La fábula
Georges Rouault, Jesús con sus discípulos
Afortunadamente, hay una ‘fábula’ que es siempre verdadera, y lo sigue siendo cada día. Una ‘fábula’ vivida por alguien o por algo que, en general, no tiene nombre ni vistosidad, y se propone al libro de la vida desde su escondite lleno de sol. A veces es descubierta y contada por periódicos y libros, aunque es más frecuente que siga siendo desconocida por la publicidad, atareada en temas que no son en absoluto fabulosos.
La encuentran, como una gracia, los que buscan la luz: o bien porque tienen la mirada iluminada o bien porque sienten la desesperación del vacío. La ‘fábula’ cotidiana confirma en la paz a los primeros y lleva a la paz a los segundos. Es la maravilla que Dios mantiene en la tierra, donde son muchos los que trabajan para que sea cada vez menos maravillosa, aunque su maravilla acaba por imponerse siempre, sin escenarios ni estrépito, en la naturaleza y entre los hombres.
La llamamos ‘fábula’ de manera inapropiada, dado que es verdadera, aunque le conviene este nombre porque no parece verdadera, por lo mucho que se ha vuelto excepcional y obsoleta, cuando debía ser casi normal por el hecho de que todo hombre está llamado a ser y a obrar, y por el hecho de que está difundida por todas partes en la naturaleza. La ‘fábula’ se llama don, amor, unidad. Se cuenta en las casas de los pobres que se sienten seńores y en las casas de los ricos que comparten lo que tienen. Se encuentra en el asfalto, donde, junto con los ‘viajeros luctuosos’, va un peregrino de humanísima libertad; y se encuentra también en la estancia donde sonríe la enfermedad como sobreabundancia de vida. Se lee en el vuelo de las mariposas, en el canto del mirlo, en las conchas de las playas, en el juego de luces de un abetal de montańa. Verla y sentirla, tan difundida en su escondite, hace pensar que el ‘invierno’ de la vida diaria no es, de verdad, la estación dominante.
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G. Agresti,
Fresas sobre el asfalto,
Milán 1987, pp. 165-166
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