Del 4 al 29 de octubre de 2023 se celebrará la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos; la segunda será en octubre de 2024. Hay quien considera este acontecimiento un “mini Concilio Vaticano III”. La tensión interna es alta. En teoría, el objeto de dicho encuentro habría de ser el método para abordar los problemas que tiene la Iglesia. No deberían, por tanto, producirse sorpresas de orden dogmático.
Sin embargo, ocurre que la Iglesia ha llegado a una encrucijada histórica. Pese a los esfuerzos de Francisco por evitar que en la Iglesia opere la lógica del conflicto y los bandos, resultará difícil alcanzar acuerdos en el Sínodo. Los abusos sexuales, el celibato obligatorio, el diaconato femenino, el papel de la mujer, la homosexualidad son temas que afectan no sólo al ministerio sacerdotal sino al propio ser de la Iglesia. El próximo Sínodo se dispone, por fin – con doscientos años de retraso – a abordar esos tabúes. Las asambleas nacionales de las iglesias han llegado a conclusiones muy divergentes.
Todo ello sucede mientras vivimos “una 3ª Guerra Mundial a pedazos” en el que tanto la alianza atlántica como los destropopulismos globales abrazarían de muy buen grado una iglesia más neoconstantiniana, como demuestra la guerra en Ucrania.
¿Qué rumbo tomará la Iglesia tras Francisco? Entrevistamos a Iacopo Scaramuzzi, vaticanista de Repubblica y autor de varios libros centrados históricamente en el papado de Francisco. El último, Il sesso degli angeli. Pedofilia, femminismo, lgbtq+: il dibattito nella Chiesa (no traducido al español), representa la ocasión perfecta para preguntar qué puede acontecer en el próximo Sínodo de la Iglesia y para reflexionar sobre las consecuencias que podría tener para el conjunto de la sociedad.
¿Cómo definiría la fase que está viviendo el pontificado de Francisco en este preciso momento?
Es la fase final. Creo que, si por él fuese, el papa gobernaría al menos otro par de años, hasta los 88 años, el tiempo necesario para llevar a cabo el sínodo en curso, que concluirá en octubre de 2024 y escribir la exhortación apostólica correspondiente. Desde luego depende también de su condición física, el propio Bergoglio es consciente de que antes de esa meta su salud puede deteriorarse. Por ello, me parece que, por un lado, el papa gobierna con la vista puesta en el Jubileo de 2025 y, por otro, “anda apañando la casa” con una cierta prisa. Me parece innegable, en cualquier caso, que tras la muerte de Benedicto XVI Francisco ha tomado una serie de decisiones – por ejemplo, el nombramiento de Víctor Manuel Fernández para dirigir el Dicasterio para la Doctrina de la Fe – que revelan una determinación para dejar bien su reforma y volverla irreversible para quien lo suceda.
Ha pasado ya más de un año de la guerra de Ucrania. ¿Se atrevería a hacer un balance de la intervención del Vaticano hasta ahora? ¿Qué cabe esperar de la mediación del cardenal Zuppi en el futuro?
Creo que, pese a las generosas ofertas de mediación y a un activismo notable del papa, la Santa Sede en este escenario resulta sustancialmente irrelevante. Las motivaciones de la guerra son profundas, sus destinos no dependen del palacio apostólico, menos aún teniendo en cuenta que tanto Rusia como Ucrania son países mayoritariamente ortodoxos, lo cual hace difícil que se dirijan a Roma para buscar la paz. Es cierto que el cardenal Matteo Zuppi, enviado especial del papa, está intentando lo imposible: en pocos meses ha pasado por Kiev (donde se vio con Zelensky), Moscú, Washington (donde fue recibido por Biden) y Pekín. Es la primera vez que un cardenal es recibido por las autoridades chinas no ya para hablar de cuestiones religiosas, sino de un problema geopolítico.
Si la evolución en el terreno de la guerra dejase mayor espacio a la diplomacia, el enviado papal, gracias a la red multilateral que va tejiendo, podría desempeñar un papel relevante. El Vaticano, en todo caso, no ofrece un plan de paz sino una mediación humanitaria en un ámbito más bien circunscrito: la recuperación de los niños ucranianos deportados a Rusia y el intercambio de prisioneros políticos. Para entender la situación actual, comparémoslo con la actuación exitosa de la Santa Sede en el intercambio de prisioneros entre Estados Unidos y Cuba, que resultaría clave para que se sentaran en 2014 en una misma mesa, en el Vaticano, delegaciones de los dos países. La persuasión moral de Bergoglio jugó su papel en este hito, sin embargo, a diferencia de entonces, hoy no parece que los protagonistas, empezando por Rusia, deseen encontrar una salida a la guerra.
La pregunta anterior remite a una reflexión de mayor fondo aún: la influencia de la Iglesia en la política nacional e internacional. Frente a gente que sostiene que la Iglesia, pese al proceso de descristianización de Occidente en general, sigue contando lo suyo, hay otros muchos que se quejan, sobre todo desde dentro de la propia Iglesia, que ya no cuenta tanto, o incluso que ya no pinta casi nada. ¿Qué opina de ello? ¿Cuál cree que será la herencia de este papado a ese respecto?
Al ser una autoridad moral y no una gran potencia política, económica o militar, la capacidad de la Santa Sede de incidir en la política internacional es siempre marginal, lo que no quita para que pueda ser eficaz. Lo demuestra, por ejemplo, el rol de Francisco con Estados Unidos y Cuba que acabo de mencionar, el de Juan Pablo II en la caída del muro de Berlín o la intervención de Juan XXIII con Kruschev y Kennedy para desactivar la crisis de los misiles de Cuba. Ahora bien: puede también resultar ineficaz, como demuestran, por ejemplo, el intento de Bergoglio de promover la paz entre Israel y Palestina o el de Wojtyla de parar la guerra de Estados Unidos en Iraq.
La gran apuesta de Francisco ha sido, por un lado, archivar la guerra fría, la cual, a mi modo de ver, había dejado encerrada a la Iglesia en el bando occidental (una consecuencia desdichada y flagrante de ello serían las persecuciones de cristianos en Oriente Medio) y la había convertido en vivero de los valores morales conservadores (funcionales a la alianza con Washington) – y, por otro, abrir canales de comunicación con Oriente, tierra históricamente espiritual donde la fe cristiana puede crecer mucho. Bergoglio obtuvo en este sentido dos éxitos históricos: el encuentro con el patriarca ruso Kirill en 2016, que acontecía por primera vez en la historia, y en 2018 el acuerdo con China relativo a los nombramientos de los obispos, que suponía también la primera vez en que Roma y Pekín hablaban desde que Mao Tse-tung llegara al poder.
Sin embargo, Francisco ha tenido mala suerte con la Historia, que sembró en su camino una ola de avatares geopolíticos profundos tales como la guerra en Ucrania que han hecho saltar por los aires toda su Ostpolitik. Pese a todo, tanto el rumbo como la intención de su proceder los considero atinados.
En su libro anterior, el excelente Dio in fondo a destra, traducido al inglés y al polaco pero no al español, trazaba una serie de hilos que iban de Fátima a Moscú pasando por Brasil o Estados Unidos, en los que informaba de cómo y por qué el nuevo destropopulismo global (Salvini, Bolsonaro, Putin, Le Pen, Trump…) manipulaban lo sacro para apuntalar lo profano político. Han pasado varios años ya desde su publicación. ¿Qué ha sucedido desde entonces? ¿Qué tendencias prevé?
Por desgracia, la tesis de fondo de mi libro no ha hecho sino confirmarse. La pandemia, que estalló tras la primera edición de mi libro, dejó en evidencia a los populistas de derecha, al revelar que los enemigos no eran los migrantes sino un virus chiquito que saltaba tranquilamente todas las fronteras, que sin la solidaridad internacional (y en concreto europea) no se podía salir de la crisis, que para afrontarla eran precisas la competencia y la ciencia. En teoría, los soberanistas deberían haber desaparecido tras la pandemia y, en cambio, volvieron más robustos que antes, desde Giorgia Meloni a Donald Trump pasando por Viktor Orban para llegar, por último a Javier Milei en Argentina.
¿Y por qué? Porque la política no es racionalidad sino pasiones y necesidades, y la pandemia aumentó ese sentido de inseguridad y malestar que ya cundía en los últimos años por todas partes por culpa de la crisis económica, las oleadas migratorias y una globalización deshumanizadora. La reacción a la sensación de decadencia (lo mismo da que sea real o percibida) es la cerrazón, la nostalgia de un pasado que se imagina mejor, el pensamiento simplón. Un repliegue que se nutre asimismo de lo peorcito de la religiosidad, entendida ésta como revoltijo de fe y superstición. En tierras de antigua evangelización, esa simplonería acude a la simbología del cristianismo para reivindicar una identidad que se percibe amenazada.
Vamos llegando a su libro sobre el sexo. Hay historiadores del cristianismo que sostienen que la Iglesia se halla en una crisis sistémica tan grave como la del Concilio de Trento, de la que se salió con la Contrarreforma. ¿Es para tanto? ¿Qué tiene que ver el sexo en ello?
La impresión es, en efecto, la de una crisis existencial de la Iglesia en la que el sexo tiene mucho que ver porque éste tiene que ver con el poder. El drama de los abusos sexuales, por ejemplo, no es un simple escándalo moral ni mucho menos un problema de incontinencia de los individuos, sino una crisis de sistema ya que desvela una malentendida concepción del sacerdote, figura impune en cuanto apartada y superior a los fieles (todo abuso sexual es también un abuso de poder); desvela, asimismo, una moral insistente hasta la obsesión acerca del acto sexual, que calló acerca de las relaciones entre personas del mismo sexo y el cuerpo de las mujeres, o aún peor, se emperró en negar la evidencia ante la inmadurez y las patologías sexuales no episódicas de seminaristas y sacerdotes. Dos cuestiones – ministerio sacerdotal y moral sexual – atinentes a la pura eclesiología, al ser Iglesia en el mundo de hoy. En los cuerpos y su intimidad se han combatido batallas de signo totalmente distinto.
¿De dónde nace Il sesso degli angeli y qué pretendía al publicarlo?
Nace, primero de todo, de una propuesta de Goffredo Fofi, el editor, que, como sismógrafo sensible a las mutaciones profundas de la sociedad y de la Historia, acaso intuyó que en la catolicidad se está produciendo un cisma de gran calado. Nace también de mi sensación de que la Iglesia está alcanzando un punto de ruptura en cuestiones de moral sexual. Sensación que deriva de mi actividad de periodista “vaticanista”, que todos los días lidia con la actualidad vaticana. Roma es un observatorio privilegiado al ser la terminal del ajetreo que tiene lugar en la Iglesia católica de todo el mundo. Con el paso del tiempo llegó un punto en el que me percaté de que ocuparse de la Iglesia significaba ocuparse constantemente de sexualidad en sentido amplio: abusos sexuales, formación de la afectividad y la sexualidad de los sacerdotes, el nudo de la contracepción, el aborto, la bendición de las parejas gays, la comunión a los divorciados casados de nuevo, las discriminaciones que sufren las mujeres, la hipótesis del diaconato femenino y, en general, el “escándalo” de que la mujer entre en el sancta sanctorum del altar.
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