “salva” el mundo interior, el mundo exterior ha de perderse. Por eso, aquí no se puede hablar de resurrección ni, en el fondo, de transformación de este mundo, de justicia… Para superar la muerte es necesario, en el fondo, superar la misma vida. La religión es, en el fondo, la forma en que los hombres y mujeres pueden superar la vida, el eterno retorno de los deseos que nos atan a la tierra. Los que han muerto de verdad ya no desean nada, no están en ninguna parte, sino en el puro más allá de la tierra del silencio. Da la impresión de que para superar la muerte hay que superar la vida, pues toda la vida el hombre en el mundo es muerte. Aquí importa la vida interior, la salvación del “alma”, no la justicia y comunicación entre los hombres. Desde ese fondo se puede hablar de reencarnación y de inmortalidad.
- Reencarnación e inmortalidad
Conforme a la visión anterior, para todos aquellos que no se han purificado, las vida de los que han muerte ha de empezar de nuevo … hasta que las almas se purifiquen de todo y vuelvan a lo divino. Las almas caídas, que somos todos nosotros, realizamos en este mundo un largo viaje de exilio y liberación, que se expresa en forma de reencarnaciones.
Los hombres nacemos de un genoma biológico, que nos ha sido transmitido a través de unos padres; nacemos también de una tradición cultural, que nos ofrece la sociedad y familia en la que nos socializamos; pero nacemos, finalmente, en el plano más profundo, de un proceso anímico. Nuestra vida verdadera, el alma, proviene de otras almas y así sigue rodando en los giros de la tierra, hasta que logra liberarse y pasa a lo nirvana (se introduce en lo divino). Por eso nos reencarnamos unos en otros… en un proceso en el que sigue dominando la muerte, pues nacer de nuevo es nacer para morir… hasta que lleguemos a la no-muerte de la inmortalidad.
Cerca de esa visión de las reencarnaciones está la visión de la eternidad del alma. Sólo a través de la superación de los deseos de este mundo se puede lograr la “no muerte”, que es la in-mortalidad: llegar a ser inmortal es morir sin nacer de nuevo, superando el eterno retorno de una vida esclavizada a la materia. E esa línea se ha dicho y se dice que la muerte atañe sólo al cuerpo, porque el alma es inmortal. En el fondo la muere es una pura apariencia… en realidad, los hombres no mueres.
2. Una muerte abierta a la vida.
Ciertamente, los cristianos valoramos las representaciones anterior. Pensamos, de algún modo, que las antiguas religiones de la naturaleza tienen parte de razón: los muertos son un momento del proceso de la vida: su energía y su impulso permanece en las cosas, con ellos y por ellos existimos.También podemos pensar en el alma que “sale” de la materia y se eleva a lo divino, con las religiones orientales.
Pero, en sentido estricto, pensamos que la muerte puede y debe convertirse en medio de comunicación de vida, en camino de resurrección: los muertos se van para dejar un lugar a los demás para que vivan; se van regalando así lo que son, para que la vida se vuelve regalo de gracia para todo. Así ha muerto Jesús, vencedor de la muerte; de esa forma ha resucitado y resucitan con él los que ponen su vida en manos de Dios.
Resucitar significa “crear” (desde Dios y con Dios) una vida distinta, de comunicación amorosa, de gracia. No es salir de este mundo, no es negar la vida, para alcanzar un tipo de inmortalidad espiritualista, más allá de la materia, más allá del mundo. Resucitar es trasformar este mundo, esta historia, en lugar de amor que permanece de un modo distinto, en amor que surge del amor, en amor que crear nuevo amor. Resucitar es compartir en gratuidad la vida…
CONCLUSIÓN. MORIR COMO RESUCITADOS
Desde ese fondo, los cristianos podemos hablar de “varias resurrecciones”, o quizá mejor, de varios niveles de la resurrección, como ha mostrado el evangelio de Juan en el relato de la resurrección de Lázaro (Jn 11).
(a) La primera resurrección es la del fin de los tiempos, y en ella creían muchos judíos.
Así dijo Marta a Jesús, en el capítulo de la resurrección de Lázaro: “Mi hermano resucitará en la resurrección del ultimo día”. Ésta es la fe de gran parte de Israel, en tiempos de Jesús, la fe de los fariseos y los apocalípticos. Al final de los tiempos, los muertos se alzarán de las tumbas, unos para la vida eterna, otros para la condena. Así es como creen, todavía, la mayor parte de los cristianos. Y no está mal esta fe, pero no es la esencia de la vida cristiana.
(b) La segunda resurrección se identifica con la fe; el que cree en Jesús (en la vida de Dios) ya está resucitado:
Así dice Jesús a Marta: “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. Es la resurrección vinculada a la experiencia del encuentro con Jesús, que vence al pecado (el poder de la muerte), haciendo que se exprese en nosotros, aquí, en este mundo, el poder de la Vida. “El que cree en mí… aunque haya muerto”, es decir, aunque se encuentre dominado por el pecado (por el miedo, por la ira…), recibirá el perdón, obtendrá la gracia, podrá vivir, aquí, en este mundo.
Esto es lo que algunos han llamado la resurrección gnóstica, entendiéndola de forma puramente intimista, como simple iluminación interior. En contra de ella (así entendida) ha combatido Pablo, al oponerse a los que dice que “la resurrección ya ha sucedido”, que ella no es más que vivencia interior, sin transformación de la vida. Para el Jesús de Juan, que habla con Marta, ésta es una resurrección realísima, la más importante de todas: la experiencia de la vida interior, del perdón, de la gracia.
Jesús sigue diciendo: “Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Los que creen de verdad (los que están vivos en Cristo) no pueden morir, no morirán nunca jamás (aunque externamente fallezcan). Nadie que vive en Cristo (es decir, en la Palabra de Dios, en el Seno de su Amor) puede morir. Cambia de vida, su vida se transforma, pero él no muere.
Esta experiencia de vida (el que cree y vive en Jesús no muere) no es un engaño interior, sino la experiencia suprema de la Fuerza de la Vida, que es Dios en nosotros. De esta fe en la resurrección ya acontecida han vivido y viven los grandes creyentes, de oriente y occidente. De ella seguiremos hablando en días sucesivos, aunque ya aquí quiero, a modo de apéndice, ofrecer algunas reflexiones.
(c) La tercera resurrección es la vida de la Iglesia
Ésta es la resurrección de la que he hablado en la primera parte de este trabajo: (a) Están resucitados los que viven dando vida a los demás, los que se entregan a los otros por amor… (b) Los que mueren resucitan en aquellos a quien han ido dando la vida, en aquellos por quienes y para quienes han vivido. (c) Los hombres resucitamos en Cristo y como Cristo en Dios, que es la vida
– Es resurrección de la carne, es decir, de la totalidad del ser humano. Este mundo no es por tanto una cárcel, consecuencia de un pecado anterior, sino un camino de vida que puede culminar, por gracia de Dios, en una superación gozosa de la muerte; no se trata de “no morir”, sino de morir dando vida, compartiendo vida. Esto que llamamos carne (mundo, historia) no es la expresión de un forzado eterno retorno angustioso, sino camino abierto de humanidad, en la que nada se destruye, sino que todo se recrea, se transforma, se eleva, en un camino que culmina en la creación definitiva.
– Es resurrección de la persona, en el sentido más estricto del término. El mundo en sí no puede resucitar, tampoco los organismos sociales, pues no se poseen a sí mismos (no tienen realidad autónoma). Así resucitan, culminan su camino, las personas, en las que Dios habita, como dijo el mismo Jesús hablando de Abrahán, Isaac y Jacob, amigos de Dios, añadiendo que ellos viven en Dios (cf. Mc 12, 1-27). Lo mismo, en grado más explícito, se puede decir de los cristianos. Quienes creen en Jesús (viven en él) no pueden morir, porque Cristo es la resurrección y la vida. Mirada así, la resurrección pertenece al camino personal de la presencia de Dios (de su Cristo) en los hombres. Los humanos pueden realizar y culminar la vida en gratuidad, la ponen en manos de Dios y Dios la acoge, es decir, les resucita.
– Ésta es una resurrección en forma de la Iglesia. El camino aquí evocado de resurrección no consiste en negar (abandonar) el mundo, como suponían los creyentes de las religiones de la interioridad. Sólo hay un camino de resurrección: iniciar en este mundo una existencia verdadera, definida por la gratuidad y la entrega mutua entre persona, en forma de comunidad de resucitados, esto es, de Iglesia, como ha señalado el Apocalipsis cristiano (Ap 20, 1-6) cuando habla del reino histórico de los Mil Años, definiéndolo como Resurrección Primera. Los verdaderos creyentes empiezan a resucitar dentro de la misma historia, creando un reino que se encuentre bien fundado en los mártires, los expulsados, los marginados de la sociedad antigua. Por eso, la resurrección final o Resurrección Segunda (Ap 21-22) no es negación sino culminación de la historia humana.
— Ésta es una resurrección dialogal, abierta a todos los hombres y mujeres de la tierra. Los hombres resucitan (viven) porque Dios les acoge en su camino de Vida. No es que se identifiquen: Dios es trascendente, los humanos limitados, pero ambos se vinculan: Dios dando su vida a los hombres; los hombres respondiendo a Dios con su vida. No es que lo divino vuelva a Dios (el polvo el polvo, el alma a su cielo) sino que el ser humano entero (como persona) pueda dar su vida a Dios, entregársela en amor, y Dios se la reciba, para culminarla así en forma plena, pero no a cada hombre en particular, sino a unos viviendo en los otros, en aquellos por quieres y para quienes entrega su vida.
La salvación no consiste en dejar de ser humanos, en olvidar la historia, sino en culminarla y recrearla plenamente. En ese sentido, la resurrección implica cumplimiento de la vida, en diálogo con Dios y en diálogo de amor y de servicio mutuo, empezando por los más pobres. En sí mismo, el humano es mortal, la historia es cadena de muerte. Pero en diálogo con Dios, puede culminar su camino, siendo recibido en Dios, por Dios, en diálogo de amor que ya no termina.
– Resucitar es creer en el valor de la vida humana, en Cristo. Sólo esta fe en la resurrección confiere seriedad y sentido a la historia humana. En el fondo, creer en la resurrección significa creer en el valor definitivo de esta vida personal, en el valor de las acciones que conforman y definen aquello que nosotros somos. Frente a las religiones de la interioridad que parecen dar primacía al deshacernos (debemos perder nuestra identidad mundana para ser en lo divino), el evangelio de Jesús pone de relieve exigencia dar la vida unos a otros: somos aquello que nosotros mismos vamos realizando, en camino abierto a la acción del Dios que nos resucita.
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