“Comunidades de fe y de vida”, por Miguel Ángel Mesa.
De su blog Otro mundo es posible:
No hay ningún género de duda al afirmar que Jesús, desde que decidió salir a los caminos a anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, lo primero que hizo fue rodearse de un grupo de amigos y amigas, con los que poder compartir sus preocupaciones, sus gozos, sus dificultades, sus alegrías y esperanzas.
Sabemos que las personas somos seres sociales, gregarios, necesitados del contacto con los otros para poder desarrollarnos íntegramente y mantener una buena salud psicológica. Fuera de algunos hechos aislados, en los que un hombre o mujer eligen conscientemente un aislamiento personal, por distintos motivos, cuando una persona se aísla de los demás, es debido a algún desequilibrio psíquico que es preciso tratar médicamente.
Cuando hablamos de solidaridad, de lucha política y social, de compromiso con la sociedad, de una fe viva que se transforma en implicación profunda con la realidad, no se puede vivir o trabajar desde el individualismo. La fe, en concreto, tiene que experimentarse y compartirse en comunidad. La fe vivida de forma aislada, en un contacto vertical, intimista, al margen de los demás no es una fe tal como la vivió Jesús ni la que pretendió que vivieran sus amigos y seguidores.
La comunidad, que implica la plena identificación de fe, compromiso y vida, debe ser un lugar de acogida, confianza, alegría, intimidad, escucha, perdón, diálogo y autocrítica. Cuando una comunidad cristiana es así, genera hombres y mujeres íntegros, satisfechos, solidarios, felices.
Esto es muy difícil que se dé en comunidades grandes, como las parroquiales, por eso es necesario crear comunidades cristianas más pequeñas, donde se puedan vivir de una forma más gozosa los valores evangélicos, en su máxima sencillez y radicalidad, dentro de las capacidades que tenga cada uno/a, su trayectoria vital, su carácter, el camino que haya recorrido hasta ese momento…
En una comunidad es necesario, para que haya una sana convivencia, que siempre se disculpen los errores y se aprecien más los aspectos positivos de cada persona. Que se celebre, los sacramentos de la vida, las alegrías y las penas que la vida nos ofrece diariamente, la Eucaristía de una forma creativa y vivencial, la Reconciliación entre unos y otros, para perdonar y sentirse perdonados; los logros y los avances, los pasos atrás, las dificultades de cada uno/a. La muerte, que forma también parte de la vida. Conociendo y disculpando las fragilidades de cada persona.
En su cena de despedida, Jesús, conmovido, les dijo que no se consideraran sus siervos, sino sus amigos, hijos como Él de un Dios, Madre y Padre bueno, que les acogía como a Él, como a hijos e hijas suyos, muy queridos.
«Felices quienes no idealizan a los miembros de su comunidad y van disculpando, conociendo y valorando, aún en las pruebas más difíciles, su fragilidad humana».
(Espiritualidad para tiempos de crisis, coed. Desclée y RD)
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