Agradezco a Agustín Gil este libro tan clarividente y necesario para hoy. Corren tiempos difíciles y decisivos para la humanidad y la entera comunidad de los vivientes. El negacionismo y el dogmatismo –dos trastornos solo aparentemente opuestos– son el síntoma de un malestar civilizacional planetario.
Nunca nuestra especie Sapiens ha sabido tanto, pero nunca se ha sentido tan insegura. Nunca tuvimos tanto conocimiento sobre tantas cosas, pero nunca nos sentimos tan amenazados a nivel personal, social, internacional. Nunca dispusimos de tanta información instantánea y global, pero nunca la desinformación fue tan grave y universal. Nunca las ciencias estuvieron tan desarrolladas, pero nunca crearon armas tan mortíferas, ni fueron tan utilizadas por los grandes poderes asesinos. Nunca poseímos tantos medios para vivir todos holgadamente, pero nunca vivimos tan acelerados y asfixiados, tan carentes de tiempo para respirar, espirar, inspirarnos. Nunca el nombre Sapiens fue más discutible. Nunca, desde el corazón de la Tierra y de los pobres, escuchamos tan aguda y grave la Voz de la Vida: “Ante ti están la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y viviréis tú y tus descendientes” (libro bíblico Deuteronomio 30,19).
Más que nunca necesitamos no solo conocimiento científico, sino sabiduría vital, inteligencia integral, racionalidad múltiple, consciencia profunda, para saber vivir, para ser felices siendo buenos y a la inversa, para ser libres y hermanos, para poder querer y elegir nuestro ser verdadero, nuestro verdadero bien inseparable del Bien Común de la humanidad y de todos los vivientes. No existe otra verdadera libertad.
Los caminos del conocimiento, de la sabiduría, de la libertad de ser nuestro ser verdadero, son numerosos. El conocimiento y la sabiduría son multidimensionales, siempre lo han sido. Sabían los chamanes del Paleolítico. Saben los mitos antiguos, saben los poetas, los artistas, los enamorados. Saben los activistas no violentos de justicia y de la paz. Saben también los místicos espirituales, sean o no seguidores de alguna religión. Saben, y mucho, los textos sapienciales de las grandes tradiciones, religiosas o no. Saben, por supuesto, los científicos. Y todos ellos saben que no saben: “docta ignorancia”.
Todo esto lo sabe mejor que nadie Agustín Gil, catedrático de Física, especializado en Física teórica y Mecánica cuántica, miembro activo y reflexivo de las comunidades cristianas populares de base en el País Vasco, ecofeminista comprometido contra todos los imperios, codirector de la revista (ya cerrada) Herria 2000 Eliza, caminante y buscador espiritual, crítico de las instituciones religiosas y eclesiásticas, seguidor a la postre de la Buena Noticia y de la vida liberadora de Jesús de Nazaret, de la libertad y de la compasión que enseñó y practicó.
Esta obra es la síntesis y el fruto maduro de sus conocimientos científicos, de su reflexión filosófica, de su sensibilidad humana, de su teología crítica, de su compromiso ético: Ciencia y filosofía para el siglo XXI. Diálogo interdisciplinar para un nuevo humanismo (Ed. Círculo Rojo, 2023). El título contiene, como intencionadamente escogidos, todos los términos que definen un programa de conocimiento concertado e integral: ciencia, filosofía, siglo XXI, diálogo, interdisciplinar, nuevo humanismo. El co-nocimiento es por definición, al igual que el lenguaje, un hecho social, trans-individual, plural, dialogal. Así, solo así, se convierte en camino de co-nacimiento.
El conocimiento es también por definición interdisciplinar, fruto de miradas, métodos, perspectivas diversas, todas ellas relacionadas. Las perspectivas y los métodos son necesariamente distintos, pero no contradictorios, en la medida en que cada aproximación a la realidad –científica, ética, poética, simbólica, filosófica, teológica, simbólica en general…– se atiene con rigor a su enfoque y método de análisis propio. Y ninguna disciplina puede pretender llegar al único conocimiento verdadero, ni siquiera más verdadero que otro.
Por supuesto, el conocimiento científico de la realidad –hecho de observación atenta, medición matemática exacta y verificación empírica– no es el único verdadero, ni aquello que las ciencias matematizan y verifican constituye la única realidad verdadera. Pero tampoco los dogmas del Credo y sus explicaciones teológicas expresan “verdades” reveladas de lo alto por “Dios”; son expresiones históricas contingentes, formulaciones culturales y relativas, de experiencias humanas profundas (“religiosas”); todos los dogmas y teologías son constructos humanos simbólicos, al igual que los enunciados científicos son constructos humanos empírico-matemáticos. Ahora bien, los datos científicos –aun siendo siempre parciales y provisionales– constituyen hoy el criterio común mínimo de la “verdad” y de la “realidad”. De modo que ninguna afirmación, incluida la teológica, podrá ser considerada como “verdadera” si está en contradicción o es incoherente con los datos establecidos por la ciencia.
Desde la instauración del paradigma científico moderno a partir de Galileo, la coherencia con las ciencias es uno de los retos fundamentales para todo el lenguaje religioso y teológico. La incoherencia con el paradigma científico y cultural general es, justamente, el factor principal de la crisis actual irreversible del andamiaje imaginario, conceptual e institucional de las religiones tradicionales, incluido el cristianismo.
Por eso terminaré apuntando, a modo de ejemplos y como simples conjeturas, algunos de los retos, interrogantes y exigencias mayores que las ciencias –cosmología, física nuclear, biología, biotecnología, neurociencias, inteligencia artificial…– plantean hoy a la teología cristiana:
Una especie humana inacabada, desplazada del centro. Toda la teología cristiana –sobre Dios, creación, Jesús, pecado, salvación, vida después de la muerte…– sigue teniendo una base enteramente antropomórfica y antropocéntrica. Toda ella, tomada en su literalidad, resulta incomprensible y se derrumba entera con la nueva visión científica del ser humano. No somos el centro ni el culmen del universo ni de la Tierra. Somos miembros de la gran comunidad de los vivientes. Somos, como todos los seres, emergencia de la misma evolución física y biológica, planetaria y cósmica. Como todos los seres, somos formas irreductibles y únicas, pero no “superiores” a nada. Somos formas inacabadas al igual que toda la evolución. También nuestra conciencia y libertad –siempre condicionada– son inacabadas, se hallan en creación evolutiva. Y estamos llegando a poseer el poder tecnológico para crear cerebros y seres orgánicos o cibernéticos más capaces que este Homo Sapiens que somos hoy. Nos enfrentamos a formidables retos ecológicos, éticos, políticos, teológicos. Como nunca hasta hoy.
Un cosmos autocreativo, evolutivo, interrelacionado, sin centro. Formamos parte de un universo (tal vez multiverso) sin medida espacial ni temporal. Un universo “infinito” al menos en el sentido físico. Un universo holístico, que constituye un todo único dinámico y evolutivo, en el que cada parte es un todo formado a su vez de partes. Un universo sustentado por una “materia” –mater, matriz–, con o sin masa, que está dotada de un dinamismo, potencialidad o “energía” originaria de la que provienen todas las formas que forman el universo. Un universo, por tanto, que no necesita de ningún “Dios” creador a partir de la nada. La nada no existe. Si no contamos con que algún “Dios” interviene desde fuera, “milagrosamente”, en el proceso auto-creador evolutivo del mundo, ¿por qué habríamos de recurrir a una intervención primera milagrosa para crear el mundo de la nada? ¿No sería filosófica y teológicamente legítimo pensar en una materia originaria increada y eterna que da origen al universo? Depende de lo que entendamos por “Dios”…
Una “vida después de la muerte” en la plenitud “divina o en la información cósmica o en la memoria universal. Salta a la vista que hablo en términos metafóricos, no estrictamente científicos. La materia originaria de la que todo procede no se crea ni se destruye, sino que se transforma desde siempre hasta siempre. Se transforma de acuerdo a una disposición, estructura, “lógica” o “código” interno abierto, creativo y en consecuencia impredecible de acuerdo, se podría decir, a una “información” que la orienta creativamente. De la materia auto-creadora nació la vida en su inagotable profusión de formas. La muerte conlleva, concretamente, la disolución del “yo” individual y de su consciencia particular, que es a su vez una forma en constante transformación. Y cabe preguntarse: ¿la muerte-transformación del “yo” individual no podría ser considerada como “paso” (pascua) a otra forma de supervivencia en la información cósmica, en la memoria universal, en la plena, infinita, Conciencia “divina”?
Un Jesús hombre profético inacabado, icono y símbolo del Reino de Dios. ¿Cabe pensar que Jesús sea la encarnación única, milagrosa y acabada del “Hijo de Dios” eterno en un punto del espacio y del tiempo sin medida, en una especie particular, en un planeta concreto, en una cultura determinada, en un hombre perfecto? La coherencia con la cosmovisión científica nos urge a otra cristología. Una cristología que deje atrás los dogmas tradicionales o los relea en otro registro simbólico. Una cristología que conciba a Jesús como un profeta que, por su mensaje y su vida contingente y buena, por su libertad y solidaridad liberadora inacabada, puede ser confesado –por parte de quien así lo mire, sea cristiano o no lo sea– anticipo, icono o símbolo inspirador del “Reino de Dios”, de la liberación universal plena, presente y futura a la vez.
Un “Dios” transteísta. No podemos seguir manteniendo la imagen “teísta” de Dios, si se entiende por “teísmo” la afirmación de un Dios “sujeto personal”, anterior y exterior al mundo, omnipotente, que creó el mundo de la nada e interviene en él cuando quiere. Dios no explica nada. No es Nada de lo que representan las imágenes y significan las palabras. Solo podemos evocarlo en metáforas. Es el puro Ser sin forma, que no existe sino en los seres, en las formas. El Fondo fontal, el Aliento creador que late en todos los seres. No se trata de “creer” en Dios, sino de crearlo, encarnarlo, darle forma en la belleza, el respiro, la bondad.
¿De qué sirve la creencia y de qué sirve la ciencia, si no nos acercan a la gnosis, la iluminación, la liberación, el renacimiento a nuestro ser verdadero, a nuestra hermandad profunda con todo lo que vive y es?
Aizarna, 25 de octubre de 2022
José Arregi, EPILOGO a Ciencia y filosofía para el siglo XXI. Diálogo interdisciplinar para un nuevo humanismo (Ed. Círculo Rojo, 2023, pp. 355-360)
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