“Inquilinos de lo penúltimo”, por Dolores Aleixandre
Nos sienta bien amigarnos con lo inacabado, lo incompleto y lo imprevisto
Admiro mucho a algunos escritores que avisan en distintas páginas de sus libros: “A esto volveremos más adelante”, “más tarde insistiremos sobre ello…”, “lo iré completando en páginas siguientes…”. Me pasma tanta previsión y, sobre todo, que se acuerden después de lo que habían prometido. Qué suerte tener tan claro lo que van a decir después, y ser capaces de irlo diciendo con orden y a su tiempo, no a merced de la improvisación y el desorden, como suele ser mi caso.
A veces me ha tocado convivir con personas que se atienen con diligencia a los planes que han hecho, lo llevan todo apuntado en la agenda, recuerdan dónde han guardado cada documento y sacan la ropa de verano o de invierno en el momento adecuado. Envidio en secreto su organización sin intentar imitarla porque hace tiempo que acepté carecer de esas cualidades y me dediqué a encajar de la mejor manera posible las consecuencias de no poseerlas.
La costumbre de ir y venir por la Biblia con cierta soltura me da la ventaja de que siempre voy encontrando argumentos de distinto tipo, en este caso que permitan descubrir que lo inacabado, lo incompleto y lo imprevisto no son tan defectuosos como se piensa y pueden defender su legitimidad frente a lo completo, rematado, pulido y redondeado.
Este año en la Vigilia Pascual descubrí, además de la diversidad de las especies, este final de la narración del Génesis: Habiendo acabado Yahvé Elohim en el séptimo día la obra que había hecho… (Gen 2,2). Así que esto del siete, esto de acabar y completar es cosa de Dios, pensé, mientras que lo propio nuestro es lo del sexto día, es decir, lo fragmentario y lo imperfecto. Ese es nuestro elemento natural aunque, como estamos llamados a parecernos a Dios, está muy bien lo de intentar mejorar (en el lenguaje de la vida religiosa de antes lo llamábamos “tendencia a la perfección”, pero era cansadísima y, como te descuidaras, te volvías un poco rarita).
Recordemos las parábolas: el fariseo se relamía de gusto ante lo impoluta y almidonada que le había quedado su ortodoxia, mientras que el publicano se daba golpes de pecho al ver su vida errática, tan llena de esquinas rotas y de descosidos. Y ya conocemos la opinión de Jesús. Y cuando en aquel campo perfecto y uniforme, de puro trigo virgen, apareció la cizaña, a los siervos les entró un sofoco y agarraron el herbicida, pero el dueño, mucho más templado que ellos, se declaró a favor de la mezcla y de dejar el “acabado” para el desenlace de la cosecha.
También los relatos de las apariciones del Resucitado dan la impresión de una absoluta falta de planificación y una recurrencia reiterada al factor sorpresa: no suceden en horario fijo, ni con reserva de locales y aviso de cita previa, solo recados imprecisos y sin asegurarse de que todos los destinatarios iban a estar presentes. No es de extrañar que a los discípulos se les vea descolocados y atónitos ante estos modos atípicos de encontrar al Resucitado, tan inesperados e imprevisibles.
«Todo está terminado», dijo Jesús en la cruz. Gracias a Él participamos ya de lo definitivo pero, mientras, seguimos siendo criaturas incompletas, domiciliadas aún en el día sexto, inquilinas de lo penúltimo.
Jubilada feliz. Encajando el envejecer con cierto garbo (de momento). Convencida de la fuerza de la Palabra y de la bondad última de las personas. Adicta a la Biblia y a contársela a otros. Agradecida a la vida, al cariño de tantos amigos y al sentido del humor. Aficionada al cine, a la música polifónica y a Gomaespuma. Lectora desordenada y escritora de vuelo corto. Orgullosa de ser columnista de alandar. Tratando de callarme más, rezar más y vivir más atenta al latido del corazón de Dios en el corazón del mundo.
30 de mayo de 2024
Fuente Alandar
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