Éste es el Cordero de Dios.
El Cordero
Oh Corderillo, ¿quién te ha hecho?
¿Aún no sabes quién te ha hecho?
Te ha dado vida y alimento
junto al arrollo y sobre el prado;
te ha dado ropas deliciosas,
suavísima lana brillante;
y te ha dado una voz tan tierna
que el valle todo se alboroza.
Oh Corderillo, ¿quién te ha hecho?
¿Aún no sabes quién te ha hecho?
Oh Cordero, yo he de decirlo,
Oh Cordero, yo he de decirlo:
se llama por tu mismo nombre,
pues que Cordero a sí se llama:
es apacible y bondadoso,
de un niño tuvo la apariencia:
a nosotros, niño y cordero,
por su nombre nos llaman todos.
Cordero que Dios te bendiga.
Cordero que Dios te bendiga.
*
William Blake
The Lamb
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Hambre de ti
«Amor de Ti nos quema,
blanco Cuerpo».
Unamuno
Hambre de Ti nos quema, Muerto vivo,
Cordero degollado en pie de Pascua.
Sin alas y sin áloes testigos,
somos llamados a palpar tus llagas.
En todos los recodos del camino
nos sobrarán Tus pies para besarlas.
Tantos sepulcros por doquier, vacíos
de compasión, sellados de amenazas.
Callados, a su entrada, los amigos,
con miedo del poder o de la nada.
Pero nos quema aun tu hambre, Cristo,
y en Ti podremos encender el alba.
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Pedro Casaldáliga
El Tiempo y la espera.
Editorial Sal Terrae, Santander 1986
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En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice:
-“Éste es el Cordero de Dios.”
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
–“¿Qué buscáis?”
Ellos le contestaron:
-“Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”
Él les dijo:
-“Venid y lo veréis.“
Entonces fueron, y vivieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
-“Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).”
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
–“Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro).”
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Juan 1,35-42
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Señor Jesús, te miro, y mis ojos están fijos en tus ojos. Tus ojos penetran el misterio eterno de lo divino y ven la gloria de Dios. Y son los mismos ojos que vieron Simón, Andrés, Natanael y Leví […]. Tus ojos, Señor, ven con una sola mirada el inagotable amor de Dios y la angustia, aparentemente sin fin, de los que han perdido la fe en este amor y son «como ovejas sin pastor».
Cuando miro en tus ojos me espantan, porque penetran como lenguas de fuego en lo más íntimo de mi ser, aunque también me consuelan, porque esas llamas son purificadoras y sanadoras. Tus ojos son muy severos, pero también muy amorosos; desenmascaran, pero protegen; penetran, pero acarician; son muy profundos, pero también muy íntimos; muy distantes, pero también invitadores.
Me voy dando cuenta poco a poco de que, más que «ver», deseo «ser visto»: ser visto por ti. Deseo permanecer solícito bajo tu morada y crecer fuerte y suave a tu vista. Señor, hazme ver lo que tú ves -el amor de Dios y el sufrimiento de la gente-, a fin de que mis ojos se vuelvan cada vez más como los tuyos, ojos que puedan sanar los corazones heridos.
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H. J. M. Nouwen,
In cammino verso l’alba di un giorno nuovo,
Brescia 1997, pp. 88ss.
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