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¿También vosotros queréis marcharos? Para una recuperación de la iglesia (Jn 6, Dom 21 TO)

Domingo, 25 de agosto de 2024

IMG_7038Del blog de Xabier Pikaza:

¿También vosotros queréis marcharos?  La pregunta se dirige al grupo de Pedro, porque es el que contesta La pregunta y las razones son las mismas de hace casi 2000 años. Queremos dejarle porque no nos da el pan que queremos, ni es rey como habíamos pedido. En otro tiempo (hacia el año 100 d.C) quedaron quedaron algunos Hoy ¿quedarán, quedaremos? 

Juan 6, 60-69 

En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿Quién puede hacerle caso?” Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. “Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.” Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.”

Recuperación cristiana, infinitos en amor

 Dicen algunos que es preciso destruir esta iglesia, pero edificar después otra. Prefiero emplear, sin embargo, un lenguaje de reforma. La iglesia está fundada, pero puede y debe reformarse para expresar mejor la obra de Jesús y sus primeros seguidores, teniendo en cuenta los intentos anteriores de reforma protestante y de auto-reforma católica en amor, siguiendo el ejemplo de Juan de la Cruz,

 Reformar significa reparar, tapar los agujeros rotos o, mejor dicho, buscar como dice Jesús una nueva “tela” de evangelio, una tela nueva, un nuevo manuscrito, escrito con la vida de los creyentes de hoy, desde la savia rebosante de la vida de Jesús Esa reforma de hacerse también desde las condiciones de nuestra sociedad, pues sólo así la iglesia puede mostrarse signo salvador de Dios en este mundo, presencia misionera. Pero, sobre todo, ella ha de hacerse desde el evangelio como indicarán las reflexiones que siguen

1 Abandonar el Sistema de Mammón el pan por el pan, el poder. El evangelio dice que no podemos servir a Dios y a Mammon (Mt 6, 24). Mammón es el capital o dinero convertido en sistema (principio de organización universal de la vida, en forma de imposición). Lo contrario a Mammón es Dios, como principio de amor en libertad, en gracia.

   El sistema recibe actualmente una forma de organización capitalista, definiéndose como racionalización consecuente de las relaciones humanas desde una perspectiva económica y social, en los niveles de  poder y del trabajo, del salario y del mercado. El valor de los seres humanos, como miembros del sistema, se mide en claves de producción y organización económica, dirigida por una burocracia universal, con métodos cibernéticos (computarizados) e incentivos de tipo económico para sus beneficiados.

Según eso, La racionalización del sistema (o infra-estructura) se expresa en un nivel de imposición legal, que en un plano resulta provechosa para un número significativo de individuos, integrados en la gran red de relaciones estructurales (técnicas). A ese nivel, los individuos no son personas, sino fichas o números intercambiables de un todo que planea indiferente sobre los dolores y esperanzas, amores y deseos de cada uno, expulsando de los beneficios del conjunto a los menos adaptados o a los grupos desfavorecidos (que pueden ser numéricamente una mayoría hambrienta).

Pues bien, en este tiempo en  que la infra-estructura tiende a resolver de manera programada muchos problemas antes insolubles, emerge con más fuerza el misterio y tarea del mundo de la vida, donde ha venido a situarse la iglesia, que ofrece su palabra y testimonio desde fuera del sistema (economía y burocracia mundial), como revelación de una experiencia de gratuidad y comunicación personal abierta para todos los humanos, en especial para los pobres. (a)El sistema en cuanto tal opera a nivel de funcionamiento externo y juicio, allí donde las cosas se pueden organizar de forma técnica. (b) La iglesia, en cambio, revela y expande el sentido de la vida en dimensión de supra-estructura, de sentido, gratuidad y comunión personal.

El sistema se construye sin mística o misterio, como un todo redondo, cerrado en sí, sin infinito (sin el En-Sof de la cábala).  En otro tiempo, ese todo podía parecer sagrado; hoy es simplemente un mecanismo técnico, administrativo. No es sagrado, pero tiene gran poder, de manera que a unos (sus beneficiados) los eleva con dinero y honra, mientras que a otros los excluye. Es un todo infraestructural, de burocracia y economía globalizada, sin gratuidad ni encuentro comunitario, sin esperanza de Vida tras la muerte. Es un todo donde cosas y personas acaban siendo intercambiables: todas se transforman y cambian, nada pertenece.

Por el contrario, la Iglesia se sitúa en un nivel de supra-estructura personal, libertad regalada, gozosa y sufriente (comunión con los excluidos), de encuentro gratuito y esperanza de Vida eterna, es decir, de infinito de amor. Por eso no se puede estructurar ni organizar de manera impositiva y necesaria, sino en claves de gratuidad y entrega vital, libertad y respeto sumo, misterio y comunión personal:

– El sistema podría crear un tipo de igualdad económica por ley y fuerza, es decir, por imposición o talión, en sentido judicial, imponiendo su norma a los humanos. En esa perspectiva, capitalismo y comunismo estaban cerca, como esquemas distintos de racionalización económica y social. Por su versatilidad (y mayor preocupación humana, a nivel de libertad) ha triunfado el sistema capitalista, imponiendo en el mundo su modelo neo-liberal de origen europeo (occidental).

Se ha cumplido, por fin, o puede cumplirse la palabra “devolved al César lo que es del César….” (Mc 12, 17), pues él ha organizado de manera científica dinero y administración, unificando por la base o infra-estructura, el globo de la tierra. Bien medido, administrado científicamente, el dinero del César puede ofrecer muchas cosas a los hombres y mujeres, como sabía el Diablo de las tentaciones (Mt 4 y Lc 4); pero es incapaz de suscitar gratuidad y amor, donación y entrega personal. Ese dinero es el signo de la equivalencia (talión) del sistema, racionalidad instrumental que ofrece a sus beneficiados millones de placeres que se compran y venden (condenando a otros a muerte), pero no puede dar a nadie un placer más alto, el gozo superior de la vida. Por eso decimos que, a su nivel, el sistema es bueno y necesario, pues crea redes de intercambio mundial, pero no suscita gratuidad. Por definición, el dinero sirve para comprar y vender, no para amarse las personas.

– La iglesia ofrece a los seres humanos su experiencia más honda de gratuidad y comunión, por encima del sistema, en una línea de entrega de amor infinito y de resurrección. La iglesia descubierto en Jesús la libertad contemplativa: sabe que la vida es regalo, que Dios es principio de gozo que rompe y desborda la ley del sistema; sabe que vivir es morir por los demás, resucitar en ellos. Por eso, desea animar a cada hombre y mujer, para que tengan la audacia de vivir en plenitud contemplativa y autonomía dialogal, regalando la vida en amor, muriendo por la libertad y el amor de los otros.

La iglesia debe e ser principio de comunicación universal, pero no a nivel de intercambios económicos, sino de encuentro y comunión personal, sin imposición de unos sobre otros, ni ley opresora ni mercado económico. El dinero se debe racionalizar y organizar en forma de sistema (mercado). A ese nivel son necesarios los planes y organizaciones, una burocracia mundial encargada de programar y optimizar los resultados, en línea de producción, distribución y consumo. La iglesia, en cambio, no es lugar de mercaderes, sino hogar y vía de comunicación gratuita, perdón y donación, en el cara a cara de las relaciones cercanas, en el mano a mano del diálogo creyente. Ella expresa la experiencia del regalo divino que recibe y acoge en gratuidad, para compartirlo, por encima de toda imposición o programa legal. Por eso, sus ministerios y tareas desbordan el nivel de cálculo y mercado: no pueden medirse como la inversión y ganancia de dinero.

 Pienso que algunos eclesiásticos han caído en la trampa de la planificación y el mercado, aplicando a la iglesia unas formas propias de un del sistema, sobre todo en la organización de ministerios: tanta inversión en seminarios, con tales vocaciones y tantos resultados. Gracias a Dios, la fascinación del mercado (números, ganancias) ha quebrado. Dicen que se ha invertido mucho y parece que no se ha recogido casi nada. Se han creado instituciones grandes de acción y educación, de misiones y servicios sociales (seminarios y universidades, colegios y hospitales), para descubrir, al final, que t quiebran en plano de mercado o terminan empleando los medios normales del sistema, dejando así de ser cristianas, es decir, gratuitas, gozosas, personales

 Algunos se lamentan y hablan de la descristianización de occidente. Pues bien, pienso que es hermoso y bueno que haya sido así. No habíamos gozado la gratuidad, sino invertido con técnicas de sistema o mercado. Ciertamente, muchísimas personas de la administración eclesial han sido y son ejemplo de honradez personal y eficacia. Pero el sistema eclesial ha tendido a convertirse en mercado de inversiones y seguridades sacrales, poderes e influjos, al servicio de un Dios al que habíamos identificado con un tipo de administración cristiana. Por eso, es bueno que aquella inversión haya fallado, desde una perspectiva de evangelio: parece normal que gran parte de los antiguos creyentes de este final del Segundo Milenio estén dejando la estructura eclesial y no quieran ser cristianos en la forma antigua.

Este fallo de las instituciones sociales de la iglesia nos invita a buscar y descubrir su verdad en su plano de gracia y comunión personal, pues sólo así reciben su sentido los signos de la iglesia (oración contemplativa y comunicación de fe, bautismo y perdón, matrimonio y eucaristía…). Lógicamente, estos signos no se pueden realizar por sistema o encargo, sino que han de vivirse en apertura hacia el misterio, en encuentro personal, libre y creador, entre los humanos. Planificar las experiencias eclesiales en forma de mercado, buscando rentabilidad programada y dejando su gestión para una instancia superior, esto es, para unos ministros cristianos que actúan como administradores políticos o sociales del sistema, sería como pedir que otros me sustituyan en el amor del matrimonio o la experiencia familiar de comunión y amistad.

Los ciudadanos pueden delegar el uso del dinero o las funciones de administración, en manos de gestores apropiados de la sociedad (del sistema). Pero la iglesia no es sociedad, sino comunión de personas; por eso, ella no puede delegar en nadie la gestión de sus asuntos (oración y comunicación de fe, encuentro personal y fiesta), sino que son los mismos cristianos quienes deben cultivar la fe y amor de un modo autónomo, desde la raíz del evangelio.

El sistema está hecho de racionalizaciones y delegaciones: confía a un banco la gestión del dinero, al ejército la defensa militar… Así resuelve muchas cuestiones y problemas, en clave económica y social, pero nos deja vacíos (sin hondura y sin respuesta) ante los grandes misterios de la vida (gratuidad y amor, libertad y sentido, comunicación personal y esperanza tras la muerte…). El sistema planifica y podría resolverlo casi todo, menos lo más importante: el amor y los misterios y preguntas de la vida y de la muerte, (como sabían Job, Kohelet y Buda).

En otro tiempo se mezclaban vida pública y privada: nos hallábamos inmersos en un entorno de tipo familiar, donde nos conocían con nombre y apellido, de manera que éramos alguien, persona o personaje, dentro del conjunto. En ese contexto el sistema (reino, estado, orden religioso) se podía suponer divino. Ahora, en cambio, se ha vuelto impersonal: somos un número en el engranaje de la administración económica, en el conjunto de la burocracia social. Hemos descubierto y sabemos por experiencia (de marxismo y nazismo, neo-liberalismo y planificación global) que el sistema no es divino, sino creación de una racionalidad humana que puede pervertirse, pero que tampoco es demoníaco, en contra de lo que parecen sugerir ciertas lecturas de las tentaciones de Jesús (Mt 4; Lc 4) y del Apocalipsis.

El sistema en cuanto tal no es ni puede ser cristiano.El nacional/racional -cristianismo ha terminado: el sistema mundial, hecho de economía y burocracia, no es cristiano (ni demoníaco), sino construcción de la racionalidad humana, que programa y realiza acciones productoras e intercambios sociales. A ese nivel somos y debemos ser ateos, como en formas diversas se viene diciendo desde Nietzsche y M. Weber: el estuche de hierro del sistema no tiene más principio que la ley de relaciones económicas y la planificación mundial; por eso, todo intento de bautizarlo (cristianizar al César) resulta contrario a sistema y evangelio. Sólo cuando admitamos su autonomía y le dejemos mantenerse a su nivel podremos, descubriremos su valor como ley que permite resolver problemas de producción, distribución económica y administración mundial.

La iglesia forma parte del mundo infinito de la vida, no del sistema económico-político.Por eso, tiene otro principio (gratuidad), otras formas de comunicación (cara a cara de amor y cercanía, libertad) y una meta propia (Reino de Dios, Vida eterna).Ella no puede imponerse a la fuerza en el plano del sistema, pero ella tiene una palabra más honda que ofrecer, una experiencia de gratuidad que compartir y lo hace de un modo gozoso, agradecido, abierto a todos los humanos. No se opone directamente al sistema: no lo combate con armas, campañas políticas o dinero; ni siquiera lo demoniza y condena (como a veces ha podido hacerse Ap), pero introduce dentro (y por encima) del sistema un germen de gratuidad y comunicación humana, ofreciendo sentido a millones de personas, con esperanza de vida (amor y resurrección) por encima de la muerte.

La iglesia tiene una experiencia de Dios (Padre) y un camino de comunicación universal, que ofrece a los humanos, pero no puede expresarlo en forma de sistema, pues si lo hiciera ella dejaría de ser liberadora y su camino no sería comunión, sino un todo religioso, contrario al evangelio. Ella pudo hacerse sistema en otro tiempo, heredando la sacralidad de nacionesi y estados paganos, ofreciendo a sus fieles un orden objetivo de verdad y plenitud religiosa.

Pensó que podía salvar a los seres humanos con un modelo firme (casi obligatorio) de sacralidad de dogmas y gestos sacramentales, compartidos por todo el grupo social. Pues bien, hoy sabemos que aquel intento había sido equivocado. Por eso es bueno que vivamos en un mundo ateo: que la sociedad no necesite de iglesia para programar y realizar sus fines, de manera que las relaciones económicas y administrativas salgan fuera de la religión estrictamente dicha, como había supuesto el evangelio cuando hablaba de “las cosas del César”.

Resulta normal que el sistema sea ateo, que no pregunte a nadie por su religión, que no suponga ni imponga unas creencias, manteniéndose en un plano de racionalidad económica y administrativa. El sistema es ateo, pero no es el Todo de la vida humana: no define la existencia de los hombres y mujeres, ni resuelve sus problemas principales de origen, sentido y meta de la vida.

En ese sentido, el sistema no piensa, no sabe de dónde viene ni donde va; es como una máquina, una gran computadora donde caben todos los humanos en perspectiva de organización técnica Pues bien, situándose en un plano de infinito, la iglesia piensa, es decir, descubre y conoce el sentido de la vida como don de Dios y gracia compartida, en contemplación y comunión personal. Ella piensa y sabe, por Jesús y por su propia experiencia, que los hombres y mujeres pueden vincularse en amor inmediato y gozoso, por encima del sistema, en comunidades de comunión personal, de fe y gracia común, en libertad creadora, sin que nadie ni nada las dirija o manipule desde arriba (desde fuera).

El sistema necesita objetivarse, con leyes económicas y sociales que se programan y cambian en perspectiva racional. Pero la iglesia no puede hacerlo, porque es institución de libertad comunicativa: la vida de sus fieles no se puede encerrar en un esquema, ni sus acciones delegarse, pues ella es encuentro de personas, amor y libertad, creatividad y gozo, sin más fin que el propio despliegue de la vida humana. Si en un momento se hiciera sistema que organiza y dirige desde fuera a los creyentes (que ya no deberían decidir y optar, gozar y compartir de un modo personal palabra y vida), la iglesia se haría contraria al evangelio. El amor eclesial no se puede cumplir por encargo, ni puede salvarse uno por otro, sino que los creyentes han de comunicarse en libertad, desde la gracia del Cristo, en amor personal, intransferible.

El sistema deja en manos de funcionarios o expertos la solución de muchos temas, para bien del conjunto. La iglesia, en cambio, no es una delegación social para servicios religiosos, conforme a la demanda de sus fieles o clientes, pues en ella nadie es cliente de nadie, sino que todos son igualmente fieles (=creyentes) y libres, de forma que pueden compartir libremente la fe y comunicarse en torno al pan de Cristo. Pues bien, a pesar de eso, la jerarquía eclesial ha tejido una red de burócratas especializados, sacrificados y eficientes, que resuelven los temas religiosos de sus clientes, a quienes ofrecen servicios que estos ya no tienen que realizar de forma activa, pues se han vuelto iglesia discente (que escucha) y obediente (que cumple lo que otros mandan).

Esta situación ha nacido de la misma riqueza de una iglesia que se ha sentido heredera del orden imperial de Roma. Avanzando en un camino que había sido iniciado, en plano político, jurídico y militar por el imperio romano, ella ha creado una burocracia espléndida, capaz de operar de una manera unitaria en asuntos religiosos, realizando funciones de anticipación y suplencia jurídica y social, que pueden ser buenas, pero no cristianas, pues usurpando la libertad y comunión dialogal de los creyentes.

Ese tiempo de anticipación y suplencia de la iglesia romana ha terminado y ya no es necesario. Ella había sido modelo de organización y legalidad, incluso en plano de política. Gracias a Dios, ese estadio ha pasado y el sistema global funciona perfectamente sin ella. Por eso y, sobre todo, por fidelidad al evangelio, debe abandonar sus mediaciones y poderes diplomático-administrativos, para ser lo que es: portadora de gratuidad y encuentro personal, donde cada uno dice su palabra y todos pueden comunicarse, sin intermediarios sacrales o sociales.

La misma dinámica de jerarquización y sacralización, antes evocada, había propiciado el surgimiento de una buena racionalidad sacral. Pero esa situación ha terminado. No es que la iglesia se vuelva inoperante y quede relegada a lo privado, como un hobby más entre los muchos de la gente, sino todo lo contrario: ella debe salir del sistema para encontrar su lugar propio y volverse significativa e importante, pero no en política, sino como experiencia de gratuidad compartida.

 Recuperación misionera: Único dogma, comunión de iglesia.

 La iglesia universal es federación de comunidades que cultivan la gratuidad y contemplación compartida. Sus fieles no están ahí para crear redes objetivas de información religiosa, sino para descubrir, ofrecer y compartir espacios de comunión y diálogo personal, siguiendo la experiencia y tares que Jesús dejó abierta en su muerte. Ella no necesita funcionarios (ni dinero) en línea de sistema, sino experiencia de evangelio, como saben bien los evangelios (cf. Mc 9, 33-4; 10, 35-45).

Cuando falta esa experiencia, que es el brillo de Dios en el fondo del alma y del cuerpo, y se diluye la gratuidad (o queda relegada a un plano formal e intimista, separado de la vida), suele apelarse al sistema: falla el amor, se rompe el diálogo personal y se toman decisiones impersonales, apelando si hace falta al orden de Dios y al valor sagrado de la jerarquía. Pues bien, en contra de eso, debemos insistir en que la iglesia sólo es fiel siendo comunidad de creyentes, que acogen gratuitamente el amor y lo expresan de modo gratuito. En ese contexto ha de asumirse la protesta de Lutero, pero con una diferencia:

(a) la Reforma protestante destacaba la libertad de cada creyente, en pie ante Dios, por Cristo, en responsabilidad de fe y opción individual, dejando en un segundo plano el nivel comunitario;

(b) La Nueva Reforma universal, de católicos y protestantes, sin negar ese valor individual de la libertad de Roma y Wittenberg puede y debe destacar la comunión personal de los creyentes, cada uno libre en sí mismo, todos liberados en el amor mutuo.

 El cristianismo se despliega en el camino que va de la experiencia contemplativa (gracia y libertad en Cristo, fe luterana y mística teresiana) al amor comunitario (buscando cada uno el bien de los demás más que el suyo propio, buscando cada Iglesia la libertad y plenitud de las demás iglesias)

No es tiempo de llorar. La Reforma cristiana que propongo no consiste sólo en liberar a los creyentes de una estructura eclesial, que parece dirigir y organizar desde fuera su existencia, sino que ha de expresarse suscitando desde Cristo espacios de comunicación de fe y celebración gozosa y solidaria, desbordando la clausura del sistema. En ese fondo podemos asumir y superar un cierto riesgo de divisiones protestantes (por decirlo de algún mundo): cada uno con su Iglesia y todos con sus diferencias seculares.

Necesaria ha sido y sigue siendo una dosis de Reforma Protestante, por lo que ha tenido de afirmación de la individualidad y de la búsqueda personal de Dios, con su Verdad. Pero ha llegado el momento de insistir en la unidad de raíz del evangelio, valorando la diversidad de experiencias, pero destacando sobre todo los principios creadores de la gracia y comunión personal, por encima de la jerarquía eclesial o del sistema externo.

Hoy tenemos la ventaja de que el César o sistema es independiente. El neo-liberalismo no necesita bendiciones de la iglesia, pues se extiende y vale por sí mismo, como racionalidad económica y social. No podemos pedir su ayuda, ni buscar su apoyo para defender una opción cristiana, como Lutero al apelar a los príncipes germanos o la iglesia católica apoyándose en su círculo de reyes. Gracias a Dios, no hay reyes católicos ni príncipes protestantes, sino un sistema de leyes económico-administrativas, sin más verdad que su proceso racional. En esta situación, unos y otros, católicos y protestantes (ortodoxos y cristianos de diversas confesiones), debemos volver a la raíz de gratuidad y comunión cristiana, valorando las tradiciones propias, pero destacando sólo el evangelio.

Es bueno el cambio: no es tiempo de llorar o lamentarse por la pérdida de influjo de la iglesia y la caída del nacional-cristianismo (-catolicismo), sino tiempo de eclesiogénesis o surgimiento eclesial, desde la raíz del evangelio, en las nuevas condiciones de un sistema al que ya no combatimos con armas, pero que debemos denunciar y superar por su injusticia (excluye a muchos), optando por los excluidos y creando espacio de comunión encuentro personal, no de mercado.

No es tiempo de protestantes contra católicos o viceversa, sino de comunicación creadora (en gratuidad gozosa) de todos los cristianos frente al gran sistema, al que no importan los valores más profundos del encuentro personal y del amor preferente hacia los pobres. Este es el milagro y dogma de la iglesia: ella no quiere ni puede construir un sistema de sacralidad, que los usuarios utilizan luego a conveniencia (como en un supermercado donde cada uno escoge su producto preferido); no expone dogmas que valen por sí mismos, fuera de la comunión fraterna, ni abandona a cada fiel en solitario ante Dios, para que tome por aislado su opción ante el misterio, sino que es experiencia y campo de comunicación personal, en diálogo con todos los humanos. Desde aquí han de entenderse su dogma y sus tareas administrativas.

En cierto momento, para actuar mejor como soporte sacral de la sociedad, por deseo de racionalización sistémica y posible efectividad, la iglesia ha fijado unos dogmas   e instituciones que corren el riesgo de volverse exteriores (como verdad independiente de su vida) y ha delegado funciones comunitarias en manos de una burocracia jerárquica de especialistas o virtuosos (como hacía el César de Roma). Con ello la iglesia puede haberse vuelto más efectiva, pero ha perdido comunicación y responsabilidad directa ante los fieles. Más aún, ella ha racionalizado de modo universal otros aspectos de la vida cristiana, desde la teología oficial a la liturgia, desde la organización de los ministerios a las costumbres nupciales (con derecho a la nulidad matrimonial).

Es tiempo de volver al contacto directo con Jesús, y unos con otros, en Jesús (seguirá).

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