Les enseñaba con autoridad.
DOMINGO 4º T.O. (B)
Mc 1, 21b-28
El comienzo de la predicación de Jesús coincide con las primeras curaciones y la invitación a la conversión en forma de alternativa: ahora o nunca. Dios o las riquezas, los “egos”, las dependencias en esta sociedad mercantilista, consumista, globalizada… La conversión que pide Jesús viene exigida por el Reino, que es inminente, inaplazable. Consiste en el cambio de la persona en su ser más radical, más esencial, lo que equivale a una transformación personal y, también, social.
Naturalmente, Jesús invita a la conversión de todo el mundo. Dos aspectos principales a tener en cuenta a quien acepta su propuesta: el desasimiento o desprendimiento, que consiste en relativizar el dinero o las riquezas poniéndolas al servicio común, y el seguimiento, que implica cooperar activamente en la llegada del Reino de acuerdo con la normatividad o la enseñanza de Jesús, vivir como él vivió.
Por tanto, pueden y deben convertirse ricos y pobres. Los primeros, empresas multinacionales, gobiernos, se convierten cuando se reconocen propietarios injustos de los dineros, malgastan, dilapidan los fondos públicos en función de sus intereses, endeudan a los ciudadanos sin importar las consecuencias futuras, obtienen cuantiosos beneficios con el dinero de todos, jubilaciones de escándalo… la lista es interminable. Mientras no haya una real y verdadera socialización evangélica y una praxis de servicio no se implanta el Reino. Por el contrario, se instaura la desigualdad, la soberbia, la arbitrariedad, el partidismo, la degradación de la naturaleza. Por eso, los modos concretos de realizar el Reino son políticos, están en las manos honestas y responsables de los hombres y mujeres que formamos la sociedad. Estos “primeros” deberían dar ejemplo de transparencia, autocrítica, veracidad, austeridad, coherencia y ética; sin embargo, no están haciendo nada para frenar esta crisis que han ayudado a crear.
En cuanto a los pobres, oprimidos, explotados, ignorantes, enfermos, marginados, la conversión exige tener fe-confianza y esperanza en el Reino que llega como tarea de todos y don para todos. Su situación no debería ser última, desesperada o irremediable. No se trata de dar un vuelco a la sociedad (como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia para acabar aún peor), sino practicar la justicia (eliminación de las élites sociales injustas), la generosidad, la igualdad, la ética, la verdad, para que todos seamos hermanos/as e hijos/as de un mismo Abbá Dios, el de Jesús.
Las primeras comunidades cristianas recordaban y admiraban a Jesús como aquel que “hacía y enseñaba” (Hch 1,1). Él hablaba con autoridad, desde su experiencia interior, no de oídas; despierta la confianza no el miedo, proclama el amor a Abbá Dios no el sometimiento a la ley que ignora al ser humano; su venida acrecienta la libertad no la servidumbre y, sobre todo, suscita el perdón no el rencor o la venganza siempre presente. Anuncia con libertad y valentía un Dios Bueno, Abbá, que reconstruye a la persona con compasión y misericordia una y otra vez.
Es la doble actividad que nos muestra hoy el texto del Evangelio. El asombro de la gente al observar que Jesús “enseñaba con autoridad” se refiere, no sólo al hecho de enseñar, sino que al mismo tiempo actuaba en consonancia con la buena noticia de liberación que anunciaba. Su coherencia entre lo que decía y hacía saltaba a la vista. Era una palabra avalada por los hechos y comprendida por todos. Su palabra bastaba para eliminar la desdicha de los hombres y mujeres que le seguían. Con una palabra aniquiló a aquel espíritu inmundo representante de todas las fuerzas del mal que alienan y esclavizan a las personas, que se oponen al plan de Dios. Ante la fuerza de su palabra no es extraño que dejara asombrados a quienes se encontraban con él: “¿Qué es esto?”
Demos un breve repaso a la sociedad en que nos movemos hoy, al mundo que nos rodea. ¿Qué palabras de autoridad resuenan en nuestros oídos? ¿Las reconocemos como normativas o del estilo de Jesús? ¿Qué repercusiones tienen en nuestra existencia? ¿Cambia en algo nuestra vida cotidiana, nos transforman, nos liberan de actitudes contrarias al plan que Dios soñó para todos y cada uno de los seres humanos? ¿Cuántas creencias, conceptos, imágenes, normas, culpabilidades… a lo largo de los siglos, han ido cargando los poderosos, las religiones e incluso nosotros mismos sobre las personas como una pesada losa inamovible (Mt 11,28-30), sin buscar por encima de todo el bien de éstas?
Esos “egos” son los demonios que nos impiden darnos cuenta de la Luz y la Vida escondida que habita en cada ser humano. Despertar en nosotros un “yo” fiel, que sea capaz de expulsar las trampas de esos espíritus inmundos que nos amenazan. Un “yo” que recibe la Luz y la fuerza del Cristo interno oculto en el Fondo originario de todo ser humano. Una ardua tarea que nos ocupará toda la vida.
También la Iglesia debe cuestionarse si ha contribuido a lo largo de su historia o sigue manteniendo cualquier tipo de servidumbre, discriminación u opresión que impide a la persona ser ella misma, alcanzar la plena humanidad. De hecho, el rechazo que tuvo Jesús con las autoridades religiosas de su tiempo, los problemas que tuvieron y tienen los/as místicos/as y los/as profetas de cualquier época con los dirigentes remiten al mismo planteamiento.
También nosotros como personas, como comunidad, como Iglesia, podemos hacer mal uso de la autoridad, creernos superiores o mirar por nuestros intereses, incluso bajo el pretexto de hacer la voluntad de Dios o buscar el bien de los demás. ¿No va siendo hora de que todos, unos y otra, la Iglesia, como denuncia Francisco insistentemente, abandone el clericalismo, el patriarcado, la inequidad, las normas del Derecho Canónico (en el polo opuesto del evangelio), y todo el Pueblo de Dios podamos desplegar la autoridad verdadera que Dios nos concede, de la que nos habla hoy el evangelio, la única que viene de Dios?
¡Shalom!
Mª Luisa Paret García
Fuente Fe Adulta
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