El buen pastor da la vida por las ovejas
Tu blando silbo de Buen Pastor nos llama.
Tu corazón reclama, impaciente,
a todos los marginados,
a todos los prohibidos.
Tú nos conoces bien,
y nos consientes,
hermano de cruz y cómplice de sueños,
compañero de todos los caminos,
¡Tú eres el Camino y la Llegada!
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Pedro Casaldáliga)
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En aquel tiempo, dijo Jesús:
“Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que al Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.”
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(Juan 10,11-18)
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Cuando dice Jesús: «Yo soy el buen pastor y conozco a mis ovejas», es preciso atribuir al término conocer todo cuanto hay de más profundo, de más amoroso en los labios del Señor Jesús. «Y mis ovejas me conocen», porque así debemos conocerle nosotros, por nuestra parte, con ese conocimiento vital que supera todo conocimiento.
Un día comprendí de modo existencial lo que es el «conocimiento» del buen pastor. Estaba sentado a la mesa, a mediodía. Habíamos trabajado durante toda la mañana, un trabajo sucio, con sacos de azúcar que nos dejaban a todos embadurnados. Me encontraba en el lugar de presidencia de la mesa, y por eso, dada la disposición de los sitios, veía de frente a todos mis compañeros de trabajo. Me sorprendía el hecho de que sus rostros parecían cubiertos por una especie de máscara anónima, compuesta de polvo, suciedad, cansancio… Todos se parecían. Después de la comida, como nos quedaba un poco de tiempo libre, una media hora, antes de reemprender el trabajo, me fui con cinco o seis de ellos a un pequeño café, el bar Gaby, como se llamaba la dueña. Era una auténtica marsellesa, próspera, vivaz, alegre; y cada vez que iba al bar Gaby, pensaba yo en la frase de Jesús: «Yo conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen». En efecto, la dueña del bar Gaby conocía a las ovejas que iban a su abrevadero; conocía el nombre, el apellido y el apodo de cada uno. Y hasta los nombres que podían resultar injuriosos en boca de otros, dichos por ella asumían un tono amistoso. Ella me conocía. Para ella, yo era unas veces Jackie; otras, el «Gafotas». Cada uno era cada uno. Entonces, en contacto con aquella mujer que conocía a sus ovejas y que sus ovejas la conocían, vi caer la máscara que tanto me había sorprendido hace un momento en el comedor: ante aquella mujer se habían vuelto hombres de nuevo, con su propio nombre y apellido. Y -de improviso surgía algo limpio y sencillo en sus miradas, que volvían a ser como la mirada de un niño.
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Jacques Loew,
Ese Jesús al que se llama Cristo,
Euramérica, Madrid 1973.
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