Muchas veces oímos decir “hace falta oración”, “la oración es la única fuerza”, “sin oración no se sostiene nuestra vida espiritual”, “recemos por la paz de Colombia, por la paz del mundo, por los pobres, etc.”. Pero nuestro mundo más o menos sigue igual y, por ejemplo, en Colombia llevamos una historia de violencia que podríamos concluir o que no hemos rezado suficiente o, definitivamente, la oración no produce ningún efecto. Por eso podríamos preguntarnos ¿rezar cómo? ¿rezar para qué?
La oración -que no es patrimonio de los cristianos sino de todas las religiones- es la manera como alimentamos, mantenemos, profundizamos en nuestra relación con lo divino. Cuando somos capaces de detenernos para intuir, contemplar, dialogar, adorar, reconocer, ese misterio que llamamos Dios, estamos viviendo lo que comúnmente llamamos “oración”. Ahora bien, la forma de hacerlo, los tiempos, las expresiones, etc., son tantas como culturas, personas o religiones existen.
Por supuesto cada religión tiene sus propias maneras de orar, permitiendo a los miembros de cada grupo, identificarse como pertenecientes a ella y sentir que se pueden expresar comunitariamente. No sobra recordar el peligro de querer uniformizar dicha experiencia, de creer que solo un modo de oración es el auténtico o, más grave aún, afirmar, en nombre de Dios, una forma única con unos ritos concretos, los cuales se identifican cómo universales y que han de seguirse por todos.
Si miramos los evangelios encontramos en Jesús una disposición para ese encuentro con su ABBA y, como lo relata Mateo (6, 5-15), Jesús se refiere a la oración diciéndole a sus discípulos que cuando oren no sean como los hipócritas que gustan de orar en las sinagogas para ser vistos, sino que, en lo secreto, oren al Padre; sin mucha palabrería -como hacen los gentiles, creyendo que así serán más escuchados; ya que Dios sabe lo que necesitan. En ese contexto, enseña el Padre Nuestro que ya de entrada señala el carácter comunitario de la oración -al decir “nuestro” y la disposición a acoger el reino de Dios, don suyo que al recibirlo nos compromete a hacerlo posible, asegurando el pan para todos y el perdón mutuo, condición necesaria para caminar con los demás.
Todo lo anterior nos responde, de alguna manera, al cómo y al para qué de la oración. Las maneras de orar son plurales y cada uno podrá ir configurando la suya desde lo recibido, desde su sensibilidad, sus disposiciones, su cultura, el grupo religioso al que pertenece, etc. El para qué de la oración corresponde a ese encuentro con lo divino que nos permite sentir su amor, entender el reino que nos regala y buscar la manera de realizarlo en nuestra historia personal y comunitaria.
Ahora bien, en ese encuentro con Dios el diálogo puede versar sobre agradecer lo recibido -comenzando con el don de la vida-, reconocer el misterio insondable de nuestro Dios -oración de alabanza-, dolor de nuestros pecados y, la tan conocida oración de petición. Y, aquí es donde viene una pregunta crucial que ya señalamos al inicio: ¿nos faltará rezar más para que cambien las situaciones o será que Dios no nos escucha? La respuesta ya la adelantamos antes, pero intentemos explicarla más.
La oración no es para pedir “cosas” o “cambio de situaciones”. La oración es para pedir el “Espíritu Santo”, como muy bien lo expresa Lucas en el ejemplo que pone sobre el padre que siempre dará cosas buenas a sus hijos, deduciendo fácilmente que el Padre del cielo “dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lc 11, 11-13). Efectivamente, lo que nos da -si hablamos en estos términos de pedir y dar- es el espíritu de Dios para vivir el compromiso cristiano que implica nuestro seguimiento de Jesús. Su espíritu es el que nos iluminará, fortalecerá, conducirá para trabajar por hacer posible todo aquello que pedimos.
En otras palabras, la oración de petición no nos alcanza “cosas”. La oración de petición no tiene más eficacia frente a Dios porque se haga con más frecuencia o con menos. La oración de petición es para tomar conciencia de todas nuestras necesidades -personales y del mundo- y pedir a Dios la fuerza de su espíritu para trabajar por superarlas, aceptarlas, transformarlas.
Sobre el ejemplo que pusimos de pedir a Dios por la paz de Colombia, si es una oración en la que pedimos realmente esa paz, las consecuencias se verían en la medida que nuestros corazones en el encuentro con el Dios de la paz, se vaya transformando para ser promotores de esta, para exigir la justicia social -una de las grandes causas de la violencia-, para desarmar los corazones y hacer posible el perdón y la reconciliación. La oración por la paz nos fortalecería para conceder una nueva oportunidad, incluso para los actores de la guerra.
La oración por la paz de Colombia supone una conversión hacia la paz de todos los que hacemos esa oración. No puede ir de la mano de una negativa al diálogo, como lo hacen tantos que se dicen cristianos. Pedir por la paz, si no somos “artesanos de la paz”, se asemeja más a la magia que a la verdadera “oración”. El papa Francisco lo afirmó, varias veces, en la encíclica Fratelli tutti: “una verdadera paz solo puede lograrse cuando luchamos por la justicia a través del diálogo, persiguiendo la reconciliación y el desarrollo mutuo” (n. 229); “La verdadera reconciliación no escapa del conflicto, sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del diálogo y de la negociación transparente, sincera y paciente” (n. 244).
Sí, es muy necesaria la petición por la paz de Colombia y por la de tantas necesidades que tenemos. Pero solo es posible si pedimos lo fundamental e imprescindible: el espíritu del Señor que transforme nuestro corazón para ser instrumentos de su paz, constructores de la justicia, comprometidos hasta el fondo con la transformación de todo aquello que nos afecta. El Dios mágico no es el Dios de Jesús. El Dios que nos regala su espíritu para hacer posible el reino es a quien necesitamos encontrar en la oración para que esta, efectivamente, de sus frutos abundantes en la historia que vivimos.
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