8.12.23 Inmaculada: Dogma de libertad personal y liberación social (con Visi)
La Inmaculada Concepción, de Diego Velazquez.
Del blog de Xabier Pikaza:
Ha sido un dogma importante para la piedad católica a partir del siglo XVII, definido de un modo oficial el 1854.
Es un dogma pro-sexual, centrado en la concepción de María, por unión carnal de sus padres (según tradición: Ana y Joaquín). Es dogma pro.feminista, pues Mt 1, 18-25 Lc 1, 26-38 (evangelio el día) insisten en la autonomía personal de María, que no es sierva/esclava de un varón a quien debe someterse, sino mujer independiente ante Dios y ante la vida (es decir), ante los hombres.
Es un dogma que actualmente no dice lo que quiere decir a no ser que se reformule en perspectiva bíblica y actual
| Xabier Pikaza
Preámbulo con Visi Amundarain: María no le pedía permiso a su marido
Un día, hacia el año 1995, vino a verme Visi Amundarain, gran mujer y amiga, sobrina “carnal” de Antonio Amundarain (1885-1954), fundador de las Aliadas de Jesús y María, a quien estaban por entonces incoando el proceso de beatificación. Venía enfadada con el modo de incoar el proceso y con las preguntas que le habían hecho. Venía también con deseo de comentar un trabajo sobre María mujer-libre, que yo había escrito para el Diccionario de Mariología.
El padre de Visi era hermano del pro-beato, y vivía en el caserío familiar de Elduayen, con su mujer y sus hijos (entre ellos nuestra Visi). Cuando tenía algún problema o necesidad, el tío cura venía al caserío familiar, pidiendo ayuda a su hermano, y haciéndose dueño de la casa… Y por si fuera poco llevaba después a su cuñada a la casa parroquial (durante tres o cuatro semanas), para que resolviera todos los problemas y trabajos que por entonces (entre el 1920-1940) solía haber en las casas de los curas, mientras su hermano (el padre de Visi) quedaba sólo en el basherri o caserío con muchos hijos y mucha labor, de limpieza, comida, labranza y pastoreo.
Estas y otras cosas me contaba Visi, añadiendo que había dicho a los del proceso de beatificación que su tío era santo, pero antxiñeko, de los de antes, de esos que hoy no se pueden beatificar… Y me decía después:
Tu dices en el diccionario que la Virgen María era una mujer autónoma, que no estaba sometida a su marido, ni a sus parientes curas, mientras que mi madre (la de Visi) tenía que someterse a su cuñado cura por el amor que tenía a su marido. Por eso, me seguía diciendo, mi amá (=madre) nos enseñó a todos sus hijos a ser independientes… Por eso, añadía, yo no me hice de las aliadas de mi tío, sino de la misioneras seculares de Rufino Aldabalde (Quizá por eso mismo mi madre, que andaba en la órbita de las aliadas tampoco se hizo aliada).
Aquellas conversaciones con Visi (q.e.p.d.), sobrina del beato cura, me han ayudado mucho a pensar y crecer como cristiano
Inmaculada, Un dogma católico, definido por el Papa
El dogma de la Inmaculada es de tipo antropológico y pascual y sólo ha podido expresarse a lo largo de una historia compleja de la iglesia. Es un dogma que tal como fue definido por el Papa Pio IX el año 1854 no puede ser admitido ni por los cristianos ortodoxos ni por los protestantes (aunque puedan admitir su contenido profundo)
Por otra parte, los temas eugenesia, con todo lo que implican sobre la posible manipulación del origen humano (fecundación partenogenética e implantación in vitro, clonación y gestación extrauterina…), han cambiado de forma radical las formas anteriores de relacionar sexo, generación vida humana. La iglesia sabe que sigue habiendo un tipo de «pecado original», un poder histórico del mal que nos precede y amenaza, vinculado a nuestra violencia y a las estructuras sociales de muerte que dominan sobre el mundo, pero no al sexo en sentido estrecho. En ese contexto de pecado, en apertura a la gracia del amor y de la vida se sitúa nuestro dogma
Un dogma abierto al diálogo
Este es un dogma sobre la concepción, es decir, sobre el surgimiento humano de María. Se trata, por principio, de una concepción normal, dentro de la historia israelita (y universal). A partir del Proto-evangelio de Santiago, la tradición litúrgica cristiana ha dado un nombre a los padres de María: Ana y Joaquín. Ellos se unieron un día al modo acostumbrado y concibieron a una hija, a la que llamaron María.
Pues bien, en contra de tendencias normales de una piedad y teología obsesionadas por el pecado del origen (engendramiento) humana, el Papa afirmó que la concepción de María (realizada, de un modo sexual y personal, por la unión de varón y mujer) estuvo libre de todo pecado o, mejor dicho, fue un acto de purísima gracia. Al decir eso, la iglesia realizó una opción antropológica de grandes consecuencias, que aún no ha sido suficientemente valorada, superando una visión negativa del surgimiento humano, que se solía unir con el pecado.
Este dogma tiene un carácter pro-sexual.
La cohabitación fecunda de Joaquín y Ana queda integrada en la providencia de Dios, es un gesto de gracia. La misma carne, espacio y momento de encuentro humano del que surge un niño (María) aparece así como ‘santa’, es decir, como revelación de Dios. Este dogma tiene un carácter genético y natal: el origen del hombre, con todo lo que implica de fecundación y cuidado de la vida que se gesta, viene a presentarse como revelación de Dios. En este contexto, la santidad está vinculada a la misma vinculación genética de los padres (a su amor total) y, de un modo especial, al surgimiento personal del niño (en este caso de la niña) que nace por cuidado y presencia especial de Dios.
Este «dogma» es inclusivo, no excluyente: lo que se dice de María puede y debe afirmarse de cualquier vida que nace. Toda historia humana es sagrada, presencia de Dios (es inmaculada, por utilizar el lenguaje del dogma), pero no por algún tipo de racionalidad abstracta, sino «en atención de los méritos de Cristo». Cada vida que nace es, según eso, una revelación del misterio mesiánico, abierto a la promesa de la Vida que es Dios.
Un dogma es anti-helenista (antiespiritualista)
pues va contra aquellos que, en línea de espiritualismo o gnosis, suponen que «el mayor pecado del hombre es haber nacido» (Calderón de la Barca) en un mundo dominado por la culpa, condenado a muerte. Este dogma ha sido y sigue siendo causa de gran consuelo para muchísimos cristianos, que asumen como propio este misterio del origen de María: lo que en ella ha sucedido no se puede interpretar de una manera aislada, como simple excepción, sino que es garantía del valor más hondo de la fecundidad humana, en clave familiar, social, cultural. Desde ese fondo, sólo podemos hablar de Inmaculada Concepción si hablamos de Inmaculado nacimiento e Inmaculada educación, pues ambas cosas van incluidas en el surgimiento personal humano.
María es Inmaculada de manera personal, acogiendo la vida y cariño, la presencia y palabra que le ofrece los padres, y es Inmaculada de manera activa, respondiendo de forma personal al don de la vida que le ofrecen otros. De esta forma, la Inmaculada Concepción es signo de providencia histórica de Dios, que se expresa a través de los padres de María, a quienes la tradición ha concebido como plenitud de la historia israelita, y como signo de providencia personal de María, que a lo largo de su vida ha respondido a la gracia de su nacimiento.
ANEJO: Pikaza, Libertad en Diccionario de Mariología, Paulinas, Madrid 1988, 1062-1084, reproducción parcial)
María creyente: libertad desde Dios
Dios se desvela ante María como palabra, por medio del Espíritu Santo. No es necesidad cósmica, ni es imposición biológica, ni siquiera es el destino de la vida. Dios es la palabra que saluda, le invita a responder en libertad y, al mismo tiempo, le sosiega; es la palabra que promete, explica y pide colaboración (/Lc/01/28-36); por eso habla sin imponerse, ilumina sin deslumbrar, actúa sin doblegar la voluntad del que le acoge. En el fondo, podemos definir a Dios como aquel principio personal de vida (Padre) que nos capacita para decidirnos y realizarnos como libres. En el fondo, lo que llamamos Dios es la experiencia radical de nuestra propia libertad potenciada, habitada, por el amor, en relación con los demás.
Dios actúa en el hombre como Espíritu, no como un poder o destino biológico que pueda situarse en el nivel de los agentes materiales o aun humanos que determina la concepción y gravidez de una mujer. Precisamente como Espíritu, vida creadora influye Dios y actúa por medio de María (Lc 1,35; Mt 1,18-21). Pues bien, como Pablo ha descubierto, “allí donde está el Espíritu del Señor está la libertad” (/2Co/03/17): Dios actúa liberando al hombre, Dios le capacita para realizarse libremente sin imposiciones exteriores de carácter opresor.
María es, desde esta perspectiva, la mujer que libremente acepta su condición de persona, la mujer que no está al servició de ningún varón, ni siquiera de unos hijos y que, sin embargo, precisamente por eso, porque es libre, puede dialogar con un varón, con otros seres humanos, poniéndose libremente al servicio de unos hijos… La mujer que puede decirle a Dios (y decirse a sí misma) que quiere y puede concebir (ser madre), pero en libertad, en comunicación de vida, siendo ella misma. Es mujer “empoderada” por Dios, en sí misma, no es sierva de nadie (en el sentido normal de ese término).
En esta perspectiva se sitúa la respuesta de María.
Cuando dice que ” sierva del Señor” no toma el término en sentido sociológico o jurídico; tampoco lo interpreta como signo de un sometimiento religioso, como causa de una destrucción o negación de su persona. Es todo lo contrario. María se dice sierva porque ha escuchado la palabra de la libertad, porque se ha descubierto fundamentada y potenciada por un Dios que la respeta en forma plena. Sólo por eso ella se entrega, en gesto de amor, en actitud de alianza. Porque sabe que Dios ha enriquecido gratuitamente su vida, ella le puede responder en actitud de gracia, ofreciéndole su vida.
Sierva, significa aquí servidora libre, “persona responsable”, capaz de responder, de compartir, de dialogar… En ese sentido, en todo el AT, “siervo” tiene el sentido de “ministro”, el que “realiza un ministerio”, sea “ministro del rey” (de un gobierno) o ministro de una Iglesia (papa, obispo…etc.). Aquel que tiene capacidad de actuar, de realizar una obra, de realizarse a sí mismo, en medio de un mundo complejo, como el que aparece, por ejemplo, en los poemas del 2º Isaías.
De esta forma cesa la dialéctica del amo y el esclavo. Ni Dios es amo que se impone por la fuerza, ni María esclava que no tiene más remedio que entregarse a sus caprichos o mandatos posesivos. Dios es amigo que la potencia y fundamenta con su misma palabra de respeto (con su Espíritu); y María viene a desvelarse al mismo tiempo como amiga que recibe todo lo que tiene, lo hace propio y propiamente (de manera libre) puede realizarlo. Precisamente por eso, porque nadie la obliga, ella afirma que se ofrece como sierva.
Diciéndose a sí misma, pronunciando su palabra más profunda, María permite que Dios actualice su Palabra a través de ella. Precisamente en esta transparencia, donde la voluntad de Dios se hace voluntad de María y el amor de María es presencia plena del amor de Dios, se encarna el Hijo Jesucristo. Sólo allí donde Dios ha hecho posible que María le responda de manera personal, profunda y libre puede explicitarse (o encarnarse) su misterio de amor sobre la tierra.
Nos hallamos en el centro de eso que pudiéramos llamar la paradoja del libre y el esclavo: sólo aquel que es libre puede decir humanamente “soy tu esclavo”, en actitud confiada, creadora, agradecida. María se pone totalmente en las manos de Dios como sierva, porque se descubre en Dios perfectamente libre; así realiza su obra más perfecta, es creadora de sí misma.Ésta es la vinculación del amor que se expresa en las palabras del Magnificat:
Porque ha mirado la pequeñez de su sierva…, ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Poderoso” (/Lc/01/48-49).
María se descubre así mirada, transformada, enriquecida, valorada y liberada por la gracia de unos ojos que no juzgan ni escudriñan ni condenan, sino que animan, dan vida, irradian amor, invitan a colaborar. Ella se sitúa precisamente en el extremo opuesto de eso que una fenomenología de la mirada ha creído descubrir en la presencia de unos ojos siempre vigilantes que destruyen la autonomía y libertad humanas (Sartre). María descubre su valor porque la miran y gozosamente exclama: “se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Lc 1,47).
Dios no domina ni posee. Precisamente porque es Dios y no un pequeño diosecillo, aprendiz de dictador, puede mirar sin opresión ni dictadura, expresando así su amor en María. Estos ojos de Dios son el misterio del amor que crea. Por eso, María ha respondido, sosteniendo la mirada: “ha hecho en mí cosas grandes aquel que es poderoso” (Lc 1,49). En esa línea, algunos padres de la Iglesia afirmaban que María había concebido (había sido portadora de vida) a través de la mirada, evidentemente, sin negar los otros planos de la vida en plenitud, de la vida como carne, en el sentido radical de Jn 1, 14: Dios se ha hecho carne humana por la carne-carne de María, en relación con José, su desposado, etc.
Dios hace las cosas con la mirada de su amor, haciéndose presente en María, y en su amor hacia José Por eso, cuando dice: “Dios ha hecho en mí cosas grandes”, ella confiesa: Dios me hace ser y yo soy por la acción de su mirada, en comunión de amor y palabra con José mi marido
Éste es, a mi juicio, el sentido más profundo del relato de la anunciación (Lc 1, 26-38). El Dios que de nada necesita, ha querido necesitar de María (con José) para realizar humanamente (divinamente) la encarnación de su Hijo. Por eso, si la terminología del amo y del esclavo nos valiera, Dios mismo se vuelve “esclavo de María”, llama a la puerta de su vida, espera su respuesta. Sin duda alguna, esta manera de hablar sobre Dios y María constituye un símbolo, pero no es un símbolo que pueda tomarse como secundario o reducirse luego al plano del lenguaje conceptual. Ésta es la expresión originaria del misterio.
María es libre ante Dios (y con Dios), siendo libre ante José con José (y con su hijo Jesús).No existe verdadera libertad en la relación entre los hombres si el hombre no es libre frente a Dios. En esa línea, experiencia de Dios, tal como viene a expresarse en el relato de la anunciación de María, es la experiencia de la suprema libertad.
He dicho libertad suprema y no infinita porque sólo Dios es infinito y absoluto, en el sentido de que vive desde el fondo de sí mismo. El hombre, en cambio, vive desde Dios, en el contexto de comunicación compartida, respetuosa. Pues bien, desde el fondo de esa dependencia (como sierva), María puede decir y ha dicho su palabra de suprema independencia y libertad, una palabra que Dios mismo necesita para encarnarse sobre el mundo y para realizar su obra salvadora. De esta forma se han unido libertad y gracia. María es la agraciada de Dios (cf Lc 1,28) y sólo como tal, gratuitamente, puede responder y realizarse como libre.
- María mujer: persona liberada
Una tradición de pecado ha convertido a la mujer es una sierva del varón: lo anhela y necesita como hembra que está siempre en situación de celo y en esa misma situación se siente dominada sexual y socialmente por el macho. La mujer es una sierva del hijo: lo gesta en inquietud, lo pare en sufrimiento, lo educa en temor, puesto que un día el hijo crece y termina dominando a su misma madre.
No ha hecho falta que la crisis feminista nos descubra que esta condición de la mujer es un pecado social, pecado de los hombres que someten a las mujeres. Pecado. Eso lo sabía ya biblia desde antiguo. Pero lo que nosotros, ordinariamente, no hemos sabido es que la misma biblia nos presenta un modelo de liberación de la mujer por medio de María. Desde el s. II d.C., partiendo de Ireneo de Lyon, los padres de la iglesia han destacado la antítesis que existe entre Eva, la mujer pecadora-sometida, y María, la mujer agraciada-liberada.
Quiero situarme en la línea de aquella antítesis, invirtiendo a partir del evangelio la doble situación de esclavitud de la mujer. María, la sierva del Señor, viene a descubrirse como libre ante el marido y libre de manera especial ante su hijo Jesucristo. El evangelio la presenta antes que nada como virgen, parthenos. Esta palabra incluye diferentes matices que han sido muchas veces discutidos y que ahora no podemos precisar. Aquí sólo queremos indicar su significado en relación con María, como mujer libre, dueña de sí misma. La virginidad es precisamente expresión de libertad personal, de autonomía, como ahora mostraremos.
En primer lugar, parthenos, virgen, es una mujer sexual y humanamente ya madura. No es niña que crece y que no tiene todavía la experiencia de vida y madurez del propio cuerpo; no es niña que juega y va aprendiendo, mientras deja que el curso de su vida lo decidan y lo fijen otros. Virgen es aquella mujer que ha madurado, descubriendo de forma experiencial la vida de su cuerpo (cf Gén 3,20) y sabiendo que ella misma es la que debe decidir sobre esa vida y realizarla.
En segundo lugar, parthenos es una mujer que actúa como dueña de sí misma. No se define simplemente como objeto de deseo para el macho, en la línea de Gén 3,16; tampoco se limita a desplegarse como vientre-pechos para el hijo conforme a la palabra popular de Lc 11, 27. Al presentarse como virgen, la mujer trasciende el plano de la vitalidad (cf Gén 3,20), entendida como relación con el marido y con los hijos; ella es más que una función reproductora, al servicio del deseo del varón y de la vida de su prole. La mujer empieza a ser ella misma, con un nombre propio, con una personalidad irrepetible, con su propia libertad personal. En esta perspectiva nos sitúa el término de virgen en Mt/01/23 y Lc/01/27.
Pero María es una virgen desposada (Lc 1,27), y esto añade un dato muy significativo al tema. No es la virgen miedosa, de ciertas neurosis, que se mantiene en soledad por miedo hacia un marido; no es tampoco la virgen egoísta, que prefiere hacer la vida a solas, sin tener que compartirla con otros; tampoco es la virgen dura de ciertas leyendas, que se mantiene independiente por despecho o por rechazo, para oprimir mejor a los varones; no es, finalmente, la virgen amazona, defensora violenta de su libertad, que combate a los varones opresores. Ella es virgen desposada, es decir, abierta al diálogo con un varón, llamado José, con quien proyecta compartir su vida.
Esto significa que María se ha situado en el camino de Israel: ha nacido a la libertad y como mujer libre se ha comprometido con un varón, en el camino mesiánico de las promesas patriarcales, ligadas precisamente al matrimonio y a la descendencia. Desde ese fondo han de entenderse los relatos de los evangelio (Mt 1 y Lc 1), que presentan con delicadeza y sobriedad, los elementos fundamentales de la libertad mesiánica de María, que puede ser y es madre mesiánica de Jesús porque es virgen desposada: porque es dueña de sí misma y se halla abierta hacia el misterio del amor que es el espacio de la vida.
Precisamente en ese espacio de unión de amor con José le habla Dios y ella le responde de manera afirmativa, “concibiendo por la fe al mismo Hijo de Dios”, como ha destacado sin cesar la tradición cristiana; ella ha concebido “por la palabra”, es decir, en plena libertad, como persona que escucha y que responde en nivel de totalidad personal y no sólo en un plano de ideas.
De esa manera, siendo virgen mesiánica, María viene a presentarse como en madre creyente del salvador de los hombres (cf. Mt 1,23; Lc 1,31-35).
María es virgen en todo este proceso, en un camino donde, de manera algo convencional, pueden distinguirse tres momentos. Es virgen desposada: porque es dueña de sí y se encuentra abierta al misterio de la vida, en plano israelita. Es virgen creyente (cf Lc 1,45): porque acepta la palabra de Dios y a partir de ella concibe a su hijo Jesucristo. Es, en fin, virgen cristiana: porque vive plenamente desde el Cristo que ha engendrado y sólo desde Cristo realiza (define) su existencia. En esta última perspectiva, ella se sigue presentando como persona liberada que supera la doble “esclavitud” que señalaba para la mujer el texto ya citado de Gén 3,16.
María no se define ya como mujer poseída por el deseo de un varón que la domina. El nivel fundamental de su deseo queda ya saciado desde el Dios que le dirige la palabra, con la fuerza del Espíritu (cf Lc 1,35). Ella tiene vida propia, tiene su misterio. Por eso puede quedar en silencio respetuoso ante el varón que no la entiende. De esta forma se invierten los papeles ordinarios de la historia. Normalmente es el varón el que domina y la mujer, de hallarse dominada, debe darle explicaciones.
María no tiene ya que dar explicaciones ni se debe justificar ante un marido desconfiado o celoso. Ella tiene su misterio (cf Lc 1,26-38) y lo mantiene. Ahora es el marido (en este caso el prometido) quien debe recorrer el camino de la fe respecto de su esposa: debe confiar en ella y aceptarla en ámbito de Espíritu, dentro de una línea superior de intervención de Dios y de dignidad femenina (cf Mt I,18-25).
La providencia evangélica ha querido que junto a la anunciación de María (Lc 1,26-38) se conserve la conversión esponsal del varón (cf Mt 1,18-25). José, el heredero de la promesa de David (cf Mt 1,20), debe superar el plano de los celos, el nivel de carne (cf Rom 1,3-4), para asumir el camino creyente de María. Sólo en ese nuevo espacio de la fe, que está plenificado por la fuerza del Espíritu (cf Mt 1,20), se unirán los dos en matrimonio virginal, al servicio de la vida mesiánica del Cristo que nace de María.
En este aspecto, la libertad virginal de María, a la que ya hemos aludido, resulta inseparable de la decisión y acompañamiento virginal (total, carnal y espiritual) de José, que recibe como don de Dios a la madre con el niño (cf Mt 1,24), recorriendo con ellos un camino de solidaridad libre y creyente. Es claro, según esto, que María ha dejado de ser la sierva ansiosa y dominada de un marido, como parecía exigir Gén 3,16.
Pero María tampoco se define ya como dominada por el dolor del hijo (o de los hijos), en contra del mismo Gén 3,16. Ciertamente, ese dolor existe, como ha resaltado Lc 2,34-35; pero se trata de un dolor liberador que ella asume libremente, como espacio de maduración, al servicio de los hombres. Algunas feministas con escasa sensibilidad para el símbolo cristiano han rechazado la figura de María porque dicen que ella es la mujer-madre sometida al hijo varón al que debe acabar adorando. En contra de eso, María no está sometida a un varón, ni siquiera a su hijo, sino que responde a Dios libremente, poniéndose en libertad al servicio del despliegue de la vida sobre el mundo.
Mujer israelita: promesa de libertad
María pertenece a un pueblo que se halla sensibilizado desde antiguo por el tema de la libertad: es descendiente de hebreos liberados que celebran su liberación en las fiestas anuales de la pascua. La iglesia, basada en el recuerdo del NT, la presenta como “hija de Sión” o encarnación del pueblo que sufre servidumbre y busca a Dios en un camino de fidelidad y de esperanza abierta hacia la plenitud escatológica. El tema ha sido planteado diferentes veces con gran profundidad. Aquí sólo queremos añadir un breve comentario, a partir de las palabras finales del Magnificat:
Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su misericordia, según lo prometido a nuestros padres, a Abrahán y descendencia para siempre (Lc/01/54-55).
Lo primero que destaca este pasaje es que María se ha identificado con su pueblo. No comienza su aventura de la nada, no parte de cero. Ella se siente vinculada con la historia de los pobres de Israel, que han padecido y caminado en esperanza. Por eso, ahora que llega hasta el final y ha descubierto la presencia liberadora de su Dios no se alegra sólo por ella misma. Se alegra por los mismos antepasados de su pueblo, que han llegado así al descanso.
Esta palabra de María se sitúa en la línea de la gran confesión escatológica de Jesús cuando presenta a Dios como un “Dios de vivos”, añadiendo que en él viven los antiguos patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob (cf Mc 12,26-27). Esto es lo que María ha destacado en las palabras de su canto: el sufrimiento de los viejos caminantes no fue en vano, su opresión no se ha olvidado; por eso, Dios se acuerda de ellos, les recibe conforme a su promesa. De esta forma, María, liberada de Dios, no se convierte en solitaria, se siente unida a la andadura de su pueblo y con el pueblo canta la grandeza del Dios liberador que mantiene su palabra y es fiel a sus promesas.
María es sierva, doule de Dios (Lc 1,48) al incluirse en el camino de Israel, el siervo, país. En ella se explícita y planifica un gesto de servicio v sufrimiento que está abierto hacia la gran liberación mesiánica. Por eso, su experiencia nueva y su canto de alabanza viene a presentarse como canto de los redimidos de Israel, en la linea del Segundo Isaías: “Consolad. consolad a mi pueblo, porque se ha cumplido ya su servidumbre” (Is 40, 1-2) María es sierva al situarse en la línea de las promesas de Abrahán, en una perspectiva que ha desarrollado temáticamente san Pablo en Gál 3-4 y Rom 3-4.
El servicio se convierte así en camino de esperanza; no es fatalidad cósmica, ni es castigo de un señor airado que se impone desde arriba; es un proceso de vida abierto a la misericordia creadora. En esta perspectiva se interpreta el sentido final de este pasaje: “Conforme lo había prometido a nuestros padres, a Abrahán y su descendencia para siempre” (Lc 1,55).
¿Quién es esa descendencia? En un pasaje fundamental, que recrea el tema de las promesas (de Gén 12,7), Pablo interpreta esa palabra en singular: Dios ha prometido un sperma, un descendiente donde vengan a cumplirse todas las promesas, no hay muchos descendientes, sino uno, el hombre nuevo, el salvador universal que es Cristo (cf Gál 3,15-20). Interpretada de esta forma, la palabra de María habla del Cristo, el descendiente liberador en quien se cumplen las promesas. Pues bien, una vez que entendamos el pasaje en forma cristológica, las palabras antiguas adquieren nueva luz. Asistimos, de ese modo, al cambio misterioso donde el siervo (Israel) se convierte plenamente en Hijo (Cristo).
María sierva/libre de Dios: la libertad de los oprimidos
Hemos visto a María como sierva israelita que asume el dolor y cautiverio de su pueblo, caminando hacia el futuro en que se cumplen las promesas. Pues bien, dando un paso más, a la luz del mismo texto del Magníficat, podemos descubrirla como sierva universal: ella se solidariza expresamente con el sufrimiento de todos los aplastados y humillados de la historia, en un pasaje que desborda las fronteras nacionales de Israel.
La conexión literaria resulta clara: el mismo Dios que ha mirado “la humillación (tapeinosis) de su sierva María” es el que “eleva a los humillados” (tapeinous) de toda la tierra (Lc 1,48.52); el mismo Dios que actúa en María cosas grandes (epoiesen moi megala) es el que actúa poderosamente sobre el mundo (epoiesen kratos), invirtiendo, transformando, por Jesús, las mismas condiciones de la historia.
Al universalizar de esta manera su experiencia, María se identifica no sólo con Israel, sino con la humanidad entera: penetra hasta el final del sufrimiento y la injusticia de la historia y desde el mismo fondo de ella (donde están los oprimidos) canta ya la libertad final, la gloria y plenitud para los hombres. En este sentido han de entenderse sus palabras:
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes (humillados), a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. (Lc/01/51-53)
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