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J. Moltmann (1926-2024): Dios crucificado, Vida de la vida humana.

Miércoles, 19 de junio de 2024

IMG_5304Del blog de Xabier Pikaza:

Presenté ayer (RD y FB) una visión de conjunto de la teología de J. Moltmann. Completo hoy el tema con una nota sobre Cruz de Dios y Pascua cristiana.

Hace 52 años (junio 1972) defendí en la Universidad de Santo Tomás de Roma mi tesis doctoral en Filosofía sobre Bultmann y Cullmann. La tesis recibió nota, fu publicada el mismo año en Madrid (imagen 1), con dos ediciones posteriores en Clie/Terrasa.

En la “sobremesa”, el Prof. Abelardo Lobato, Decano de la Facultad, me pidió (de un modo personal, no institucional) que siguiera comparando a Bultmann con J. Moltmann, que era a su juicio la nueva cabeza pensante de la filosofía religiosa de Alemania. Tenía ya preparado el trabajo, lo rehíce y se lo mandé como apéndice de la tesis y lo incluyó entre los “documentos oficiales” para el doctorado (imagen  1 y 3: Portada e índice).

Ese texto de comparación quedó así (puede consultarse en Estudios 8 (1972)159-227), pues no he tenido ocasión de recrearlo. He preparado, sin embargo, una visión de conjunto de su pensamiento, que quizá ofreceré de manera más razonada en un trabajo de conjunto. Así lo presento aquí, como recuerdo de elaboración de 1972 y de la presencia constante de Moltann en mi pensamiento.

Jesús no subió a Jerusalén para derribar físicamente el templo (ése habría sido un tema superficial, pues derribado un templo se construye otro), sino para declararlo perverso y caduco, porque era cueva de bandidos, y no casa de oración universal: cf. Mc 11, 15‒17) y porque él quería “construir” un nuevo templo, casa de oración para todos los pueblos. Éste es, a mi juicio, el pensamiento central de la teología de J. Moltmann a partir de su libro El Dios crucificado (1972),  que Moltmann estaba ultimando cuando yo presente cuando yo presenté ese mismo año una visión de conjunto de de su teología anterior, quizá la primera que se presentó en lengua castellana.

  • Condenado por el templo. Sin sepultura en el pueblo

Por imperativo de ley, como espacio sagrado (hieron),el templo era banco donde se cambiaba y pagaba dinero por las ofrendas o tributos religiosos, mercado‒mataderodonde se vendían y compraban animales para sacrificios, y plaza donde llegaba y se juntaba todo tipo de gente con cosas de ofrendas (animales y leña, encendedores de fuego, cántaros con agua, limpiadores, policías paramilitares, sacerdotes engalonados… y fuera, sin poder entrar, los cojos y mancos, los ciego, enfermos y locos etc.). Era una empresa económica (la mayor de Jerusalén, como recuerda Jn 2, 16 cuando afirma que los sacerdotes lo habían convertido en “casa de emporio o negocios”: oikon emporiou). En ese fondo se entiende el gesto citado de Jesús, como profecía de destrucción y promesa universal de vida:

Profecía de destrucción, contra el templo y lo que él significa (Mc 11, 15‒17 par). Jesús no purifica el templo para condenar sus excesos y dejarlo de nuevo limpio (como querían los esenios de Qumrán y muchos judíos reformistas, contrarios al orden dominante, en la línea de Dan 7‒12 y de 1‒2 Mac). Tampoco quiere (profetiza) su destrucción, para construir uno mejor, en la línea antigua (judía o cristiana), sino que quiere que el arquetipo‒templo acabe, es decir, que su función termine, de manera que nunca pueda comer nadie de sus frutos (cf. Mc 11, 14), pues, a su juicio, las instituciones sagradas de Israel, representadas y condensadas en el templo, han invertido su función y deben terminar. El mismo templo ha sido contrario a la más honda voluntad de Dios, como dice Esteban en Hech 7, con un mensaje cercano al de Jesús, para quien el verdadera templo es el cuerpo/comunidad de los creyentes (cf. Jn 2, 21).

Promesa universal. En lugar de este templo, cueva de bandidos, debe surgir la Casa de Oración para todas las naciones (Mc 11, 17; cf. Is 56, 7; Jer 7, 11). Jesús no ha condenado el templo para negar la promesa de Israel sino, al contrario, para ratificarla y expandirla de manera universal. El templo verdadero ha de ser el mundo entero “casa de vida y encuentro”, donde pueden vincularse todos, como indican las multiplicaciones de Jesús, con su oración de alabanza (cf. Mc 6, 41; 8, 6) y la promesa de la peregrinación final de las naciones (Mt 7, 11-12). En su propia equivocación, el templo era un signo del “cuerpo mesiánico” de aquellos que resucitan en y por Jesús, formando así la nueva humanidad resucitada[1].

Vino a Jerusalén acompañado por los Doce, representantes del nuevo Israel, pero uno de ellos le traicionó y los restantes se sintieron desconcertados o tuvieron miedo y huyeron. Por eso, murió solo, con dos “bandidos”, acompañado de lejos por unas mujeres (cf. Mc 15). Todo nos permite suponer quelos soldados romanos (o los representantes de los sacerdotes judíos), a fin de que la presencia de los tres cadáveres, colgados a las puertas de Jerusalén, no impidiera celebrar la pascua, pues eran impuros para los judíos (cf. Jn 19, 31), sepultarona los tres, en una fosa común, sin que parientes ni amigos pudieran despedirles con los ritos sagrados que sirven para honrar y recordar en paz a los difuntos, de manera que la historia de violencia pudiera repetirse.

No tuvo un entierro honroso de manera que su fracaso fue completo: ¡No le ungieron, ni lloraron su cadáver, ni le dieron buena sepultura! (ése parece el sentido de Mc 12, 8). Sólo las «discípulas-amigas» que contemplaron de lejos su cruz quisieron venir ir tras el sábado de fiesta hasta su sepultura para urgir su cuerpo, pero no lo hicieron, porque no pudieron encontrar el cuerpo, o porque la tumba había sido “profanada” y abierta. Pues bien, en ese momento, ellas descubrieron que el lugar de la presencia de Jesús no era una tumba, sino su mensaje y la vida y transformación de sus seguidores (es decir, su resurrección).

No podemos precisar mejor lo que pasó; pero años después, para expresar simbólicamente la experiencia pascual (y quizá para impedir que los creyentes alzaran un monumento en el sepulcro de Jesús, a pesar de su mensaje: cf. Mt 23, 29-32), ciertos cristianos crearon un bello relato diciendo que unos poderosos amigos ocultos, con influjo ante el Sanedrín y el Procurador romano, habrían enterrado a Jesús en una cueva sepulcral muy limpia, con muchos perfumes, una oquedad de piedra que después quedó vacío (cf. Mc 15, 42-47 par), pues Jesús habría resucitado corporalmente.

No crearon ese relato para sacralizar su tumba (como la de San Pedro de Roma), sino, al contrario, para afirmar que está vacía y que su cuerpo (su mensaje y vida) se ha encarnado (ha resucitado) en sus discípulos, desde «Galilea», para retomar así su movimiento (cf. Mc 16, 1-8). Éste es el fondo y sentido de la historia, que San Pablo ha recogido y narrado pocos años después, en 1 Cor 15, 3-4 cuando dice que Jesús: «murió y fue sepultado». No pudieron honrar su cadáver, pero algunas mujeres como Magdalena que habían intentado hacerlo supieron que se hallaba vivo, pues vivía en ellas y en los demás discípulos, y así lo anunciaron a los, retomando y recreando su movimiento mesiánico. Esa experiencia de la vida de Jesús en sus discípulos fue el principio de la iglesia.

Habían matado a Jesús, murió fracasado, pero su misma muerte creó un recuerdo y presencia más alta y vino a expresarse como mutación suprema de la vida humana, entendida en forma de resurrección. En esa línea, su entierro frustrado fue comienzo de una nueva experiencia religiosa.Jesús fue enterrado, pero su tumba no pudo convertirse en signo y principio de una nueva revelación religiosa, en la línea de las anteriores, sino que “quedó vacía”, pero no vacía de cadáver material, sino de sentido religioso.

Sus discípulos no pudieron ir a la tumba para allí recordarle, pero “descubrieron” algo que él estaba vivo en su mensaje y su proyecto de Reino, es decir, que él había resucitado. No dejó una iglesia instituida para siempre (como Atenea, armada y adulta, saliendo del cuerpo de su padre). No fundó una organización sacral, ni dotó con fondos una empresa, ni fijó una jerarquía estructurada, pero creó (suscitó) una herencia superior de humanidad, grupo de amigos resucitados:

La primera creación (simbolizada por Eva‒Adán) surgió por mutación biológico‒mental, en el contexto de la gran evolución de la vida En ese campo de evolución y mutación cósmica, dentro de las generaciones de los hombres se encarnó (=vivió) Jesús, retomando y recreando con su mensaje y su muerte el camino de la humanidad, anunciando y preparando la llegada de la nueva humanidad, como Reino de Dios (no del César ni de un tipo de sacerdotes).

Con Jesús se inicia, según los cristianos, la segunda creación, y ella acontece por mutación personal, como inmersión en la conciencia crística, pascual, de Dios, como ha destacado la tradición cristiana, formulada por Pablo en 1 Cor 15 y Rom 5. Esta nueva y más alta mutación sigue vinculada a la generación antigua, pero no se define por el primer nacimiento, sino por el re‒renacimiento o resurrección, allí donde unos hombres y mujeres regalan su vida hasta la muerte, para que otros vivan (viviendo así en ellos).

La generación biológica se expresa en el nacimiento de cada ser humano como persona, responsable de sí, capaz de abrirse a los demás en amor, pero también de asesinar a los demás, en una historia que, según los arquetipos de la Biblia, comenzó en Caín y Abel (Gen 4) y ha desembocado en la muerte de Jesús, que lógicamente debería haber conducido a la ruptura de su grupo, con el abandono de toda esperanza mesiánica.

Pues bien, allí donde los discípulos de Jesús deberían haber afirmado el fin de todo, proclamando la muerte final (como en el valle de los huesos de Ez 37, donde fue arrojado el Mesías de Dios), comenzó la nueva creación mesiánica, y los discípulos de Jesús proclamaron la llegada de la nueva creación, diciendo que Dios había invertido la maldición de la muerte, pues Jesús no había sido un muerto más, sino el principio de la resurrección, iniciando un camino de comunión (=comunicación) transpersonal, como siembra de vida, semilla de humanidad divina (si el grano de trigo no muere: Jn 12, 24; 1 Cor 15, 35‒49). Al dar su vida por el Reino, Jesús ha resucitado en la vida de aquellos que acogen su mensaje, iniciando un nuevo estado de humanidad, en la línea de resurrección. Éste es el tema clave de Moltmann, el Dios Crucificado.

  • Mutación. Nuevo comienzo

A partir de aquí se entiende la mutación de Jesús, como perdón y re‒nacimiento, comunicación y comunión universal, y así ha de recrearse en un momento como el actual (año 2021) en que muchos afirman que las iglesias cristianas deberían quedar mudas, pues la humanidad en su conjunto parece condenada a muerte, ratificando así que la primera hominización (el primer nacimiento humano) había sido un ensayo fracasado, que terminará en su destrucción. Pues bien, en ese contexto podemos retomar las dos grandes imágenes de Ezequiel:

 ‒ Dios tiene que abandonar su templo antiguo, con su sistema de sacralidad hecha de sacrificios, de poder y de dinero (Ez 1-3. 10), para habitar con los desterrados, es decir, con los fracasados y excluidos, los que habitan al descampado de la historia, como vio y proclamó Jesús en su gesto de “purificación” (destrucción) del templo de Jerusalén (Mc 11). Ésta es hoy nuestra experiencia más fuerte: Los templos de la sacralidad antigua se están vaciando, es como si Dios abandonara sus iglesias, afirmando así que la humanidad actual, en sí misma, es inviable, está condenada a la muerte personal y social, ecológica y religiosa, a no ser que cambiemos de raíz.

Resurrección en el valle de los huesos calcinados (Ex 37). Ha muerto (está muriendo) a pasos agigantados un sistema de vida representado por los imperios e iglesias centradas en su poder socio‒religioso. Está llegando el momento en que los auténticos creyentes han de retomar y reiniciar la travesía de la muerte y resurrección de Jesús, desde los marginados de la historia actual, que son  sus“amigos”, no para que ellos tomen el poder (y menos en su nombre), sino para descubrir juntos a Dios Padre, que revela su gloria en el amor de aquellos que mueren dando vida a los demás.

Tras haber recorrido como vencedores triunfales la travesía constantiniana (con esquemas platónicos y sistemas imperiales y/o feudales), para ser fieles al evangelio y retomar el principio de Jesús, los cristianos deben volver a su tumba Jesús, subiendo como Ezequiel al Carro de Dios que les lleva al exilio (fuera de los campos de poder, al valle de los huesos muertos), para ser testigos del Dios de la gracia, presente en los pobres y exilados (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 16-20).

Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un templo de violencia sagrada (imposición legal), no para elevar en su lugar otro (que todo cambie para seguir siendo lo mismo), sino para transformar la vida, en comunicación transpersonal, humanidad resucitada. Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura, sino que los cristianos abandonar (transcender) la estructura sacral del templo, para descubrir a Dios como vida de su propia vida.

       La historia antigua ha culminado en la muerte de Jesús, que sus discípulos han interpretado como “desbordamiento de vida”, conforme al Arquetipo que había comenzado a expresarse en el Antiguo Testamento y que culmina en el Nuevo, en forma de revelación de Dios, plenitud y sentido (pervivencia) de la vida humana, en comunicación personal, pues el mismo Jesús muerto vive en aquellos que le acogen. Ésta es la gran transmutación, que podría estar simbolizada con algunas variantes en un tipo de “alquimia” superior que no se realiza ya en metales, sino en el mismo movimiento de la vida humana (cf. Hch 15, 28), en línea de elevación, pues sólo aquello (aquel) que muere puede re‒vivir (ser en los otros), mientras que aquel que quiera cerrarse en sí mismo acabará perdiendo aquello que es y tiene, pues “quien quiera salvar su vida la perderá”; sólo quien la pierda por los otros la encontrará en ellos (cf. Mt 10, 39; 16, 25 par.). En esa línea, el Ser‒en‒Sí‒Mismo de Dios (su En Sof) se expresa como Ser‒dándose, esto es, muriendo, para que sean los otros[2].

                   La muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal abierta al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28). Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega su vida por los hombres.

Los cristianos entendieron esa muerte como “resurrección”, experiencia de vida trans‒personal, pero no en abstracto, ni como algo que viene después, tras la desaparición de su cadáver, sino en el mismo gesto de entrega total que es resurrección. Morir como Jesús es dar la vida, sin volverse atrás, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia pascual de los discípulos, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida los unos a los otros. La historia de un hombre como Jesús no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen quizá recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido (semilla) de esa muerte, como dadora de vida.

  • Apariciones Comunión transpersonal

                   Según el NT, el testimonio clave de la resurrección de Jesús han sido sus apariciones, como expresión de una forma intensa de presencia trans‒personal (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de la persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) vivo tras la muerte, como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es decir, una mutación mesiánica). Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado, una experiencia nueva de vida, en línea de comunicación transpersonal.

                   Esas apariciones no son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando su vida, como vida de Dios, como principio de renacimiento, un modo superior de entender (experimentar) el pasado y de comprometerse en el presente, desde el don de Dios en Jesús, en forma de mutación antropológica. Desde ese fondo pascual, la vida cristiana es una experiencia de renacimiento, la certeza vital de unos hombres y mujeres que se sienten/saben ya resucitados, tras haber pasado de la muerte a la vida, es decir, de una vida que es muerte (pues desemboca en ella) a la muerte que es vida en el Reino de Dios.

       En un sentido, las apariciones, que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en línea de mutación humana y comunicación transpersonal. No se trata de “ver” en forma milagrosa, sino de vivir de un modo nuevo (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el arquetipo anterior, iniciando una forma superior de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús[3].

 ‒ “Ver” a Jesús resucitado, descubrir su presencia. Sus seguidores saben y afirman que ellos mismos son él, es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, mesiánico. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino de creación de lo que ha de ser.

                   Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Lo hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.

                   Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que algunos de sus seguidores han descubierto y confiesa que él vive (ha resucitado en ellos), de manera que pueden afirmar que ellos mismos son Jesús, Palabra de Dios, que habita en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús, enviado‒mesías de Dios, que habita en aquellos que le acogen.

 ‒ El cristianismo es la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección. Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus propias vidas. El cristianismo es, según eso, la experiencia de la vida de Dios que “es” al darse en los demás (resucitando en ellos) y haciendo así que ellos resuciten, habitando en un nivel de vida superior, compartida en amor.

                   El problema de ciertos cristianos está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote por encima de los otros), tendiendo a separarle y colocarle sobre una peana o altar, en vez de descubrirle en ellos mismos, sabiendo que el altar son ellos mismos, los resucitados, los creyentes, con los pobres y excluidos de la tierra por los que él vivió y murió. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos (nosotros somos) son su resurrección.

Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente  (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios como promesa y principio de nueva humanidad. Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el suyo, de individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en él, como ha puesto de relieve san Pablo en su experiencia y teología de la identidad cristiana, que no es de tipo imaginario, sino mesiánico, corporalidad como presencia de unos en otros, y de todos en Jesús, que es “cuerpo” siendo palabra de Dios encarnada en la historia (cf. Jn 1, 14).

                   Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, en un nivel de vida en el mundo, sino una experiencia radical de recreación, sabiendo así que él mismo (el Selbst divino de la vida humana) habita en los hombres, y los hombres en él, de un modo trans‒personal (no im‒personal) unos en otros. En esa línea, para centrar el tema, es bueno recordar el tema del Dios que habla a Moisés desde la zarza y diciendo ¡Soy el que Soy! (Ex 3, 14).

                   Desde la experiencia de la zarza ardiente y la revelación del nombre de Yahvé, la Biblia había sido reacia a las apariciones, pensando que ellas tienden a confundir al Dios invisible con una imagen visible de dioses paganos. Muchos relatos antiguos hablaban de visiones: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham le veía (Gen 12, 7; 17, 1), con Jacob (Gen 36, 1.9) y Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Pero esas visiones terminaron al llegar la Ley (a partir de Ex 19‒20 y Ex 24. 34).

                                     En esa línea, el judaísmo no ha sido religión de videntes mágicos, ni de evocadores espiritistas, sino de oyentes (=cumplidores) de la Palabra, y desde ese fondo ha de entenderse la novedad de los cristianos que, sin dejar de ser buenos judíos, de un modo sorprendente, aparecen como personas que ven a Jesús (le sienten, le proclaman) tras (y por) la muerte como vivo.  Esta visión/revelación de Jesús no ha de entenderse como aparición de un muerto en una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni como apariencia de un espíritu-fantasma, que actúa a través de personajes especiales, que son así capaces de realizar prodigios (cf. Mc 6, 14-16). Al contrario, la vida de Jesús resucitado se expresa en la transformación de los creyentes, es decir, de aquellos que acogen su presencia[4].

                   De un modo consecuente, los relatos de las “apariciones” no insisten en el aspecto visionario de Jesús (que puede variar y varía en cada caso), sino en surealidad personal, como mesías resucitado, presencia humana de Dios, que vive en ellos. La pascua cristiana constituye, según eso, el despliegue de un nivel distinto de realidad, no la imaginaria de un muerto, o de un posible espíritu (en contra de Dt 18, 11), ni la revelación de la Ley eterna (cf. Ex 3. 19-34), sino la presencia personal del crucificado en la vida de aquellos que le acogen, de forma que él vive en ellos.

                   Lógicamente, esos relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse de un modo material, externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección, tal como ha sido percibida (acogida, recreada) en sus discípulos y creyentes. En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” no sólo como vivo tras su muerte, sino como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombres

                   Así comienza el cristianismo: En un momento dado, algunos discípulos de Jesús creyeron (sintieron, supieron) que él vivía/actuaba en ellos, capacitándoles para superar un tipo de muerte, es decir, del pecado, de forma que, en sentido estricto, ya no eran ellos los que vivían, sino Jesús quien “les vivía” (les hacía vivir), haciéndoles presencia (Palabra) de Dios (Gal 2, 20). De esa manera, los discípulos de Jesús se descubrieron animados por su mismo Espíritu, sabiéndose portadores de su experiencia, iniciando un proceso desencadenante de vida pascual que es hasta hoy (año 2021) el principio fundante de la iglesia cristiana, como experiencia de vida transpersonal que supera la muerte[5].

  • Jesús resucitado. Presencia de Dios

Los relatos de las “apariciones” pascuales ofrecen un testimonio simbólico de la mutación de Jesús, transformado (resucitado) por Dios, como principio de su Reino. A partir de esos relatos, evocados aquí de forma general, queremos presentar dos textos de tipo hímnico y doctrinal que recogen la novedad pascual de Jesús resucitado, como presencia de Dios (Flp 2, 6‒11 y Hebr 1, 1‒4). Ellos son quizá los mejores exponentes de la “conciencia crística” de los seguidores de Jesús Ciertamente, estos pasajes hablan del Cristo, pero en Cristo entienden e incluyen la nueva conciencia de salud, de vinculación en y por “Dios” de todos los creyentes.

  1. Himno de Flp 2, 6‒11.Dios que se vacía de sí mismo

                    El mismo Dios de la zarza que revela a Moisés su Nombre (Yahvé, soy el que soy: Ex 3, 14) se identifica ahora con Jesús muerto/resucitado, que recibe el Nombre divino (Yahvé, el Señor), para gloria de Dios Padre (Flp 2, 9‒11). Los cristianos descubren y confiesan de esa forma que el Dios/Fuego que arde sin consumirse, liberando así a los israelitas de Egipto es el mismo Jesucristo, que se vacía de sí, y que, de esa forma, al vaciarse y darlo todo (al darse en plenitud), es Dios verdadero. Este es el Dios, Conciencia fundante, de todos los creyentes:

             (Parénesis) Si hay pues un consuelo en Cristo… colmad mi alegría de tal modo que sintáis lo mismo, sintiendo una única cosa; (no hagáis) nada por rivalidad, nada por vanagloria, sino que, con sentimiento de humildad, cada uno considere a los otros superiores a él… Tened en vosotros estos sentimientos que (se dieron) también en Cristo Jesús, (Flp 2, 1‒5)

(Himno) el cual, siendo en condición divina no quiso tomar como ventaja propia el ser igual a Dios sino que se vació (ekenôsen) a sí mismo, tomando condición de siervo (doulou), haciéndose semejante a los hombres y hallándose en forma de hombre se humilló (etapeinôsen), haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual también Dios le exaltó de modo sumo, y le concedió por gracia el Nombre-sobre-todo-nombre, a fin de que al nombre de Jesús toda rodilla se doble (entre los seres) del cielo, de la tierra y del abismo, y toda lengua confiese: Jesús Cristo es el Kyrios (Señor) para gloria de Dios Padre (Flp 2, 6-11)[6].

 El texto se divide en dos partes. La parénesis introductoria (2, 1-5) insiste en la comunión de amor entre los creyentes, que participan de la conciencia nueva de Cristo. El himno propiamente dicho (2, 6-11) interpreta esa unión desde la perspectiva del abajamiento (tapeinosis) de Jesús al servicio de los hombres: no ha empleado su grandeza para aprovecharse de los demás, sino para servirles, y lo mismo han de hacer sus seguidores, como dice Pablo: touto phroneite, sentid/vivid así, como Jesús. Donde dominaba una ley de oposición y cada uno buscaba su provecho, ha de expandirse y triunfar el don de Dios, que es vida de amor de unos en y para los otros.

Este Dios‒Cristo (Cristo de Dios) no impone su presencia por fuera, desde arriba, sino que se expresa y actúa, al servicio de los hombres, desde dentro de ellos, como entrega de sí. Jesús no ha ejercido su poder como imposición (harpagmos), es decir, como ventaja propia o “robo”, como si él debiera quitar algo a los demás para hacerlo suyo, sino que él se ha vaciado (ekenôsen), renunciando a toda imposición, de manera que, por poseerse en plenitud, se ha dado a los otros, para existir de esa manera en (para) ellos. Podía haber actuado como superior, pero ha preferido hacerse doulos, criado de los otros.

 Dios, no se encarna (no es) en Cristo como Señor posesivo y dominador, sino como Servidor de los hombres, “servus servorum”, pero no en humillación como pura víctima, sino en amor creador, siendo Amigo universal de y en todos ellos. Eso significa que no ha muerto en cruz por fatalidad, ni por exigencia de su condición humana (¡podría haber sido hombre de otra forma, en línea de poder imperial!), sino como vida entregada al servicio de los otros. No es poder sobre, sino amor para los hombres, como dice Jesús, afirmando que no ha venido a que le sirven pueblos y personas (cf. Dan 7, 14), sino a servir y ser en ellos, dándoles la vida (Mc 10, 45 par).

La resurrección no viene y se realiza después, sino que se identifica con la misma muerte, pues en y por ella se regala Jesús, entregando su vidaa quienes quieran acogerla, recibiendo así el Nombre sobre todo Nombre, el de Yahvé como Señor (cf. Ex 3, 14).

Para gloria de Dios Padre. Superando toda imposición de ley, Jesús ha puesto su vida en manos de Dios, al servicio de los hombres, y Dios le ha recibido en su Vida, de forma que él es Kyrios(=Yahvé) para gloria de Dios Padre, no para ser “honrado” por los hombres, sino para honrarles a ellos.

       Desde ese fondo podemos decir que Jesús es Dios en su servicio mesiánico humano, y que es hombre en su don de vida divina: Es Dios‒Hombre porque nace de Dios, en la historia de los hombres (encarnación); es Hombre‒Dios porque al regalar su vida humana está regalando y compartiendo la vida de DiosEsto no lo sabía un pensamiento “ontológico” de tipo helenista, que ignora el valor de la muerte, como entrega y comunión divina de vida, pero lo saben por Jesús los cristianos[7].

El Dios del AT (Ex 3, 14) decía Soy el que Soy, más allá de todo nombre, y de esa forma aparecía como liberador universal… Profundizando en esa línea y desbordándola por dentro, el Dios de Jesús dice, con su propia vida: Soy al darme, no siendo en mí, sino en los otros. Según eso, la muerte de Jesús es la vida de Dios, no como desaparición o fracaso, sino de cumplimiento del propio ser divino.La pascua de Jesús no es por tanto post-historia, algo que viene al final (tras nacer-vivir-morir), sino intra‒historia, hondura y verdad de Dios en el camino de amor de los hombres. Jesús no muere para resucitar después, sino que resucita en su misma muerte, como amor por los demás[8].

  • Jesús resucitado Resurrección de Dios en la vida de los hombres

       Partiendo de esos dos pasajes (Flp 2, 6‒11 y Hbr 1, 1‒4), retomamos el motivo central de Jesús, como revelación personal de Dios en su misma muerte entendida como regalo de vida y resurrección. Resucitar no significa en esta línea abandonar la humanidad, negar la muerte, sino ratificar la identidad del hombre Jesús como don de amor, presencia individual del Dios creador que muere en (con, por) los hombres en Cristo. Como he destacado ya al hablar del Antiguo Testamento, especialmente al ocuparme de Ezequiel, Daniel y Sabiduría, los israelitas tendían a ver la resurrección como culminación (Daniel) o como sentido espiritual‒eterno de la historia (Sabiduría).

Conforme a la visión del Nuevo Testamento, la resurrección mesiánica de Jesús no es algo que sucederá al fin de los tiempos, ni es una experiencia espiritual, sino sentido (culminación y presencia salvadora) de Jesús; ella acontece y se realiza en la entrega mesiánica de Jesús, cuya vida se abre al Reino por la muerte, de tal forma que él vive como Palabra y Espíritu de Dios en los creyentes que le acogen.  Según eso, la resurrección es la experiencia de la vida compartida de Jesús en (con) los hombres que le acogen, pues él está presente (alienta) en aquellos que forman su cuerpo mesiánico. Según eso, más que culto de los hombres a Jesús resucitado (una forma de adorarle), el cristianismo es adoración de Cristo a los hombres, por quienes vive, a favor de quienes muere (da su vida), resucitando en ellos[9].

Normalmente, la vida de los hombres cambia por evolución, por pequeñas variaciones a partir de aquello que existía previamente. Pero en Jesús ya no hablamos de una simple evolución, un pequeño cambio dentro de un modelo de vida ya existente, sino de una mutación, es decir, un salto, una ruptura creadora (evolución de la evolución), pero no en el sentido de invento arbitrario, sino de recuperación y despliegue de lo que estaba ya latente en el principio divino de la vida humana.

En un nivel de pura ley nada se crea ni destruye, todo se trasforma (eterno retorno). Por el contrario, en un nivel de gracia, el hombre puede y debe recuperar su vida originaria de un modo creador, como quiso Jesús y como Dios ha confirmado al “resucitarle”.Jesús resucitó en (por) su misma vida. No murió simplemente de un modo natural (como mueren los animales), por su condición humana, sino porque le mataron, porque cortaron su vida, en plena madurez, aquellos que no quisieron acoger su “mutación”, esto es, su “exceso” de vida en gratuidad, su forma de entender y proclamar (anunciar e iniciar) su programa de reino. Por vivir como vivió y proponer lo que propuso le juzgaron, y por fidelidad a su mensaje él “se dejó” crucificar, sin enfrentarse de un modo militar a los sacerdotes o soldados, pero sin esconderse o renunciar a su proyecto. Murió por lealtad a la Vida, esto es, a Diosy a los hombres a quienes anunciaba y con quienes iniciaba un mensaje de gratuidad, de comunión de vida:

Fue ajusticiado porque proclamaba e iniciaba el Reino, es decir, la presencia de Dios que es vida y comunión en/de los hombres, en amor, sin imposición, pues, conforme a su mensaje, Dios se identificaba con su Reino, es decir, con el don de la vida que se regala y resucita. Eso significa que murió por preparar e iniciar la llegada del «hombre nuevo» (Hijo de hombre).

Resucitó en el Reino, es decir, en aquellos que acogieron y acogen su mensaje, no cerrándose en sí mismos, sino abriéndose a la vida, y regalándola a su vez a otros, en la iglesia. Lo que él anunció y dispuso vino a cumplirse así, de un modo que parecía distinto a lo esperado, pero que responde a a lo que había sembrado con su vida, no para después (tras su venida, al fin del mundo), sino dentro de la misma historia.

        Su maestro, Juan Bautista, había anunciado y preparado algo que parecía evidente en un contexto israelita: El cumplimiento de la justicia de Dios a través de su juicio. Pues bien, por miedo a ese juicio (y a sus implicaciones) le condenó el rey Antipas. Jesús, en cambio, proclamó y comenzó a realizar algo que no era evidente en el contexto anterior, diciendo que Dios supera el círculo de acción y reacción, el talión del juicio, según el cual todo permanece igual a través de los cambios. En esa línea, él vino a presentarse como promotor de una mutación que trasciende a la misma muerte y por eso le mataron los mismos que tenían miedo de un mundo sin juicio (es decir, sin el juicio que ellos manipulaban), miedo de un mundo en el que ellos perderían su poder sagrado, como sacerdotes de Jerusalén y soldados de Roma).

       De un modo, al mismo tiempo, coherente y sorprendente, tras la muerte de Jesús, sus discípulos descubrieron que su forma de vida y su anuncio de Reino había sido una “resurrección” anticipada. Por eso, al “verle vivo” (cf. 1 Cor 15, 3‒11), algunos de ellos (los helenistas y Pablo, después Pedro, con la Gran Iglesia) no se pusieron simplemente a esperar su venida final en Jerusalén, conforme a un mesianismo nacional, sino que, tras varios intentos, terminaron creando una iglesia o comunión universal de “rescatados”, como Jesús dijo a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida, quien crea en mi vivirá, aunque muera, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 26‒27). De esa forma, los nuevos cristianos ya no esperan sin más la resurrección del último día, como Abraham (Rom 4,17), sino que bendicen al Dios que ha resucitado ya a Jesús (Rom 4, 24), de forma que no se limitan a esperar, sino que son con Jesús unos resucitados.

  • ESPIRITU SANTO. DIOS ES PRESENCIA

El arquetipo crístico culmina en el Espíritu Santo entendido como presencia (transparencia) de Dios, en quien los hombres viven, se mueven y son (Hch 17, 28), descubriendo y desplegando así su identidad. Éste fue el motivo básico de la vida de Jesús, tal como había sido formulado por Mt 12, 28, donde Jesús se presenta como portador del Espíritu Santo, ofreciendo así libertad a los hombres, para  superar poder de destrucción de los demonios, para integrarlos (integrar la humanidad) en el misterio de Dios, que es todo en todos. El Espíritu Santo es la vida del Dios de Jesús en los hombres, como experiencia y camino de Vida Universal, en el mismo camino de los hombres (El tema fundamental de la última teología de J. Moltmann ha sido el Espíritu Santo como presencia humana de Dios en comunión de vida). .

El Señor es el Espíritu Dios sin velo (2 Cor 3)

        Conforme a una experiencia que ha puesto de relieve el Antiguo Testamento, Dios suele ocultarse tras un velo, de manera que sólo así, de forma velada, puede revelarse. Ciertamente, algunas religiones, desde el culto de Isis al primer budismo, han querido quitar ese velo, ver lo divino (o el nirvana) cara a cara, tal como nosotros somos visto por él (cf. 1 Cor 13, 12). Ese deseo y necesidad de “ver” sin velo, penetrando en su vida radical, más allá de todos los templos, incluido el de Jerusalén, se encuentra insinuada en el signo enigmático de Mc 15, 38 par, donde se dice que a la muerte de Jesús se rasgó el velo del Santo de los Santos de Jerusalén, en una línea explorada y desarrollada por 2 Cor 3.

       Conforme a la visión de Pablo, la “religión de Moisés” se encuentra vinculada (representada) por un velo que los hombres tienen que poner ante sus ojos porque no son capaces de mirar, admirar y venerar el misterio de aquello que termina (que muere) dando vida (cf. 2 Cor 3, 13). Pues bien, en contra de eso, los cristianos (adoradores de Dios, superando un tipo de culto del templo de Jerusalén o del monte Garicím: cf. Jn 4, 21), no necesitan poner un velo ante sus ojos, por miedo a la muerte, pues esa muerte ha venido a revelarse en Jesús como signo supremo de amor, principio de resurrección.

Ésta es, según Pablo, la experiencia pascual cristiana, culminación del Arquetipo Mesiánico: mirar cara a casa a la muerte que es vida (dadora de vida) sabiendo que en ella se expresa el supremo amor, que consiste en resucitar en otros. Éste ha sido y es el centro del cristianismo y de las grandes experiencias religiosas: Mirar sin miedo hacia aquello que es muriendo (dando vida), porque en Cristo la muerte es resurrección:

             No hacemos como Moisés que colocaba un velo sobre su rostro, a fin de que los hijos de Israel no contemplaran el fin de aquello que termina, sino que miramos a Cristo con rostro descubierto…”. Así miramos con rostro descubierto a Cristo resucitado, miramos su muerte como resurrección (cf. 2 Cor 3, 13, con cita de Ex 34,33‒35)[10].

        Según Ex 34, tras haber entrado en el Santuario (¡santo de los santos!), Moisés ponía un velo ante su rostro, para no cegar a otros judíos con la irradiación o brillo de la Ley (de Dios) que él había contemplado en el Tabernáculo. Pablo interpreta ese gesto diciendo que Moisés ponía un velo para que los israelitas no vieran el final (la finitud) del falso resplandor del templo, que proviene del miedo a la muerte. Pues bien, en el momento en que Jesús murió se rasgó ese velo, de forma que los creyentes pudieron (y pueden) contemplar cara a cara la gloria de Dios que brilla en el rostro de Cristo, esto es, de aquellos que viven y mueren dando vida.

Pablo pensaba que la Ley del templo había servido para organizar y regular la existencia de unos hombres que estaban condenados a la esclavitud por el miedo a la muerte (cf. en otro contexto Hbr 2, 14‒15), de manera que no lograban vencer la esclavitud, ni superar el miedo de la muerte. Pues bien, en contra de la letra de esa ley, escrita en piedra, como gloria externa que quisiera detener la muerte sin lograrlo, Jesús ha revelado la vida de Dios en creyentes cómo signo y presencia del Espíritu Santo, que ha grabado su ley (su pacto) en el corazón del hombre (cf. Jer 31, 33 y Ez 36, 26).

       Frente a la Ley de losas de piedra, que marcan desde fuera la voluntad de Dios, dejando al hombre inmerso en su impotencia, condenado a muerte (¡sin mirar la gloria de la vida!), el Espíritu de Dios se despliega como transparencia en el corazón: “Así será la alianza que haré con Israel: meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón” (Jer 31, 31-33). La alianza de muerte de Moisés grabada en piedra tenía cierta gloria, y a pesar de eso Moisés se ponía un velo al penetrar en el tabernáculo (cf. 2 Cor 3, 7-9). Pues bien, frente a esa alianza perecedera, escrita en piedra, se eleva por Cristo crucificado el Espíritu de Dios que es la vida verdadera, y a pesar de eso no tenemos que poner un velo (2 Cor 3, 10-11).

Todo lo que el hombre realiza según ley es perecedero, pertenece al mundo de la muerte, que se escribe en «tablas de piedra», es decir, de imposición. Por eso, al situarse en ese plano, Moisés debía colocar un velo ante los ojos, porque los judíos no podían aceptar que todo lo escrito y dictado en la ley acaba en la muerte. Pues bien, tras haber dicho eso, Pablo supera esa discurso de ley y añade que allí donde alguien se convierte al Señor (Dios verdadero, revelado en la Cruz de Jesús como amor hasta la muerte para así resucitar) se descorre el velo (cesa la imposición, acaba el engaño). Pablo declara en ese contexto que el Señor es el Espíritu (ho de Kyriosto pneuma estin: 2 Cor 3, 17) y que de esa forma él rasga el velo de la muerte que ciega a los hombres, haciendo así que superen la letra de la ley (que regula la vida por la muerte) y que entiendan/descubran la Escritura como mensaje de vida, es decir, de resurrección. Esta es la palabra clave: El Señor es el Espíritu, es la vida y claridad, la luz que se revela en la entrega de amor de Jesús, como principio de libertad, fuente de resurrección[11].

NOTAS

[1]El templo de Jerusalén había tenido una función simbólica positiva, lo mismo que los grandes “templos” del cristianismo, como Santa Sofía de Constantinopla o San Pedro de Roma. Pero esos templos tienden a convertirse en signos religiosos de poder, y sólo valen por un tiempo (Santa Sofía es hoy un museo laico, en un país musulmán). En contra de eso, el “templo” de Jesús es la nueva humanidad, es decir, su cuerpo mesiánico (naos tousômatosa utou), la comunión de los resucitados. La llegada del Reino (cf. Mc 1, 14-15) implicaba la purificación (superación) del Santuario de Jerusalén, con su sistema sagrado.  De esa manera, Jesús recrea (reformula) el arquetipo israelita de Dios y de la religión: No ha subido Santo de los Santos de Jerusalén como otros peregrinos, para adorar a Dios y volver piadosamente a su lugar de origen, ni para conquistar la ciudad y purificar su santuario (como hará Mahoma en La Meca el 630 d. C), sino para declarar que la vigencia del templo ha terminado, de manera que debe surgir un tiempo/templo nuevo de Dios, cuerpo mesiánico de la humanidad.

[2]Este arquetipo fundamental del Cristianismo se ha cumplido de forma ejemplar en la muerte de Jesús, reinterpretada como resurrección, y en la de aquellos que le siguen, como han sabido (de forma iluminada, ilusionada) inventores y místicos, maestros de “alquimia” o transformación del alma y amantes, en la línea de los profetas de Israel, que no habían anunciado (=preparado) el triunfo político‒social de Cristo en clave de poder, sino de muerte y resurrección (cf. Lc 24, 25‒27 y Hch 8, 26‒40), es decir, de despliegue trans‒personal (no impersonal) de vida, en la línea de las profecías del Siervo (Isaías II), desde Ezequiel hasta el justo de Sab 1‒2 que vive y “resucita” (alcanza la inmortalidad) precisamente allí donde le matan.

[3]Cf. M. Barker, The Risen Lord. TheJesus of History as theChrist of Faith, Clark, Edinburgh, 1996;

[4]Los primeros cristianos no eran más influenciables que nosotros (su judaísmo de fondo les hacía rechazar las experiencias visionarias). Creían en visiones, como la que supone Jesús cuando afirma, en sentido simbólico que ha visto a Satanás caer como un astro del cielo (Lc 10, 18), pero no fundaban en ellas su novedad cristiana, como muestran los evangelios, que no son textos de visiones de Jesús, sino reinterpretaciones pascuales de su vida.

[5]Las primeras revelaciones pascuales forman parte de la vida (historia) de los cristianos (Pedro y los Doce, Magdalena y Pablo…), que se descubren habitados y transformados por Jesús, como seres que renacen con él a un tipo de vida habitada, animada, por el Espíritu de Dios en Cristo.

[6]Cf. G. Bornkamm, Para la comprensión del Himno a Cristo enFlp 2, 6-11, en Estudios sobre el NT, Sígueme, Salamanca 1983, 145-156; E. Käsemann, Análisis crítico de Flp 2, 5-11, en Ensayos Exegéticos, Sígueme, Salamanca 1978, 71-122; R. P. Martin, Carmen Christi. Phil 2, 5-11, Eerdmans, Grand Rapids MI 1983; T. Sanders, The NTChristological Hymns, Cambridge UP 1971, 58-74.

[7]Se dice que Dios le ha entregado a la muerte, pero ese lenguaje debe precisarse. (a) Dios no ha querido la muerte de Jesús como sacrificio. (b) Dios ha aceptado con amor su muerte; no le ha matado (le ha matado el Imperio), sino que ha estado con él en la muerte para así vencerla (no se ha reservado a su Hijo sino que lo ha dado…, Rom 8, 32).

[8]Dios se encarna (=se despliega, se individualiza) en la humanidad concreta de Jesús, pues no es amor de sí (amor de amor), ni pensamiento que se piensa (Aristóteles: gnosis gnoeseôs), sino amor que se da y regala, totalmente, en Jesús, de manera que su misma muerte es resurrección (Dios re‒nace en aquellos que le acogen). Jesús “es” dando vida, de forma que resucita (renace) en aquellos que le aceptan, y así los que creen en él ya no nacen sólo de unos padres humanos (como en las genealogías del AT), sino en Dios (cf. Jn 1, 11‒12).

[9] Jesús resucitado sigue siendo un hombres individual, en línea de profundidad (es el Señor); pero, al mismo tiempo, es la vida compartida (salvada) de todos los hombres y los pueblos que le acogen y forman por (con) él la presencia o Reino de Dios, que es la iglesia. Los primeros cristianos de Jerusalén pensaron que Jesús muerto debía volver de inmediato del cielo para culminar su obra. Pero muy pronto los helenistas de Hch 6-7 empezaron a decir que él estaba ya presente en sus seguidores, pues su muerte había sido ya redentora. En esa línea han avanzado Pablo y después los evangelios, al afirmar que Jesús resucitado es ya el Señor (la resurrección) en la vida de los hombres.

[10] Cf. M. E. Thrall, “Conversion to the Lord. The Interpretation of Exodus 34 in II Cor 3, 14b-18”, en L. de Lorenzi (ed.), Paolo ministro del NuovoTestamento, Herder, Roma 1987, 198-265; A. Vanhoye, Interprétationd’Ex 34 en 2 Cor 3, 7-14, en Id. 159-166. Sobre las relaciones 2 Cor 3 y Ex 34, cf. S. Schulz, Die Decke des Moses. Untersuchungcn zu einer vorpaulinischcr Ueberlieferung in II Kor 3, 7-18, ZNW 49 (1958) 1-30. W. C. Van Unnik, “With unveiled face. An exegesis of 2 Cor 3, 12-18”: NTS 6 (1963)153-169.

[11]Los creyentes de Jesús viven ya resucitados con él, de forma que pueden regalarse y darse vida unos a otros Dios se revela plenamente como Espíritu (claridad, transparencia) en la vida de los hombres que aman (se aman, se entregan), superando así la muerte, como Jesús. Por eso, Pablo añade que el Kyrios‒Señor es el Espíritu‒Jesús, revelación de Dios, aquel que resucita de (por) la muerte y vive en aquellos que le acogen (dándoles la vida). Lógicamente, si los hombres se convierten al Seño, podrán rasgar (se rasgará en ellos) el velo del temor y de la ley, para descubrir la plena claridad de Dios‒Espíritu, comunicación de amor y vida que resucita de la muerte.

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