¿Quién soy yo?
Mt 17, 1-9
«Y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz»
Es probable que el relato de la Transfiguración sea la forma que elige el evangelista para recordarnos que ése que está a punto de subir a Jerusalén, que va a ser prendido por las autoridades, escarnecido y crucificado, es “el Hijo, el amado, el predilecto”, y que, aunque parezca lo contrario, Dios estaba con él, y no con los sacerdotes que aparentemente logran vencerle; que es a él a quien hay que escucharle.
También hay quien afirma que en la Transfiguración se manifiesta la auténtica realidad de Jesús, y por consiguiente nuestra auténtica realidad libres de las ataduras de este mundo material. Y esta última interpretación nos plantea una pregunta crucial para nosotros: ¿Quiénes somos?…
Los seres humanos somos conscientes de nuestros actos, nuestros anhelos, deseos, ilusiones, frustraciones y esperanzas; de nuestros sentimientos, y emociones, de nuestros semejantes, de nuestro entorno y de muchas cosas más. Ahora bien, esa conciencia es lo más subjetivo que puede existir, y en ella no cabe el plural, no cabe el “nosotros”, y eso nos obliga a utilizar la primera persona del singular para reformular estas frases. En ese caso hubiésemos dicho que yo soy consciente de que yo existo, de que yo pienso, de que yo siento, de que yo anhelo, de que yo decido, de que yoactúo… Pero, ¿cuál es la índole de “ese yo” alrededor del cual gira todo mi ser?…
La primera consideración es que yo debe ser tratado siempre como sujeto, y no como objeto o predicado: yo pienso, yo siento, yo anhelo… No es correcto hablar de “mi yo”, porque yo no puedo poseerme a mí mismo. Tampoco es correcto decir que “tengo un yo”, pues la cosa es justamente al contrario: yo tengo un cuerpo, un cerebro, una conciencia y unas facultades que conforman mi ser. Esto hace que no sea fácil hablar con rigor “del yo”, y que sea habitual en los autores consultados caer en la trampa de convertirlo en objeto para poder reflexionar sobre él. En la medida de lo posible vamos a intentar no caer en ella, y para tratar de lograrlo, los próximos párrafos se van a redactar en la primera persona del singular y poniendo el énfasis en el sujeto.
Yo soy yo. Ya lo era cuando acababa de ser concebido y lo seguiré siendo aunque me corten un brazo o pierda la razón. Antes tenía dos brazos y después sólo uno, pero eso no cambia mi identidad; antes tenía consciencia y después no, pero eso tampoco la cambia. Cuando era un bebé todos a mi alrededor admitían mi identidad, e incluso después de la muerte seguiré siendo yo en la memoria de mi gente.
Hemos dicho que yo tengo un cuerpo y un cerebro, pero también tengo un conjunto de conocimientos que se va acrecentando con el paso del tiempo. Pero mis conocimientos no son yo, sino algo de mi posesión. Por mucho que cambien, yo seguiré siendo el mismo, y si pierdo la razón perderé todo mi conocimiento, pero seguiré siendo yo. El mismo razonamiento se puede aplicar al conjunto de mi experiencia. Antes acumulaba pocas experiencias y después muchas más: pero sigo siendo yo.
Y tras este repaso a mis pertenencias ya sé lo que “tengo”, pero sigo sin saber lo que “soy”. Sé que no soy mi cerebro, ni mi cuerpo, ni mi experiencia de la vida, ni mis conocimientos (porque mientras ellos cambian, yo sigo siendo el mismo). No sé hasta qué punto soy los valores arraigados en mí, o mis capacidades (como mi capacidad de amar o de sentir felicidad), mi personalidad, mi conciencia o el conjunto de todo ello… pero en definitiva no sé lo que soy.
Ahora bien, al menos tengo una pista, pues si considero la parte material de mi ser (la cosa extensa) como una simple posesión, tendré que admitir que yo estoy hecho de sustancia inmaterial. Los eleáticos, con Parménides a la cabeza, defienden que “somos lo que pensamos”, pero esta interpretación se nos antoja reduccionista, porque no explica otros atributos como la libertad o el amor. Por eso, y aunque quizás en la práctica signifique lo mismo, prefiero considerarme de naturaleza espiritual; entendiendo el término espiritual como lo opuesto a lo material.
Los racionalistas del Barroco ponen en duda la existencia de toda realidad ajena a nuestra mente (estamos encerrados en nuestro mundo mental). A mí no se me ocurre negar la realidad de mi cuerpo ni del mundo exterior, porque me parece razonable que existan —porque mis vivencias son tan vívidas, complejas y coherentes, que resulta muy difícil sustraerse a ello—, pero me permito cuestionar si mi cuerpo forma parte de mi esencia o es una simple posesión que me permite vivir en este mundo material; es decir, si mi esencia no es puramente espiritual.
Esta concepción del yo coincide básicamente con el alma inmortal cristiana puesta por Dios en cada uno de nosotros. El cuerpo muere y el alma le sobrevive para toda la eternidad. Pero si estamos destinados a gozar de más vida tras la muerte, lo lógico es pensar que sobreviviremos íntegros, sin mutilaciones, aunque dejemos en esta orilla aquellas posesiones que no necesitamos en la “otra vida”.
Desde una óptica teológica y según la concepción de ser humano que acabamos de exponer, es posible que la forma más coherente de concebirnos sea como el soplo de Dios del que habla el cronista del Génesis. El cronista afirma que en nosotros “sopla” el viento de Dios, pero según esta concepción, sería oportuno interpretarlo como que “somos” soplo de Dios; que la arcilla es una simple morada transitoria que en ningún caso forma parte de nosotros.
Yo soy soplo de Dios, espíritu de Dios, con todo lo que ello implica; amor, compasión, tolerancia, libertad… en busca de felicidad. Lo demás son unas pertenencias que perderé cuando ya no las necesite.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo sobre este evangelio, pinche aquí
Fuente Fe Adulta
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