Jesús tenía que resucitar triunfante de la muerte
PASCUA DE RESURRECCIÓN (B)
(Jn 20, 1-9)
Este pasaje, al igual que los relatos pascuales, no es una simple crónica de un acontecimiento pasado extraordinario. Es un testimonio personal de fe que trata de provocar la fe de los demás. Por eso conviene leerlo, no como meros espectadores, sino como protagonistas de un hecho que nos sigue interpelando, nos suscita preguntas, nos invita a salir de nosotros mismos, “al amanecer”, “el primer día de la semana”, nos hace “asomarnos”, “cuando aún está oscuro”, nos acerca a Jesús para tratar de comprender la causa de su muerte, es decir, la pasión por el reino. Todo ello nos concierne personal y comunitariamente.
Es el testimonio de Juan que entró, “vio y creyó”; le sobran todas las palabras y cree. María Magdalena y Pedro, “llegan corriendo” y, tras unos momentos de asombro, de aturdimiento, experimentan el despertar de una nueva vida para el mundo. Se dan cuenta de que la muerte, la losa quitada del sepulcro, ha sido transformada en vida, las vendas y el sudario enrollado en un sitio aparte. Se ilumina una certeza y se experimenta una Presencia: Cristo ha resucitado.
Al igual que Juan, a quien Jesús quiere, nosotros/as también contemplamos la escena y experimentamos, sin exigir “pruebas” o “argumentos” racionales, intelectuales, una mirada nueva que trasciende el tiempo, el espacio, la lógica de la mente, algo nuevo que acontece en el corazón humano, allí donde reside y se expresa el amor.
La Pascua nos remite a ser levadura nueva que hace fermentar toda la masa. Es un cambio de perspectiva. Se vislumbra un horizonte inesperado. Los símbolos de la luz, el fuego, el agua, quieren significar aquello que es imprescindible para la vida. Por eso recordamos nuestro bautismo; no es algo estático, una foto del pasado que ocurrió un día concreto, sino que la realidad significada de esa Vida divina en mí, he de hacerla presente y vivirla durante mi vida biológica, finita, temporal. No hay, pues, muerte sino vida. “La muerte está absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria”? (1 Cor 15,55). “Por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado… por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva. Porque, si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya”. (Rom 6, 4-5).
Jesús, como ser humano, alcanzó la plenitud de Vida del mismo Dios. Supo morir a su condición terrenal, a su egoísmo, al poder, a la opresión y se entregó por entero a los demás, llegando a la plena humanidad como hombre mortal. Manifestó que esa era la meta de todo ser humano, el único camino para hacer presente lo divino de Dios en él. Esa consciencia fue posible al haber experimentado a Dios como Don. La Vida definitiva, la vida eterna es la de Dios.
Lo divino no es asunto de la razón, solo puede ser objeto de fe. Se trata de una experiencia interior a la que no puede llegarse por razonamientos o demostraciones. La resurrección nos habla de una fe que se vive en medio del camino, que no rehúye la cruz, el sufrimiento, el sinsentido. Dicho de otro modo, “El verdugo no triunfó sobre la víctima” (Jon Sobrino). Jesús sabe lo que se le viene encima, pero en fidelidad y coherencia radical a su Padre, lo acoge, lo abraza y se abandona en manos de su Abbá. Sólo amando como él nos amó, podemos hacer nuestra la Vida de Dios que es Amor.
Hagamos nuestra la resurrección de cada día…
Si descubrimos signos de compasión, sensibilidad y esperanza en medio de un mundo desgarrado por el dolor, el sufrimiento y el sinsentido.
Si sabemos renacer cada día, re-animarnos y morir a nuestro ego, a nuestro individualismo, al mercantilismo imperante.
Si construimos un mundo más habitable a nuestro alrededor, convencidos de que las guerras, el odio, la venganza y la maldad no pueden triunfar jamás.
Cuando ponemos nuestra gota en el océano, nuestros recursos (aun limitados) a disposición de quienes lo han perdido todo en desastres naturales, en guerras genocidas, o circunstancias concretas: incendios, pérdida de trabajo, salud…
Cuando “nos mojamos” y nuestro compromiso se dirige y beneficia a hermanos y hermanas nuestras, más allá de lazos familiares, fronteras y divisiones de cualquier tipo.
Cuando damos testimonio y somos mediadores del evangelio de Jesús en nuestro entorno y en la comunidad de una iglesia sinodal.
Si somos capaces de enterrar la semilla, es decir, ir más allá de lo que sabemos y pensamos, tener la sabiduría de esperar y confiar en que se desarrollará la potencialidad de mi ser.
Si nos hemos dejado cautivar por el testimonio de otros/as cristianos/as, creyentes o no, que nos han dado ejemplo y han guiado nuestra existencia.
Si creemos en el Dios de la vida, en una humanidad más justa y en paz junto con quienes compartimos la pasión por el Reino, por la tierra que amamos, por el universo que nos acoge en su grandeza y vulnerabilidad.
Cuando confiamos, aun con dudas y paso a paso, en que la muerte no tiene la última palabra, sino la Vida definitiva que el buen Dios soñó para cada uno/a de nosotros/as.
Cuando me abrazo a mí mismo/a confiando en el plan de Dios que ha trazado desde el principio para mí, aun en los momentos de oscuridad, temor o desesperanza, pues sólo Él abraza mi vida llevándola a su plenitud.
Hoy, canto de gozo en esta nueva Pascua, al percibir que todo mi ser fluye en Él, en la misma vida de Dios, Amor Trinidad.
¡Feliz Pascua! ¡Shalom!
Mª Luisa Paret
Fuente Fe Adulta
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