“Razón de mi propia fe”, por Ramón Hernández
De su blog Esperanza Radical:
El cristianismo es un hecho de vida, no un sistema de pensamiento
Los seguidores de este blog tienen sobrada constancia de mi forma peculiar de sentirme cristiano y de vivir mi propia fe. Aunque se trate de algo privado que, posiblemente, a nadie importe, reflexiono hoy sobre ella por si se diera el caso de que pudiera interesar a alguno de los pocos y sufridos lectores de los abigarrados párrafos que acostumbro escribir en este blog. Cuando menos, no dejará de ser una especie de catarsis o de confesión penitencial, sentida a fondo, de quien, en su radical autonomía, se siente profundamente servidor incondicional, incluso esclavo, de la comunidad humana a la que pertenece. Subrayo de antemano que esta manera de ver y proceder no tiende de ningún modo a un individualismo exacerbado, sino más bien a todo lo contrario, a la comunidad humana a la que inevitablemente se pertenece y en la que uno mismo se inserta como elemento de su constitución.
Soy muy consciente de que mi cristianismo procede tanto de un pueblo excesivamente endogámico, el pueblo judío, como de unos desarrollos teológicos mediatizados por una filosofía y unos tiempos tan concretos como transitorios. No hay duda de que es ese “pueblo endogámico” el que, buscando consistencia y durabilidad como tal pueblo, puso en boca de Dios su propia palabra y se erigió a sí mismo en “pueblo elegido”, pueblo llamado nada menos que a gobernar el mundo entero en el momento mismo en que en él se implante el “reino mesiánico de Dios”, perennemente divisado en lontananza. Digo “puso en boca de Dios su propia palabra” porque, en realidad, Dios nos habla continuamente a todos los seres humanos a través de toda su creación, es decir, a través de todas las cosas y de todos los acontecimientos. En lo referente a los desarrollos teológicos aludidos, digamos simplemente que el mensaje de salvación que vehicula mi cristianismo no necesita enriquecerse con pesados ropajes racionales y cultuales que, con el solo paso del tiempo y la evolución vitalista de las costumbres, en vez de iluminar el camino de los hombres, terminan ahogando el mensaje que pretenden clarificar y transmitir.
Muchas veces me he preguntado qué haría el Jesús de los Evangelios si se paseara hoy por nuestras calles y asistiera a los muchos foros desde los que se airean al viento tantos complejos y se proclaman tantas banalidades humanas. Me aterra francamente pensar en su reacción viendo cómo no pocos seres humanos se aburren como ostras sin saber qué hacer con sus vidas o despilfarran bienes en abundancia, mientras otros muchos, aun afanándose a tope, no ganan lo suficiente para cubrir las necesidades básicas de cada mes, como alimentarse debidamente, vestirse decentemente y cobijarse confortablemente y, no digamos, como curarse las heridas que les va causando el camino de la vida. Por mucho que queramos obviar al Jesús peripatético que tanta dulzura y misericordia derramaba por los caminos de Palestina sobre los limpios de corazón, y que con tanto ímpetu y convicción predicaba que lo que nos da la felicidad no es el poder y el dinero, aunque los ambicionemos a rabiar, sino el amor que regala a los demás nuestro tiempo y comparte con ellos nuestros haberes, el creyente que hoy se acerque a él sinceramente y sin precauciones indebidas no puede menos, además de estremecerse por el desolador impacto de la cruz en toda vida humana, de dejarse seducir por unas “bienaventuranzas” que realzan, incluso poéticamente, el predominio absoluto de los valores sobre los contravalores.
Lamentablemente, aunque con frecuencia nos refiramos a la extrema volatilidad del tiempo, sobre todo cuando, mirando hacia atrás, nos invade el vértigo de los años vivimos, apenas nos damos cuenta de que cuanto somos es caduco y de que vivimos insertos en una vorágine que termina tumbando incluso los imperios más aguerridos. Aunque soy de la opinión de que cuantos existimos lo hacemos desde siempre y para siempre en la mente y en el ser del Dios en quien creemos, la verdad palmaria es que entre nuestro nacimiento y nuestra muerte media solo un instante, incluso en el caso de quienes llegan a centenarios. Por otro lado, en su tránsito veloz, el tiempo se lleva por delante, como hojas secas caídas en otoño, el dinero amasado, el poder acumulado y hasta la fama bien acreditada, de tal manera que la muerte nos pilla siempre a traición con las manos vacías. Lamentablemente, no hay otra forma de morir, por rápida que sea la muerte, que hacerlo en completa soledad, incluso en los casos en que nos llegue en medio de una gran escabechina. Pero la nimiedad que somos por nosotros mismos se vuelve plenitud en el corazón, en las manos y en la mente del Dios en quien creemos (que Dios tenga corazón, manos y mente es solo una reconfortante metáfora).
Abundando en la inconsistencia o nimiedad de nuestra propia entidad, nos descubrimos como parte infinitesimal de un minúsculo planeta, por mucho que armemos o hinchemos nuestro propio currículo o por mucho que nos encumbremos a nosotros mismos o nos encumbren los demás. ¡Somos solo diminutas motas de polvo en un planeta casi de juguete, anclado además a un pequeño sistema solar apenas perceptible en el seno de una mediana galaxia que navega lentamente entre los millones de galaxias que componen el Universo! Si la Tierra en que vivo, imperceptible en el globo del Universo a menos que la enfoquemos con una potente lupa, lo mismo que su supuesta duración de unos diez mil millones de años (estaría atravesando ahora la mitad de su periplo) y su compleja historia, tan saturada de “historias”, son prácticamente nada, ¿qué valoración puedo hacer con honestidad de mí mismo? De hecho, frente a mí, la nada casi pierde sus contornos de tal.
La clara conciencia de la nimiedad que soy me acerca humildemente a la fuente del saber cristiano, fuente de agua viva que me provee de bebida de salvación. Esta actitud, que me ha liberado por completo de cualquier deseo o afán de condena de nada y de nadie, por gorda que sea la cosa o por diferentes que sean las formas de vida de los seres humanos, me lleva a asomarme a un panorama que abarca todo lo humano del mundo, desde las distintas e incluso contrapuestas formas de pensar y sentir a las de conducir cada cual su propia vida por caminos que, a simple vista, parecen inverosímiles. Ello me lleva, por otro lado, a sentirme como una insignificante y laboriosa hormiga de un concurrido hormiguero en cuyo mantenimiento colaboran todos sus miembros. Consciente o inconscientemente, todos los seres humanos somos cristianos, es decir, hijos de Dios, incluso en el caso de quienes ni siquiera se acuerdan de él o no lo tienen en cuenta para nada. Por lo que a Dios mismo se refiere, es de todo punto cierto que ninguno de tales ciegos u olvidadizos permanece inadvertido para quien lo ha creado y lo mantiene en el ser cada instante de su vida.
En resumidas cuentas, creamos lo que creamos sobre la persona de Jesús de Nazaret y sea cual sea nuestra actitud mental frente al gran “misterio” de la Trinidad (lo adecuado y más respetuoso para referirse al misterio es el silencio), la razón poderosa de mi propia fe es la confianza incondicional en el mensaje que él nos transmite, cifrado en tratar al Dios en quien creemos como al mejor de los padres imaginables (oración) y en comportarnos unos con otros como auténticos hermanos que realizan sus vidas en el amor que se profesan mutuamente (caridad). Una vez más, volvemos a toparnos aquí con los auténticos “mandamientos” cristianos, resumidos en el único del amor y bellamente expresados en las “bienaventuranzas” evangélicas.
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