“Recuperar algo esencial “, por Gabriel Mª Otalora
| Gabriel Mª Otalora
Está claro que los éxitos económicos y tecnológicos no van parejos a la necesidad humana de la serenidad. Hemos primado un desarrollo exiguo en afectos que no duda en sacrificar el equilibrio emocional en aras a una vida desenfrenada y consumista. Se nos convoca al progreso por el progreso, y nos piden correr más rápido cuando más necesitados estamos de muletas.
Estamos en verano, las vacaciones tan necesarias, y el desarrollismo que acumula mayores costes añadidos: desasosiego, estrés, obsesiones, angustia, intranquilidad, presión, miedo… todo forma parte del panorama vital de muchas personas, presas de un síndrome emocional más o menos permanente que se manifiesta en cefaleas, problemas musculares y estomacales, insomnios y demás efectos psicosomáticos con los que el organismo nos alerta de que algo no va bien. Somos una sociedad tensionada que no quiere renunciar a nada para recuperar la serenidad, a pesar del coste de tanta insatisfacción interior: tristeza, ira, culpas, frustraciones, baja autoestima, etc.
La falta de sentido vital y la crisis de principios y modelos intocables, ofrecen pocas seguridades a las que aferrarse, aparte de los ansiolíticos y el psiquiatra. La ausencia de serenidad señala un punto de deshumanización al haber perdido el disfrute con lo que realizamos, la admiración ante las maravillas que nos rodean o descubrir el sentido de lo que hacemos con la actitud agradecida, humilde, aceptando los propios límites para convivir con ellos. Así es como se crece hacia lo profundo, no hacia arriba. Por tanto, ¿qué podíamos esperar de semejante ciaboga?
Pero como decía, la solución está dentro de nosotros; junto al problema. La serenidad es posible incluso en medio del dolor, como lo han demostrado tantas personas con su ejemplo de vida cuando se aplicaron a sí mismos que lo importante no está en lo que acontece (por muy doloroso que sea) sino en la actitud ante el sufrimiento. No importa qué, sino cómo sufras, decía Séneca. Quitar el dolor no es posible, pero es evidente que no todos los que están inmersos en el mismo dolor sufren igual. No existe, pues, un dolor en sí mismo, sino mí dolor.
La serenidad no es indiferencia ni complacencia. Las personas serenas no se sienten demasiado asustadas, preocupadas o ansiosas por el porvenir. Tampoco se regodean en la infelicidad del pasado, ni fantasean con catástrofes futuras. Estamos ante una virtud que abre la puerta a la mejora de la calidad de vida. La serenidad cuesta, pero nos predispone mejor al amor y a reírnos de nosotros mismos; posiblemente, el mejor binomio que existe.
La serenidad también es paciencia para vivir el “ahora”, que es donde debemos concentrar nuestras energías; y es abrirse a la esperanza de las múltiples posibilidades de la vida. Menos teléfonos móviles de última generación y más dedicación a recuperar la serenidad perdida, para “aceptar las cosas que no se pueden cambiar, valor para cambiar lo que puedo cambiar y sabiduría para conocer la diferencia”.
Es tiempo de experimentar que la felicidad y la serenidad son más una consecuencia que una meta. Y que tenemos que trabajarlas, porque no vienen solas. Es tiempo de descanso y de reflexión para recuperar la serenidad perdida. Y existe un camino que Jesús nos invita a recorrer, pero parece no estar de moda.
Querido Dios, concédenos la serenidad para aceptar lo que no podemos cambiar
Valor para cambiar lo que sí podemos
Y la sabiduría para reconocer la diferencia.
Feliz agosto; hasta el día 26. ¡Paz y bien!
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