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18.5.24. Pentecostés, Carne y Espíritu de Dios: Profetas, reyes, sacerdotes

Domingo, 19 de mayo de 2024

IMG_4836Del blog de Xabier Pikaza:

Jesús ha dado por amor su vida (pascua) y a los “cincuenta días” (=Pentecostés) nace la Iglesia como presencia de Dios en todos los hombres y mujeres que comparten su vida como profetas (palabra), reyes (gestión social) y sacerdotes (celebración de amor, comida-bebida de fiesta).

En el fondo  de esa tríada (palabra, camino, fiesta) está el orden de poderes “romanos” que estudió G. Dumézil, convertidos en principios de vida/amor.

Así lo razonó Pablo (1 Cor 12-14) y lo ha justificó el Vaticano II (1962-1965), con el Catecismo de la Iglesia (1992), declarando que todos los cristianos son profetas-reyes-sacerdotes de Dios en Cristo, por medio del Espíritu Santo (como he puesto de relieve en Sistema-Iglesia, imagen 3).

Sobre esa base del profetismo, reino y sacerdocio,  siguiendo en la línea de los poderes sociales,  ha instituido más tarde unos ministros con autoridad especial (no superior) de manera que se ha podido pensar que ellos forman un “orden”  divino de diáconos, presbíteros y obispos/pastores.  

Pero, como dice la palabra, esos ·ministros” son minus/menos, siendo servidores (estando al servicio) del conjunto de la iglesia, pueblo profético, real y sacerdotal, como  celebramos este día Pentecostés 2024.

TRIA MUNERA, TRES SERVICIOS UNIVERSALES. VOLVER AL CATECISMO

 La iglesia tiene tres “autoridades” que equivalen de algún modo a los poderes de la sociedad civil (legislativo, ejecutivo, judicial). Esas autoridades (profética, sacerdotal y regia) vienen de Dios por Cristo y se identifican con el Espíritu Santo que actúa y vive en todos los creyentes . El Concilio Vaticano II aceptó en varios documentos ese esquema de las “tria munera” (tres autoridades) que proviene de la Biblia y de la primera iglesia y así lo confirmó el Catecismo  del año 1992

  1. El poder legislativo se puede vincular con la función profética. La normas de vida del judaísmo y de la Iglesia provienen de los “profetas”, que proclaman y codifican la Palabra de Dios. El Cristo profeta, todos los cristianos son profetas, “legisladores” de sí mismos y del conjunto de la iglesia.
  2. El poder ejecutivo se puede comparar con la función “real” (regia) de los gobernantes y, en especial, con la función de, Cristo, Rey-Mesías. Cristo es Rey, en él son reyes todos los cristianos, señores de sí mismo, hermanos de los demás, sin estar sometidos a nadie.
  3. Finalmente, en el lugar del poder judicial puede situarse en la Iglesia la función santificadora o sacerdotal. En Cristo-Sacerdote, todos los cristianos son por esencial (ontológicamente) sacerdotes.

CATECISMO. UN PUEBLO SACERDOTAL, PROFÉTICO Y REAL

Num. 783 Jesucristo es Aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf . Redemptor Hominis 18-21).

784 Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: «Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo “un reino de sacerdotes para Dios, su Padre”. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo»(LG 10).

785 “El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo”. Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando “se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre” (LG 12) y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.

786 El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir a Cristo es reinar” (LG 36), particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (LG 8). El pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.

«La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos debe saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?» (San León Magno, Sermo 4, 1).

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POR CRISTO, EN EL ESPÍRITU

Cristo es profeta, rey y sacerdote, en plenitud, como enviado-presencia (Hijo) de Dios de Dios y plenitud de la vida humana. En ese sentido, no hay en la iglesia otro profeta-rey-sacerdote que Cristo, la humanidad de Dios Unidos a Cristo, todos los bautizados son profetas, reyes y sacerdotes, con su misma palabra profética, su mismo poder real y su misma capacidad sagrada. Ésta es la novedad de Jesús. En ese sentido se habla del sacerdocio-realeza “común” de los fieles, en sentido ontológico, real. El bautismo (como principio y sentido de todos los sacramentos) les “consagra” profetas, reyes y sacerdotes. Así lo puse de relieve en mi libro sobre Sistema, Libertad, Iglesia

Todos los bautizados son profetas (es decir, legisladores, en el sentido pleno de la palabra… No reciben su doctrina de otros maestros exteriores, no son puros “dependientes” de un magisterio externo, sino portadores y testigos de la palabra de Dios que son “maestros”, en una línea que han puesto de relieve las Cartas de Juan: Cada cristiano recibe y despliega desde el fondo de sí mismo la palabra de Dos, cada uno “se es ley para sí mismo”, en comunión con otros (Juan de la Cruz, Subida).

Todos los bautizados son reyes en Cristo. No son esclavos de nadie ni de Cristo, sino que son el m mismo Cristo. Nadie puede imponerles su dictado y mandar sobre ellos. Son reyes, responsables de sí mismos, capaces de realizar la obra de Cristo, en él y con él. En Cristo no hay reyes y súbditos, señores y esclavos, sino que todos son “uno” en Cristo, con su mismo poder de amor y servicio mutuo

Todos son, finalmente sacerdotes… en el sentido radical de la palabra. Éste es el sacerdocio verdadero, el más profundo, ése que suele llamarse “sacerdocio común de los fieles” (que es el sacerdocio “ontológico”, si es que puede utilizarse esa palabra helenista). No hay una “tribu sacerdotal”, como la de Leví-Aarón en el AT, sino un sacerdocio único, simbolizado por Melquisedec, que es Cristo (hebreos). La santidad de Cristo y su obra santificadora, representada y celebrada por la eucaristía, es por tanto un “carisma” de todos los bautizados, que se identifican con Cristo, varones o mujeres

ÉSTE ES EL PUNTO DE PARTIDA DE LA IGLESIA.

Ella es en cristo un “cuerpo” de profetas (palabra), reyes (poder de organizar em amor el mundo) y sacerdotes (capacidad de santificar la vida de los hombres. Ésta es la más alta profecía, reinado y sacerdocio de la Iglesia. No hay en ella como he dicho una tribu sacerdotal (Leví/Aarón)… No hay una dinastía regia como la de Judá/David en el Antiguo Testamento. Ni hay un clan especial de profetas… , Pues la palabra de la profecía (la palabra que se hace ley de vida) es de todos los creyentes.

Conforme a la experiencia de Pablo, proclamada en Gal 3, 28 (y en el conjunto de su epistolario) no hay en la iglesia distinción básica entre judíos y gentiles, varones y mujeres, reyes y no reyes, profetas y no profetas, sacerdotes y no sacerdotes, pues todos son (somos) uno en Cristo, todos profetas, todos reyes, todos sacerdotes.

MINISTERIOS SACERDOTALES.

SOLO EN UN SEGUNDO MOMENTO SE PUEDE HABLAR EN LA IGLESIA DE PROFETAS MINISTERIALES, REYES/GOBERNANTES MINISTERIALES Y SACERDOTES MINISTERIALES… que forman parte del “ordo”, es decir, del ordenamiento social. La profecía-realeza-sacerdocio “ontológico” (bautismal, fundante) es la de todos los bautizados. Esta es la primera, la definitiva… y al servicio de ella es bueno que se instaure, en un segundo momento, un “orden/ordenamiento funcional” de profetas-sacerdotes-reyes.

  Por eso, los profetas (maestros, catequistas), los “ministros” (obispos, presbíteros) y los “sacerdotes presidentes de la celebración” no son más profetas, reyes o sacerdotes que el resto de los cristianos, sino igual que todos los demás, pero sl servicio del “ordenamiento” de la unidad y crecimiento de la Iglesia, tal como ha puesto de relieve Pablo en 1 Cor y Rom.

Estos profetas, reyes/animadores y sacerdotes ministeriales no tienen una profecía, reino y sacerdocio distinto, ni tienen más autoridad que el resto de los cristianos, sino la que en Cristo tienen todos los cristianos, aunque su “función” es importantísima como testimonio tarea de unidad para toda la Iglesia.

 Esas tres funciones no son separadas, no son excluyentes, sólo de algunos…, sino que son radicalmente de todos, aunque hay algunos que las visibilizan y expresan, partiendo del cuerpo de la Iglesia y al servicio de todo el cuerpo de la Iglesia. En ese sentido, el “sacramento” del orden (en línea funcional) no puede separarse del sacramente del bautismo (en línea ontológica y fundante).

Como dice el Catecismo, lo importante es el sacerdocio, la profecía y la realeza común de todos los cristianos, pues todos han sido y están “conformados” con Cristo y han recibido su don profético, real y sacerdotal. Sólo al servicio de ese “sacerdocio ontológico común” pueden y deben estructurarse en la Iglesia los “servicios, proféticos, reales y sacerdotales” de la comunidad.

Por eso no se puede hablar de una “mística del sacerdocio funcional”. La mística del sacerdocio (de la profecía y de la realeza) es la de todos los cristianos, que son sacerdotes, profetas y reyes, como han puesto de relieve todos los auténticos cristianos, como Francisco de Asis o Juan de la Cruz, por poner dos ejemplos.

EN CONJUNTO, LA IGLESIA CATÓLICA NO HA SACADO LAS CONSECUENCIAS DEL CATECISMO NUM. 783.

Partiendo de fuentes ajenas al evangelio de Jesús, a las misión y teología de Pablo y a la vida del conjunto de la Iglesia, por “inercia social” y por contario del espíritu “jerárquico” del helenismo ambiental y del derecho de Roma, un tipo de iglesia ha invertido el orden de las “funciones” (munera) de Cristo y de la iglesia (en contra del Vaticano II) poniendo primero los ministerio jerárquicos (un sacerdocio, profecía y poder “ontologizado” por encima del cuerpo bautismal de la Iglesita).

Es tiempo de repensar el tema, y en especial en esta semana del Bautismo de Cristo. El Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado y publicado el año 1979, bajo la autoridad de Juan Pablo II, no deja ninguna duda en este campo. Todos los cristianos son (somos) “ontológica-(=cristológicamente) profetas, reyes y sacerdotes…Sólo a partir de esa base, como servicio ministerial para el conjunto del pueblo de Dios, puede y debe haber un sacerdocio, profecía y “reinado” ministerial.

Con esto no se quita nada a los “ministros en línea de ordenamiento, es decir, de organización posterior” (obispos, presbíteros y diáconos), sino todo lo contrario, se les concede una nueva y más alta autoridad de “servicio”, una autoridad que no es de ellos, sino de Cristo y de la Iglesia. sólo desde este fondo se puede hablar de una re-activación de los ministerios o funciones de tipo profético, sacerdotal y real….

Por eso, lo que de verdad importa en la Iglesia no es la renovación de los ministerios funcionales o de organización práctica de la iglesia. Lo que importa es la recreación de la verdadera mística y experiencia bautismal, tal como ha sido recreada en Pentecostés… La renovación de las “funciones ontológicas/cristológicas”, de todos los bautizados, volviendo al espíritu del Vaticano II y del Catecismo…Sólo desde ese fondo ontológico-cristológico se pueden y debe recrear los ministerios funcionales de la profecía, la realeza y el sacerdocio de Cristo en la Iglesia

 Vuelva cada uno a leer el texto base del Catecismo, num. 783. Pero a modo de meditación de la Vigilia de Pentecostés he querido añadir algunas reflexiones de carácter general

EXPLICACIÒN

 El Vaticano II, reasumiendo una antigua terminología eclesial, afirma que todos los cristianos reciben y ejercen tres dones y tareas, por unión con Cristo al servicio del conjunto de la Iglesia y de la humanidad entera (obispos y presbíteros) deben ejercer tres ministerios principales al servicio de la humanidad y de la misma iglesia: están llamados a enseñar como profetas, proclamando la palabra de Jesús entre los hombres; están llamados a santificarse unos a otros por el testimonio de su misma vida y por la celebración de la liturgia y la plegaria compartida, como sacerdotes de Dios; y finalmente han de regir como pastores/reyes a los mismos fieles, dirigiéndolos según el evangelio, de manera que así cumplan todo lo que Cristo enseñó sobre la tierra (Mt 28,16,20), como puso de relieve, de un modo solemne el Vaticano II; Lumen Gentium 24-27; Christus Dominus 12- 16; Presbyterorum Ordinis 4-6).

  1. Todos los cristianos somos profetas-misioneros.

  A todos nos ha dicho Jesús: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda creatura» (Mc 16,15), aunque esa palabra pueda aplicarse de un modo más concreto (pero no más hondo y verdadero a los “presbíteros oficiales” de la iglesia (Presb. Ord. 4). Los cristianos somos profetas de la nueva alianza porque anunciamos y expandimos sen sobre el mundo la palabra de Dios que se ha encamado en Jesucristo. No tenemos más riqueza ni verdad como creyentes que esa «palabra» que Dios mismo nos ha dado como herencia que debemos ofrecer gratuitamente a todos los hombres y mujeres de la tierra.

Por eso los cristianos son profetas-misioneros o, quizá mejor, apóstoles de Cristo. Dios mismo les envía (apóstol viene de apostello, enviar), confiándoles por medio del Espíritu, la misión suprema de Dios sobre la ·tierra: mantener vivo el recuerdo de Jesús, hacer que su mensaje no se calle, que su fuego no se apague. En las reflexiones que ahora siguen he querido resaltar esta tarea misionera del recuerdo: los cristianos son profetas de Jesús porque mantienen viva su memoria entre los hombres. Por eso han de escuchar y recrear su palabra, para renacer así por ella y luego contarla como viva y creadora sobre el mundo.

Por eso, en un sentido, para los cristianos, la experiencia del recuerdo es lo primero. Antes que exigirnos algo, antes que pedirnos cosa alguna, el evangelio nos libera: ensancha el corazón, abre los ojos, desata los oídos y nos sitúa sobre un inmenso continente de gracia y cercanía de Dios en esperanza, a través del recuerdo de Jesús, en él vivimos, nos movemos y somos.

Por eso, el Evangelio es, ante todo, narrativo: es el testimonio de un hecho o misterio que cambia de raíz las condiciones de la historia: es el recuerdo viviente del hombre Jesucristo que nos abre un camino cerrado y nos precede en la búsqueda o exploración de un continente inesperadamente esperado, anheladamente presentido y siempre nuevo (cf. Hech 6,20). Por eso, cuando un cristiano cuenta la historia de Jesús está exponiendo la verdad del hombre nuevo: proclama su libertad, instituye su ciudadanía como redimido y desvela su grandeza. ¿Cómo? Escuchemos la palabra:

— «Se ha cumplido el tiempo y se acerca el reino de Dios» (Mc 1,15). Atendamos a la proclamación: «Bienaventurados vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios» (Le 6,20).

— Un día se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» Jesús contestó: «Fijaos bien en lo que pasa y anunciadlo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, escuchan los sordos; son resucitados los muertos y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,3s).

 Para hacer que esa palabra resuene hasta la entraña y se recuerde al Cristo, se ha fundado originalmente la Iglesia. Para mantener viva la Iglesia, de manera que ella cumpla cada día su tarea, han de mostrarse vigilantes sus miembros (todos profetas, todos sacerdotes y reyes), avivando y expandiendo la llama del recuerdo de Jesús sobre la tierra. Este recuerdo es transformante. Quien se acerca al evangelio está viniendo al fuego (cf. Le 12,49), llega hasta la llama que se expande, abre la puerta hacia el misterio.

Esta experiencia radical de Jesús se expresa en mil maneras: es vino nuevo que revienta los antiguos odres, paño fuerte que desgarra los vestidos anteriores (Mt 9,16-17). La Iglesia entera existe para mantener encendido el recuerdo de Jesús, su transparencia frente a Dios, su abnegación ante los hombres. Lógicamente, cuando giran las puertas de la palabra evangélica, cuando se abre el santuario y se desvela la verdad definitiva, sólo queda un recuerdo: la persona de Jesús que nos invita a que miremos, descubramos su misterio y le sigamos hacia el Padre (cf. Mt 4,18-22; 8,18-22; 16,21-28).

Así cristianos cumplen su misterio (es decir, su ministerio) si siendo ante todo profetas: ellos deben hablar de tal manera que en el fondo de su voz resuene la voz de Jesucristo; han de actuar de tal manera que al mirar lo que ellos hacen se descubra la misma acción de Cristo. Por eso, ellos son antes que nada buenos narradores, no sólo de palabras, sino de vida entera.

Quizás no saben decir otras cosas, pero han aprendido a contar la historia de Jesús y así la cuentan de manera novedosa a los que quieran escucharles. Así han de ser expertos en comunicación: no se ocupan de vender productos de este mundo, visiones filosóficas o ideas, «venden» o, quizá mejor, «regalan» la imagen de Jesús, de tal manera que esa imagen (no olvidemos que Jesús es el icono de Dios cf. 2 Cor 4,4; Col 1,15) viene a presentarse como fuerza salvadora ante los hombres de la tierra.

¿Por qué recordar el evangelio? Porque Jesús lo ha convertido en vida de su vida. Por eso, más allá de todas las teorías o leyes moralistas, el evangelio sigue siendo algo que se escucha y se recuerda: la historia de Jesús, como verdad de Dios, nuestra propia verdad sobre la tierra. Así se explica el hecho de que, tras decenios de misión y enfrentamiento con el judaísmo, cuando la Iglesia primitiva se ha sentido obligada a precisar su recuerdo de Jesús. y ha concretado su evangelio por escrito no ha tenido más remedio que acudir al recuerdo que se narra. De esa forma ha escrito y ha «canonizado» nuestros evangelios: Me y Mt, Lc y Jn, para que podamos conocer mejor a Jesús y transmitir a los demás su historia.

 Sólo una cosa ha sido centro de la nueva realidad cristiana: la palabra de la vida de Jesús, la fuerza transformante de su gesto, la hondura de su muerte interpretada por la fe como victoria de Dios y plenitud para los hombres. Por eso ha escrito Marcos la proclama de libertad que es su recuento de milagros y gestos de Jesús; por eso ha pregonado Pablo su palabra de vida y redención, de muerte salvadora y juicio transformante para el mundo.

            Eso significa que la Iglesia sólo tiene un evangelio: el recuerdo de Jesús, con su palabras, sus gestos de amos, su amor hasta la y muerte. Ese evangelio no le pertenece. Gratuitamente lo ha recibido y gratuitamente debe extenderlo entre los hombres. Este es el principio de todo compromiso de la Iglesia: está empeñada en que el recuerdo de Jesús se mantenga vivo , se expansione en todas direcciones, de tal forma que los pobres puedan recibirlo y alegrarse.

Por eso, los cristianos son antes que nada narradores de evangelio, expertos» en el libro de la historia de Jesús: la conocen bien por dentro, la sienten como fuego en sus entrañas, y así saben contarla, interpretarla y traducirla entre los hombres. Lo que se pide al sacerdote es por lo tanto experiencia de palabra: capacidad de recrear los evangelios, para así contar la historia de Jesús de una manera intensa, hermosa y fascinante.

            Los cristianos somos, según eso, ministros y testigos del recuerdo de Jesús. Pues bien, Jesús no es una idea interior, una verdad que cada uno logramos conseguir si meditación aislada de la vida Jesús ha sido y sigue siendo un hombre de vida. Por eso la Iglesia proclama de manera narrativa su acontecimiento. En el lugar de los científicos (que realizan tareas muy importantes), los cristianos tenemos la tarea de recordar a Jesús, de actualizan su vida.

            En ese sentido, todos los cristianos somos ministros/testigos/profetas de la misión de Jesús. Estrictamente hablando, los cristianos no tenemos cosas especiales que enseñar,

No sabemos más que otros, no tiene teorías más perfectas sobre Dios o la vida. Por eso no podemos andar por ahí dando lecciones de nada, No podemos imponer nada, ni existir nada, ni resolver problemas complejos… Pero podemos y debemos contar lo que para nosotros ha sido sigue siendo la historia de Jesús.

 La experiencia originaria de la Iglesia es experiencia narrativa. Si Dios se ha hecho presente en la historia de Jesús sólo hay un modo de adentrarse en su sentido: recordar su historia. Para hacer posible ese recuerdo, el apóstol (de forma diferente a la que emplea el teólogo), el sacerdote, narra la historia de Dios, de Jesucristo.

Frente a un tipo de filósofos griegos, que escudriña su sentido original en lo divino, más allá de los judíos que pretenden conquistar a Dios con sus acciones, los cristianos nos limitamos a contar la historia de Jesús crucificado: la repiten, la proclaman, la repiensan (cf. 1 Cor 1,18s). Esto nos conduce al fondo del problema.

Si Dios fuera un ente necesario, deducible por discurso matemático, el lenguaje apropiado a su verdad sería la demostración. Si Dios fuera un ente racional habría que alcanzarle a través de una dialéctica del mismo pensamiento. Pues bien, Dios se manifiesta para los cristianos como historia, en Jesús y en su evangelio. Por eso, hablamos de él con lenguaje narrativo.

El hombre de Dios no es el científico o filósofo, ni el místico de la interioridad, ni el TIPO DE profeta judío que vive simplemente en la esperanza. El hombre de Dios por antonomasia es el apóstol: aquel que testifica su presencia creadora y salvadora sobre el mundo. Frente a los poderes de la racionalidad (ilustración), la economía o la estructura social,’ emerge la autoridad primigenia del recuerdo: la palabra fundante de la Iglesia es aquella del testigo. El testimonio y no la argumentación o la teoría sigue siendo el lenguaje del ministro o sacerdote misionero.

Conforme a la Escritura de la Nueva Alianza, los sacerdotes ( apóstoles de Cristo) no salen al mundo a demostrar cosas oscuras por métodos de mística esotérica o de ciencia. Ellos son testigos de Jesús y como tales ofrecen testimonio de aquello que han visto y oído ( de aquello que han vivido por dentro), en unidad con los apóstoles primeros (Pedro y Pablo) y en profunda comunión con el conjunto de la Iglesia, que es la institución donde se guarda la memoria de Jesús sobre la tierra.

Todos los cristianos son ministros-servidores de la comunidad

 Los presbíteros … Por eso, los sacerdotes son antes que nada servidores de los hombres y de un modo especial de los creyentes que se unen a formar comunidad: por eso han de entregar su vida y alma a la tarea de «crear Iglesia», a imagen del misterio trinitario, ayudando a los más pobres de manera que ellos puedan compartir con todos los creyentes el misterio de la gracia de Jesús. Jesús nos ha dejado la tarea de recordarle y acompañarle, acompañando, escuchando y ayudando a los demás. Esta tarea de servicio mutuo, se ayuda a los demás, no es propia de algunos que se consideran superiores, sino que está encomendada a todos, por amor, en libertad, sin que nadie sea más que otros.

            Por eso, igual que he dicho que todos podeos y debemos contar la historia de Jesús, debo añadir que todos podemos reunirnos en amor, en servicio mutuo, recordando y celebrando la presencia de Dios en el pan y vino compartido, como ha dicho en muchos lugares en Vaticano II; Todos somos sacerdotes, celebrantes de la da, ministros del a muto, llamados a con-celebrar en amor y libertad la Eucaristía

Sólo siendo servidores y sacerdotes unos de los otros, todos los cristianos somos dirigentes o pastores. No son dirigentes para defender su privilegio sino para lograr que ya no existan privilegios en la Iglesia, a no ser para los débiles y pobres.

Este servicio de unidad liberadora y comunión define la existencia de todos los cristianos, todos sacerdotes, todos pastores mundo para cumplimiento experiencia! del evangelio. Esta experiencia de cumplimiento está fundada en el recuerdo de Jesús. Tomadas materialmente, gran parte si no todas sus palabras de exigencia (amor, entrega, fidelidad, desprendimiento, justicia … ) pueden encontrarse en otras religiones. Pues bien, la novedad cristiana se halla en la raíz de esos mandamientos: ellos brotan del don gratificante de Jesús, son expresión y cercanía del Dios que se ha encarnado en Cristo y se sigue encarnando por su Espíritu en todos los creyentes.

Por eso, la norma de vida cristiana resulta inseparable de la experiencia de gratuidad (Dios ama) y del recuerdo cristológico (Jesús resucitado nos invita al seguimiento). Este compromiso de servicio mutuo en amor constituye el matrimonio, la riqueza de vida de todos los cristianos, a los que Jesús llama y dice: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme» (Mt 19,21).

 Así siguen sigue resonando la palabra originaria: ella suscita una existencia que se vive como desprendimiento (vende lo que tienes), servicio enriquecedor (dáselo a los pobres) y cercanía cristológica (ven y sígueme). En la base está la cercanía de Jesús. Partiendo de ella se precisan los otros dos momentos: hacia adentro el desprendimiento; hacia afuera el servicio.

Sólo aquel que se descubre libremente redimido por Jesús, gratificado en el misterio de Dios y renovado por su Espíritu, puede ofrecerse a los demás y enriquecerlos con su vida. Esto es lo que vive y expande el sacerdote. Traducida en perspectiva social, esa exigencia de Jesús se expresa dentro de la Iglesia en rasgos que pudieran precisarse como superación del poder de unos sobre otros y en forma y vida compartida. Vivir unos en otros, eso es la eucaristía, la experiencia y tarea de Jesús como vida compartida.

 Vengamos a la fuente radical del evangelio. Allí veremos que el auténtico poder consiste en el servicio: vale de verdad el que renuncia a toda imposición y así se entrega, de manera libre y creadora, para liberar a los demás, haciendo que surja sobre el mundo una comunión de hombres que viven ya sin imponerse unos a otros, por encima de los otros.

Como servidor de este camino de superación de la violencia de los fuertes surgen en la iglesia los cristianos ( cf. Mt 28,16-20) renuncia a toda forma de poder y se convierte en servidor universal, especialmente de los pobres. En esto consiste su autoridad de ministro cristiano, es decir, de todos los cristianos ministros de la vida, sacerdotes del amor, servidores unos de los otros.

Muchos dicen que la Iglesia, hasta el momento actual, no ha sido capaz de reflejar en formas de vivencia comunitaria ese ideal de autoridad sin poder, de amor sin imposiciones. Más aún, su misma estructura jerárquica parece contradecir ideal del evangelio. Pues bien, sea eso como fuera debemos afirmar que ha llegado la hora en que la Iglesia, en su conjunto, debe presentarse ante los hombres como signo de la fuerza transformante de aquel que ha transformado el mundo por amor, desde la cruz. Ella ha de hacerse voz profética que grita contra el cerco asfixiante de todos los poderes que esclavizan sobre el mundo. Sólo allí donde, a la luz del evangelio, vivido en radicalidad, vayan surgiendo comunidades de personas que renuncian al poder y así realizan una obra de transformación al servicio de los pobres, la Iglesia adquirirá valor de signo de Dios entre los hombres. Mirados a esta luz, los sacerdotes son ministros de eso que pudiéramos llamar el poder de la impotencia como Pablo ha señalado con gran fuerza en sus escritos ( lCor 9,1-26; 2Cor 10-12).

Se ha tendido a una comunicación limitada bines y tareas, propia de algunos carismáticos o monjes; pero el conjunto de la Iglesia, reflejada en estructuras dominantes, no ha vivido el compromiso de la comunicación de bienes, entendido además como simple consejo y no como exigencia del Cristo. Es evidente que la Iglesia no debe planificar de manera imperativa, económico-política, la superación de las injusticias sociales. Sin embargo, a partir del compromiso evangélico, el ejemplo de Jesús y la exigencia de amor mutuo, ella ha de mostrarse como signo de amor liberador entre los hombres: signo de una comunión plena, que convierte al creyente en ser para los otros; signo de un encuentro traducido en participación que incluye lo económico. La Iglesia es así comunidad de Dios sobre la tierra.

 Por eso es necesario superar un tipo de ministerios jerárquicos de poder, volviendo al ministerio universal del amor mutuo, volviendo al sacerdocio universal de todos los creyentes, varones o mujeres, al ministerio pastoral de todos los seguidores y amigos de Jesús, rodos pastores, servidores; todos animadores de vida, uno de los otros y con los otros.

Todos somos celebrantes de amor solidario, sacerdotes en Cristo

 Por eso, los cristianos han de ser hombres y mujeres de la solidaridad: de esa forma la palabra del recuerdo de Jesús que su mensaje ha ofrecido y transmitido se convierte en palabra que vincula en compromiso de amor, de comunicación y transparencia (cf. Jn 15,15) a todos los creyentes.

Todos los cristianos, como sacerdotes y reyes son animadores y testigos, presidentes y servidores de de Jesús La fiesta eucarística, concelebrada por todos los creyentes. Hemos visto, en primer lugar, que todos los cristianos son profetas: guardan la memoria de Jesús y transmiten la palabra de su vida entre los hombres. En segundo lugar he dicho que todos nos ministros: pastores encargados de animar a los creyentes de Jesús, servidores de su comunidad, testigos de su amor entre los hombres. Pues bien, llegando al culmen de su vocación, todos los cristianos los cristianos son sacerdotes, compañeros, amigos y hermanos de la fiesta de Jesús, compartiendo el fuego de su Espíritu en Pentecostés y a lo largo de toda la vida.

            La misma historia de Jesús es una fiesta: tiempo peculiar, cualificado, internamente rico de alegría, sorpresa y esperanza. Lucas lo presentó como «día de victoria» que libera de todos los poderes enemigos (Le 1, 74).

 También se dice en Lucas que Jesús, abriendo el libro de la historia y la promesa, elevó la voz y dijo: «El Espíritu de Dios está sobre mí … ; él me ha enviado a fin de proclamar la libertad a los cautivos, para abrir los ojos a los ciegos … ; me ha enviado, en fin, para anunciar el año de remisión del Señor» (Le 4,18). Tal es la fiesta de Jesús, el día de la plena remisión, el año eterno del perdón, de la hermandad y la esperanza. La novedad del evangelio está precisamente en eso: en la capacidad de entusiasmo que Jesús ha suscitado, en la admiración de las gentes, en el gozo de los pobres, la alegría de los hombres antes contristados. Por eso se celebra su camino a modo de rosario esmaltado de trozos, como tiempo cargado de salud, de victoria sobre el diablo, de alegría y saciedad en la esperanza (cf. Mt 14,13s; 15,32s).

Significativamente, a la fiesta de Jesús han acudido de una forma especial los más perdidos, aquellos que no hallaban cabida en otras fiestas de la tierra, los que estaban sin cimiento en la palabra de la ley, Las tres tareas del sacerdote 227 los rechazados del poder, los marginados por el signo del pecado, enferme[1]dad o miedo de la muerte: tullidos y leprosos, publicanos, prostitutas … Para todos ellos, a partir del encuentro con Jesús, la vida empieza a ser lugar de fiesta, campo de ilusión y de plegaria, de sorpresa, gratitud y de esperanza.

La muerte de Jesús no ha destruido el carácter de esa fiesta. ¡Todo lo contrario! Asumida en su raíz, esa fiesta ha desbordado y culminado allí donde quisieron silenciarla por la fuerza. La celebración verdadera no supone sólo la alegría momentánea de una dicha externa. Implica fidelidad a los valores de la vida, deslumbramiento ante el misterio de Dios que destruye el poder de la muerte y transforma la existencia.

 Pues bien, por fidelidad a Dios y para fundar la nueva fiesta de la vida de los hombres se ha entregado Jesús hasta la muerte. Así lo ha establecido cuando, en gesto de amistad solemne, despidiendo a sus discípulos, convierte su entrega en fundamento de la nueva fiesta: «Esto es mi cuerpo; esta es mi sangre, la sangre de la alianza derramada por vosotros» (Me 14,22-26 y par). Ningún otro momento de la historia ha interpretado en esta hondura la muerte como fiesta de un hombre que ha entregado su existencia como base de la nueva celebración del recuerdo y la esperanza, de la entrega y el amor entre los hombres.

Aquí es donde recibe su fuerza y plenitud el sacerdocio de la nueva alianza, como ha indicado sin cesar la tradición cristiana. Conforme a todo lo que aquí estamos diciendo, Cristo ha instituido su nuevo sacerdocio en el conjunto de su vida, en sus palabras y en sus gestos, en su entrega y en su muerte por los otros. Pues bien, esos motivos vienen a centrarse, se condensan y culminan ya en el gran encargo de su cena: «Haced esto en memoria mía».

Esto que Jesús realiza (esto que debe transmitir y actualizar la Iglesia) es ciertamente todo el sentido de su vida. Por eso dijimos que es tarea de los sacerdotes el recuerdo de Jesús y la exigencia de cumplir sus enseñanzas (suscitando así un modelo nuevo de comunidad entre los hombres). Pero recuerdo y exigencia culminan en la misma entrega de su vida que los fieles pueden y deben recordar como una fiesta, actualizando todo lo que cumple y ratifica con su cena.

 Los primeros cristianos entendieron la pascua como brote de una tierra nueva,  como  surgimiento del tiempo escatológico. Eso implica que la vieja realidad del mundo de pecado y perdición, angustia y muerte, inseguridad y sin sentido ya ha pasado. El hoy nuevo del reino de Dios, inaugurado por Jesús sobre la tierra, se convierte en tiempo de misión, fiesta de victoria del mesías y esperanza de su vuelta. Por eso, la Iglesia es lugar en donde el nuevo sacerdocio sabe celebrar y ya celebra, por encima de la muerte, la gran vida de Dios por Jesucristo. .

 En medio de las luchas y fracasos de este mundo, apenados por la angustia de la muerte y los poderes del pecado, los cristianos saben que el recuerdo de Jesús y la exigencia de cumplir su mandamiento se traducen y culminan en su fiesta de victoria que anticipa nuestra propia victoria escatológica. La Iglesia católica acentúa el valor del ministerio de la celebración, convirtiéndolo en momento central de su liturgia y de su vida (eucaristía).

 La misma Iglesia se convierte de algún modo en una institución celebrativa: sus obispos son litúrgicos, sus presbíteros ministros de la misa. Sin embargo, esa liturgia ha terminado siendo a veces voz vacía, como un tiempo artificialmente sagrado, fuera de la vida y de la historia concreta de los hombres. Por eso, en la más dura palabra anticristiana, Nietzsche pudo exclamar:

«Ellos (los cristianos, los sacerdotes) soñaron en vivir como cadáveres … Quien vive cerca de ellos vive al lado de negros estanques … Sería preciso que me cantaran mejores canciones para que aprendiera a creer en su salvador. Sería preciso que sus discípulos tuvieran un aire más de redimidos». (Así habló Zaratustra, parte II, De los sacerdotes).

 Lógicamente, en un mundo donde la celebración cristiana parece apagarse, es normal que se enciendan las fiestas paganas de Apolo y Dionisia, la fiesta de la utopía política, del sexo hipertrofiado y del dinero loco. Por su palabra acerca de los sacerdotes que no saben celebrar, Nietzsche ha pronunciado la crítica más honda de todas las que pueden pronunciarse en contra de la Iglesia.

Conforme al esquema que he seguido, podemos afirmar que hay tres pecados de los sacerdotes: recordar mal a Jesús, deformando o apagando su memoria entre los hombres; pervertir su exigencia de amor, haciendo imposible ( o destruyendo) su camino de solidaridad y comunión entre los fieles; apagar la fiesta cristiana, convirtiendo la Iglesia de Jesús en un hogar (o anti-hogar) en el que anidan sólo los recelos, envidias, dolores y tristezas. Pues bien, de esos pecados el más grande es el del final.

 Ciertamente, muy en contra de eso que supone Nietzsche, la fiesta de Jesús no está apagada sobre el ruedo de la tierra. Se celebra sin cesar su gozo allí donde se goza el surgimiento de la vida (bautismo) y se convierte el mismo trance de la muerte en nuevo canto de esperanza (exequias). Se celebra la vida de Jesús donde se ensalza y glorifica el matrimonio como revelación de Dios sobre la tierra, allí donde los fieles reunidos viven, cantan y comparten el gozo del perdón comunitario que les hace renacer en unidad fraterna sobre el mundo, etc.

Quizás el problema de Nietzsche y otros nuevos «sacerdotes» de la modernidad está en que quieren una fiesta diferente: les gusta sólo el brillo de la pura belleza intramundana (Apolo), del éxtasis vital-sexual (Dionisio), del gozo erótico expresado en formas bellas (Afrodita) … Quizá tienen un valor esas fiestas y otras de que hablan tantos nuevos profetas de la historia.

Pero los cristianos pensamos que la fiesta suprema es la de Cristo y para celebrarla nos unimos en la Iglesia. En esta línea, debemos recordar que los sacerdotes son, en su principio y en su meta, celebrantes de la nueva fiesta de la alianza que Dios ha establecido con los hombres en el Cristo. Este debe ser el tema central de su formación: más que teólogos y gestores de una acción comunitaria, los ministros de Jesús serán expertos en celebraciones. Han de ser capaces de juntar a los creyentes y animarles en el canto de la vida y del amor (bautismo, matrimonio), en el gozo de la mesa compartida donde Cristo se hace pan y vino de sus fieles (eucaristía). El mundo no se pierde sólo por ignorancia (falta de conocimiento) ni por injusticia (lucha mutua). Se pierde sobre todo porque falta fiesta entre los hombres. Es poco intensa la celebración del misterio. Es muchas veces vacía y aburrida la asamblea de los fieles que se juntan para actualizar el gozo de Jesús, pero se encuentran fríos y desnudos de gozo en sus entrañas.

Es aquí donde, a mi juicio, tienen más tarea (más hermosa, esperanzada tarea) los nuevos cristianos, todos ellos sacerdotes, profetas y reyes de la nueva Iglesia. La experiencia cristiana culmina donde el recuerdo de Jesús y el cumplimiento de su ley se expresan como fiestas, celebradas en estallido de amor, luz y belleza, desde el centro de la vida en el pan y vino de la fraternidad, en el encuentro gozoso del perdón, en el beso de amor que se recibe y se comparte. Un Dios ante el que no se ríe ni se canta, un Dios que no estremece de gozo y alabanza, un Dios que no fascina ni lleva al don  y exigencia creadora ha dejado de ser Dios en lo más hondo de nuestros corazones. Por eso, el compromiso final de los cristianos que pretenden vivir el evangelio en nuestra tierra debe concretarse como fiesta de Jesús, que ofrece a los creyentes un espacio de júbilo y realización, estremecimiento y alegría, comunicación y responsabilidad que no puede encontrarse en ningún otro lugar de nuestra tierra.

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