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Iacopo Scaramuzzi: “La Iglesia está llegando a un punto de ruptura en cuestiones de moral sexual”

Miércoles, 18 de octubre de 2023

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“La pederastia clerical es la historia de un gigantesco fracaso del gobierno –masculino– de la Iglesia católica”

“Francisco ha tomado una serie de decisiones – por ejemplo, el nombramiento de Víctor Manuel Fernández para dirigir el Dicasterio para la Doctrina de la Fe – que revelan una determinación para dejar bien su reforma y volverla irreversible para quien lo suceda”

“Al ser una autoridad moral y no una gran potencia política, económica o militar, la capacidad de la Santa Sede de incidir en la política internacional es siempre marginal, lo que no quita para que pueda ser eficaz”

“La fe, en definitiva, es cuestión de sexo. Todo lo cual encuentra, no obstante, escaso o nulo fundamento en las enseñanzas de Jesucristo en los Evangelios”

“Si se toma un manual del confesor de hoy y otro de hace doscientos años se descubre que en lo sustancial la moral sexual católica sigue inmóvil: el único sexo bueno es el que se hace entre esposos, abierto a la procreación”

Del 4 al 29 de octubre de 2023 se celebrará la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos; la segunda será en octubre de 2024. Hay quien considera este acontecimiento un “mini Concilio Vaticano III”. La tensión interna es alta. En teoría, el objeto de dicho encuentro habría de ser el método para abordar los problemas que tiene la Iglesia. No deberían, por tanto, producirse sorpresas de orden dogmático.

Sin embargo, ocurre que la Iglesia ha llegado a una encrucijada histórica. Pese a los esfuerzos de Francisco por evitar que en la Iglesia opere la lógica del conflicto y los bandos, resultará difícil alcanzar acuerdos en el Sínodo. Los abusos sexuales, el celibato obligatorio, el diaconato femenino, el papel de la mujer, la homosexualidad son temas que afectan no sólo al ministerio sacerdotal sino al propio ser de la Iglesia. El próximo Sínodo se dispone, por fin – con doscientos años de retraso –  a abordar esos tabúes. Las asambleas nacionales de las iglesias han llegado a conclusiones muy divergentes.

Todo ello sucede mientras vivimos “una 3ª Guerra Mundial a pedazos” en el que tanto la alianza atlántica como los destropopulismos globales abrazarían de muy buen grado una iglesia más neoconstantiniana, como demuestra la guerra en Ucrania.

¿Qué rumbo tomará la Iglesia tras Francisco? Entrevistamos a Iacopo Scaramuzzi, vaticanista de Repubblica y autor de varios libros centrados históricamente en el papado de Francisco. El último, Il sesso degli angeli. Pedofilia, femminismo, lgbtq+: il dibattito nella Chiesa (no traducido al español), representa la ocasión perfecta para preguntar qué puede acontecer en el próximo Sínodo de la Iglesia y para reflexionar sobre las consecuencias que podría tener para el conjunto de la sociedad.

¿Cómo definiría la fase que está viviendo el pontificado de Francisco en este preciso momento?

IMG_0729Es la fase final. Creo que, si por él fuese, el papa gobernaría al menos otro par de años, hasta los 88 años, el tiempo necesario para llevar a cabo el sínodo en curso, que concluirá en octubre de 2024 y escribir la exhortación apostólica correspondiente. Desde luego depende también de su condición física, el propio Bergoglio es consciente de que antes de esa meta su salud puede deteriorarse. Por ello, me parece que, por un lado, el papa gobierna con la vista puesta en el Jubileo de 2025 y, por otro, “anda apañando la casa” con una cierta prisa. Me parece innegable, en cualquier caso, que tras la muerte de Benedicto XVI Francisco ha tomado una serie de decisiones – por ejemplo, el nombramiento de Víctor Manuel Fernández para dirigir el Dicasterio para la Doctrina de la Fe – que revelan una determinación para dejar bien su reforma y volverla irreversible para quien lo suceda.

 Ha pasado ya más de un año de la guerra de Ucrania. ¿Se atrevería a hacer un balance de la intervención del Vaticano hasta ahora? ¿Qué cabe esperar de la mediación del cardenal Zuppi en el futuro? 

Creo que, pese a las generosas ofertas de mediación y a un activismo notable del papa, la Santa Sede en este escenario resulta sustancialmente irrelevante. Las motivaciones de la guerra son profundas, sus destinos no dependen del palacio apostólico, menos aún teniendo en cuenta que tanto Rusia como Ucrania son países mayoritariamente ortodoxos, lo cual hace difícil que se dirijan a Roma para buscar la paz. Es cierto que el cardenal Matteo Zuppi, enviado especial del papa, está intentando lo imposible: en pocos meses ha pasado por Kiev (donde se vio con Zelensky), Moscú, Washington (donde fue recibido por Biden) y Pekín. Es la primera vez que un cardenal es recibido por las autoridades chinas no ya para hablar de cuestiones religiosas, sino de un problema geopolítico.

Si la evolución en el terreno de la guerra dejase mayor espacio a la diplomacia, el enviado papal, gracias a la red multilateral que va tejiendo, podría desempeñar un papel relevante.   El Vaticano, en todo caso, no ofrece un plan de paz sino una mediación humanitaria en un ámbito más bien circunscrito: la recuperación de los niños ucranianos deportados a Rusia y el intercambio de prisioneros políticos. Para entender la situación actual, comparémoslo con la actuación exitosa de la Santa Sede en el intercambio de prisioneros entre Estados Unidos y Cuba, que resultaría clave para que se sentaran en 2014 en una misma mesa, en el Vaticano, delegaciones de los dos países. La persuasión moral de Bergoglio jugó su papel en este hito, sin embargo, a diferencia de entonces, hoy no parece que los protagonistas, empezando por Rusia, deseen encontrar una salida a la guerra.

La pregunta anterior remite a una reflexión de mayor fondo aún: la influencia de la Iglesia en la política nacional e internacional. Frente a gente que sostiene que la Iglesia, pese al proceso de descristianización de Occidente en general, sigue contando lo suyo, hay otros muchos que se quejan, sobre todo desde dentro de la propia Iglesia, que ya no cuenta tanto, o incluso que ya no pinta casi nada. ¿Qué opina de ello? ¿Cuál cree que será la herencia de este papado a ese respecto? 

Al ser una autoridad moral y no una gran potencia política, económica o militar, la capacidad de la Santa Sede de incidir en la política internacional es siempre marginal, lo que no quita para que pueda ser eficaz. Lo demuestra, por ejemplo, el rol de Francisco con Estados Unidos y Cuba que acabo de mencionar, el de Juan Pablo II en la caída del muro de Berlín o la intervención de Juan XXIII con Kruschev y Kennedy para desactivar la crisis de los misiles de Cuba. Ahora bien: puede también resultar ineficaz, como demuestran, por ejemplo, el intento de Bergoglio de promover la paz entre Israel y Palestina o el de Wojtyla de parar la guerra de Estados Unidos en Iraq.

La gran apuesta de Francisco ha sido, por un lado, archivar la guerra fría, la cual, a mi modo de ver, había dejado encerrada a la Iglesia en el bando occidental (una consecuencia desdichada y flagrante de ello serían las persecuciones de cristianos en Oriente Medio) y la había convertido en vivero de los valores morales conservadores (funcionales a la alianza con Washington) – y, por otro, abrir canales de comunicación con Oriente, tierra históricamente espiritual donde la fe cristiana puede crecer mucho. Bergoglio obtuvo en este sentido dos éxitos históricos: el encuentro con el patriarca ruso Kirill en 2016, que acontecía por primera vez en la historia, y en 2018 el acuerdo con China relativo a los nombramientos de los obispos, que suponía también la primera vez en que Roma y Pekín hablaban desde que Mao Tse-tung llegara al poder.

Sin embargo, Francisco ha tenido mala suerte con la Historia, que sembró en su camino una ola de avatares geopolíticos profundos tales como la guerra en Ucrania que han hecho saltar por los aires toda su Ostpolitik. Pese a todo, tanto el rumbo como la intención de su proceder los considero atinados.

En su libro anterior, el excelente Dio in fondo a destra, traducido al inglés y al polaco pero no al español, trazaba una serie de hilos que iban de Fátima a Moscú pasando por Brasil o Estados Unidos, en los que informaba de cómo y por qué el nuevo destropopulismo global (Salvini, Bolsonaro, Putin, Le Pen, Trump…) manipulaban lo sacro para apuntalar lo profano político. Han pasado varios años ya desde su publicación. ¿Qué ha sucedido desde entonces? ¿Qué tendencias prevé?

matrimoniogay1Por desgracia, la tesis de fondo de mi libro no ha hecho sino confirmarse. La pandemia, que estalló tras la primera edición de mi libro, dejó en evidencia a los populistas de derecha, al revelar que los enemigos no eran los migrantes sino un virus chiquito que saltaba tranquilamente todas las fronteras, que sin la solidaridad internacional (y en concreto europea) no se podía salir de la crisis, que para afrontarla eran precisas la competencia y la ciencia. En teoría, los soberanistas deberían haber desaparecido tras la pandemia y, en cambio, volvieron más robustos que antes, desde Giorgia Meloni a Donald Trump pasando por Viktor Orban para llegar, por último a Javier Milei en Argentina.

¿Y por qué? Porque la política no es racionalidad sino pasiones y necesidades, y la pandemia aumentó ese sentido de inseguridad y malestar que ya cundía en los últimos años por todas partes por culpa de la crisis económica, las oleadas migratorias y una globalización deshumanizadora. La reacción a la sensación de decadencia (lo mismo da que sea real o percibida) es la cerrazón, la nostalgia de un pasado que se imagina mejor, el pensamiento simplón. Un repliegue que se nutre asimismo de lo peorcito de la religiosidad, entendida ésta como revoltijo de fe y superstición. En tierras de antigua evangelización, esa simplonería acude a la simbología del cristianismo para reivindicar una identidad que se percibe amenazada.

Vamos llegando a su libro sobre el sexo. Hay historiadores del cristianismo que sostienen que la Iglesia se halla en una crisis sistémica tan grave como la del Concilio de Trento, de la que se salió con la Contrarreforma. ¿Es para tanto? ¿Qué tiene que ver el sexo en ello?

La impresión es, en efecto, la de una crisis existencial de la Iglesia en la que el sexo tiene mucho que ver porque éste tiene que ver con el poder. El drama de los abusos sexuales, por ejemplo, no es un simple escándalo moral ni mucho menos un problema de incontinencia de los individuos, sino una crisis de sistema ya que desvela una malentendida concepción del sacerdote, figura impune en cuanto apartada y superior a los fieles (todo abuso sexual es también un abuso de poder); desvela, asimismo, una moral insistente hasta la obsesión acerca del acto sexual, que calló acerca de las relaciones entre personas del mismo sexo y el cuerpo de las mujeres, o aún peor, se emperró en negar la evidencia ante la inmadurez y las patologías sexuales no episódicas de seminaristas y sacerdotes. Dos cuestiones – ministerio sacerdotal y moral sexual – atinentes a la pura eclesiología, al ser Iglesia en el mundo de hoy. En los cuerpos y su intimidad se han combatido batallas de signo totalmente distinto.

¿De dónde nace Il sesso degli angeli y qué pretendía al publicarlo? 

Nace, primero de todo, de una propuesta de Goffredo Fofi, el editor, que, como sismógrafo sensible a las mutaciones profundas de la sociedad y de la Historia, acaso intuyó que en la catolicidad se está produciendo un cisma de gran calado. Nace también de mi sensación de que la Iglesia está alcanzando un punto de ruptura en cuestiones de moral sexual. Sensación que deriva de mi actividad de periodista “vaticanista”, que todos los días lidia con la actualidad vaticana. Roma es un observatorio privilegiado al ser la terminal del ajetreo que tiene lugar en la Iglesia católica de todo el mundo. Con el paso del tiempo llegó un punto en el que me percaté de que ocuparse de la Iglesia significaba ocuparse constantemente de sexualidad en sentido amplio: abusos sexuales, formación de la afectividad y la sexualidad de los sacerdotes, el nudo de la contracepción, el aborto, la bendición de las parejas gays, la comunión a los divorciados casados de nuevo, las discriminaciones que sufren las mujeres, la hipótesis del diaconato femenino y, en general, el “escándalo” de que la mujer entre en el sancta sanctorum del altar.

He tratado de ir siguiendo la línea de puntos preguntándome qué era lo que unía temas que sólo en apariencia parecían estar deshilvanados. Y me pareció advertir enseguida una aceleración de la historia, una precipitación de acontecimientos, y la apertura en países muy distintos entre sí de una fractura antológica, que pone en evidencia algo que siempre he percibido como una incongruencia, por no decir una herejía: la idea de que, como escribo en la introducción, “en el sentido común, así como en la autorrepresentación de la iglesia ser católico y ser pro life son sinónimos. Que la absoluta prioridad para un fiel, un obispo o un papa sean el ‘no’ al aborto y al matrimonio gay, la crítica de los contraceptivos y el género fluido, la defensa de la familia fundada en el matrimonio heterosexual y, para los sacerdotes, el celibato obligatorio. Que la fe, en definitiva, es cuestión de sexo”. Todo lo cual encuentra, no obstante, escaso o nulo fundamento en las enseñanzas de Jesucristo en los Evangelios.

Cita la famosa frase del cardenal Martini, el cual sostenía que la Iglesia “lleva un retraso de 200 años”. ¿Es casualidad esa cifra o obedece a alguna lógica?

Creo que no es casualidad. La cita de Martini es más citada que conocida: hay que releerla íntegramente para comprender que el cardenal jesuita hablaba específicamente de la moral sexual y hablaba en particular a la luz del derrumbe de la credibilidad de la Iglesia que estalló con la crisis de los abusos sexuales. Pues bien, hace doscientos años, con la Revolución francesa, la Iglesia católica perdió el poder político. Como explica el historiador Daniele Menozzi, a quien pude entrevistar, le quedó sólo un ámbito en el que se podía seguir ejerciendo una influencia en los fieles y la sociedad entera: la moral sexual.

Una tutela del orden social que la sociedad burguesa y capitalista le traspasó de buen grado al producirse en el fomento de la familia y la natalidad una convergencia de intereses con la Iglesia: ésta trabajaba para la salvación de las almas y por una “reconquista” del poder social perdido; el capital trabajaba por el crecimiento económico. Desde entonces, hace exactamente 200 años, la Iglesia, desde el último confesor hasta subiendo en la jerarquía el más alto magisterio, ha dedicado a la moral sexual una atención creciente. Debido a ello se ha “congelado” la enseñanza en la materia.

Tómese hoy un texto de teología, doctrina social, ecumenismo, liturgia etc; compárese entonces con un texto análogo de principios del S. XIX y saltará a la vista que, lentamente o cabría decir también sabiamente – ha evolucionado, y mucho. En cambio, si se toma un manual del confesor de hoy y otro de hace doscientos años se descubre que en lo sustancial la moral sexual católica sigue inmóvil: el único sexo bueno es el que se hace entre esposos, abierto a la procreación. Un anacronismo debido no ya a un destino evangélico sino, como decíamos, a una lucha entablada por la Iglesia con tal de mantener un poder en la sociedad.

En el capítulo I hace un recorrido histórico de los abusos. Confieso que no tenía ni idea de que todo empieza en 1983 con un niño cualquiera de un pueblo estadounidense cualquiera una tarde cualquiera. ¿Se pueden distinguir fases en estos 40 años? ¿En qué punto estamos hoy? 

Supongo que se puede señalar una primera fase “pionera”, cuando de abusos sexuales se ocupaban sólo el periodista estadounidense Jason Berry y pocos más; una segunda fase en la que el escándalo estalla en Estados Unidos, y que inicia con el caso Spotlight destapado por el Boston Globe en 2001; una tercera fase, que toca su pico en 2009-2019 cuando, al salir a la luz los casos “endémicos” de abusos en Irlanda, Alemania, Holanda, Bélgica y Austria, bajo Benedicto XVI, incluso los negacionistas más aguerridos han de admitir que no se trata de un problema estadounidense sino global; y una cuarta fase en estos años, bajo Francisco, con el descubrimiento del “otro escándalo de la Iglesia”, gracias a un buen documental de la televisión franco-alemana Arte relativo al abuso de las mujeres. Pero esta secuencia temporal yo se la dejaría a los historiadores. Lo que a mí me motiva, como periodista, es contribuir a que estas historias se conozcan también en Italia, no ya como crónica de sucesos o como crónica local, sino como la historia de un gigantesco fracaso del gobierno – masculino – de la Iglesia católica.

El capítulo II lo centra en las mujeres y su papel en la Iglesia. ¿Qué ha cambiado con Francisco? ¿Qué debería cambiar aún? 

Digamos que ha cambiado mucho y que ha cambiado demasiado poco. Este papa ha metido por primera vez a algunas mujeres en centros de poder efectivo (el dicasterio que nombra los obispos, la Secretaría General del Gobierno de la Ciudad del Vaticano), ha puesto las condiciones jurídicas para nombrar a una mujer a la cabeza de un dicasterio – un ministerio, para entendernos – y ha admitido por primera vez a un grupo de mujeres, consagradas y laicas, en la asamblea del sínodo en cuanto miembros con derecho a voto.

Con todo, a mi entender, aún sigue siendo poco. No sólo porque se trata de iniciativas que acompañan a una teología y a una eclesiología tradicionales (y tal vez no se pueda tampoco pretender una sensibilidad feminista de un jesuita latinoamericano octogenario). Y no sólo porque en otros ámbitos, y me refiero al diaconato femenino, Bergoglio ha frenado toda posible apertura, sino porque la exclusión de las mujeres del gobierno de la Iglesia –de aquellas que en las parroquias, las escuelas, los hospitales católicos llevan a cuestas la Iglesia – es según mi opinión el verdadero elefante en la habitación de esta época. Para este papa y para el que venga. Si se van las mujeres, adiós Iglesia. Las demandas de una reforma más radical, la impaciencia para que se produzcan ya, cómo no compartirlas.

Tengo la impresión de que tanto las batallas feministas, así como la LGTBI que están librando ambos colectivos dentro de la Iglesia despiertan poco interés a sus correspondientes colectivos laicos. No se ha visto solidaridad en el movimiento feminista con los abusos que denuncian las monjas, y tampoco se ha visto en el movimiento LGTBI con la actuación de movimientos como Outreach y el p. James Martin S.J. ¿Es así? De serlo, ¿a qué se debería tal falta de empatía?

En general, comparto esta impresión y me da bastante pena. Como primer impulso se entiende esa cierta dificultad de aceptar que se quiera ser a la vez católicas y feministas, católicos y activistas por los derechos de las personas LGBTQ+. Luego viene la objeción clásica: “Pero ¿cómo reivindicas derechos que te han sido conculcados por la institución a la que perteneces?”. Ahora bien: la objeción es miope. En el seno de la Iglesia, y precisamente debido a la fe, se dan espléndidos ejemplos de libertad, de lucha por los derechos de la persona y también de promoción de una teología queer, como la que ha llevado a cabo de manera admirable Michela Murgia. Creo que personas como ella están destinadas a la agotadora y encomiable tarea de tender puentes entre mundos apartados: el riesgo, obviamente, es que te machaquen tanto desde un lado como desde el otro.

Entrevista también en el libro a la expresidenta de la República de Irlanda, Mary McAleese, la cual hace mucho hincapié en una cuestión crucial: la formación de los sacerdotes. ¿De qué adolecía? ¿Se han producido cambios?

La antigua presidenta irlandesa pone de relevancia un tema muy relevante según mi opinión: la actitud antiintelectual que se ha desarrollado en estas décadas en la Iglesia. ¿Cómo es posible que una institución que ha custodiado durante siglos la cultura con sus bibliotecas y conventos, que con sus escuelas y universidades ha educado al pensamiento de generaciones de europeos, y luego americanos, asiáticos, africanos, que tiene un peso relevante en la historia del arte, la filosofía, la ciencia, digo yo, ¿cómo es posible que tenga hoy miedo de las preguntas, la opinión pública, las novedades? Creo que es una cuestión enorme, que nos devuelve a la histórica dialéctica entre fe y modernidad y que la Iglesia católica trató de abordar con el Concilio Vaticano II, y luego, tras el paréntesis de Juan Pablo II y Benedicto XVI, ha redescubierto con el pontificado de Francisco.

La misma McAleese retrata un Francisco bifronte, con una faz muy progresista en cuestiones externas (emigración, ecología integral) y otra como borrosa, un tanto indescifrable en cuestiones como la homosexualidad, el sacerdocio femenino, los abusos. Creo que Mary McAleese apunta una contradicción objetiva.

En Il sesso degli angeli, publicado en 2022, avisaba de que acechan un “cisma de derecha” y un “cisma de izquierda”. ¿A qué se refería? ¿Cómo tratarán de evitarse en el próximo Sínodo? 

No creo que se eviten. Es más: creo que esos dos sectores se van a pelear de lo lindo. No son cismas reales, sino más bien amenazas de cisma, aireadas sobre todo desde la derecha para evitar cualquier mínima reforma. El alemán, “de izquierda”, pone en tela de juicio el celibato obligatorio, la exclusión de las mujeres del sacerdocio, la prohibición de bendecir las parejas homosexuales; el estadounidense, “de derecha”, ha abrazado una ideología neocon en sintonía con el uso identitario del cristianismo en cuestiones clave como el aborto y el matrimonio gay. A veces parecen, en efecto, dos Iglesias distintas que no pueden convivir dentro de la misma Iglesia. Creo que la apuesta de Francisco pasa por obligarles a confrontarse sin timideces ni prejuicios para dar con una nueva síntesis que garantice a la Iglesia un futuro de “unidad en la diversidad”. ¿Ganará su apuesta?

Se leen rumores de que la información sobre el Sínodo podría quedar bajo secreto pontificio. ¿Por qué? ¿Francisco no ha abogado siempre por la transparencia?

Esa sería la intención del papa según lo revelado por el prestigioso periódico francés La Croix, y sí, en efecto, ni para el espíritu de transparencia ni para nosotros los periodistas es una buena noticia. Creo que Francisco teme que si las reuniones de la asamblea se transmitieran en streaming, prevalecería la lógica de la contraposición entre dos bandos, progresista y conservador, que enrigidecería el debate y volvería más difícil cambiar de idea, alcanzar puntos de encuentro, hallar convenios. Puede que suceda, de hecho.

No obstante, considero que esas contraposiciones existen de todos modos y que dejar que salgan a la luz no impediría una síntesis, aunque ésta fuera fruto del conflicto. Es decir, que esa dinámica democrática y parlamentaria que tanto se menoscaba no tendría por qué impedir que el Espíritu Santo soplara. Y que, al contrario, la ausencia de transparencia beneficia a quienes, desde la derecha, quieren descarrilar el sínodo. Como decía el historiador vaticanista Benny Lai, “el conspiracionismo [dietrologia] responde con todo su talento a tanto secretismo”.

Una pregunta obligada sobre la Iglesia en España. Esa fractura, ese supuesto cisma lento que estaría agrietando la Iglesia, ¿qué forma adquiere en España?

Tengo la sensación de que, al igual que ha ocurrido en otros países, Francisco ha traído un aire renovador también a la Iglesia de España; renovación, por cierto, que unos han acogido con entusiasmo; otros, con abierta hostilidad, mientras no faltan quienes la juzgan con prudencia. La línea del cardenal Rouco Varela, que guiaba el obispado antes de Francisco, ha sido reprobada por Francisco en favor de un enfoque más pastoral, más atento a las cuestiones sociales, más dialogante con la modernidad. Muchos que desde fuera de la Iglesia la miraban con hostilidad, creo que hoy, en cambio, la observan con curiosidad. Lo cual para nada quiere decir que las iglesias se hayan vuelto a llenar. Digamos, por otro lado, que, a mi juicio tampoco puede ser este el criterio con el que haya que evaluar el testimonio evangélico en el mundo de hoy.

La última pregunta es imposible, pero obligada: el próximo papa ¿Qué nombres se barajan? ¿Qué retos deberá afrontar el papa y la Iglesia en general?

Los nombres que circulan en el momento son los de Parolin, Zuppi, Tagle, Grech, Erdo, Ranjith, Artime… y podría seguir. Por ahora no  me parece que haya un candidato objetivamente fuerte y creo que, se celebre cuando se celebre, será un Cónclave más imprevisible que de costumbre. Francisco ha nombrado a más de dos tercios de los cardenales electores, o sea, el cuórum necesario para elegir a su sucesor, pero no es seguro que se trate de un grupo homogéneo, macizamente bergogliano.

Creo más bien que, tras la racha de novedades y de sacudidas que trajo esta papa, las preferencias se dirigirán a una figura capaz de hacer que las aguas vuelvan a su cauce, de consolidar las reformas iniciadas o las tan solo proyectadas, de poner orden en el montón de obras en marcha. Acaso sea una figura muy espiritual. Tal vez una personalidad actualmente un poco en la sombra. Francisco ha sugerido  varias veces, hace poco públicamente, que su sucesor asumirá el nombre de Juan XXIV, en continuidad con el papa que abrió el Concilio Vaticano II. Tiendo a excluir que se trate de un Pío XIII (como imaginó Paolo Sorrentino). Personalmente temo un Juan Pablo III que supondría un retraso en la relación de la Iglesia con la modernidad. Puedo imaginar que llegue un Pablo VII, nombre del papa que concluyó el Concilio sin que descarrilara.

Fuente Religión Digital

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