Fijémonos una vez más en la figura del Jesús de los Evangelios. Jesús en Getsemaní orando por segunda vez afrontó como hombre su final, el destino al que estaba abocado aunque fuese injusto. “Padre, si es posible pasa de mí este cáliz” (Mt 26,42). No era ni un cobarde ni un masoquista. Tampoco buscó atajos fáciles, cómodos, ni mucho menos huyó del precio de la coherencia porque en sus entrañas de misericordia siempre había un espacio para acoger el dolor y la soledad de los indefensos: hambrientos, enfermos, extranjeros y marginados. Nunca divorció espiritualmente alma y cuerpo, ni buscó subterfugios para que el sufrimiento de los socialmente humillados no le salpicara. Es más, en numerosas ocasiones los defendió públicamente: “Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos” (Jn 18, 8), dijo justo cuando lo iban a apresar. Su historia nos invita a contemplar y no dar la espalda a aquellas desagradables escenas que también forman parte de la vida. Y nos pide no sólo que cambiemos las estructuras, sino que pongamos a la persona por encima de ellas. No hay mayor noticia que anteponer hombre y mujer a toda “santa doctrina” o “justa ideología”, si no queremos acabar -como decía Hölderlin- convirtiendo nuestro estado en un infierno (Hölderlin, 1976).
No podemos luchar contra el sufrimiento y las injusticias si no es implicándonos. Yo añadiría, por si alguien no lo presupone, implicándonos caritativamente, con nuestro testimonio, dando la vida, nunca quitándola ni reduciéndola o perjudicándola, sino dando alternativas, abriendo siempre ventanas de esperanza. He ahí la libertad y la dificultad del anuncio de Jesús. Donde hay sufrimiento y necesidad allí está su mensaje esperando que respondamos (Mt 25, 31-46). Ese sería su legado, que vive renovado por los siglos de los siglos y que remueve al mundo cuando alguien con entrañas de misericordia y una pizca de libertad en su ser pone creatividad y fe-confianza en sus palabras actualizándolas en la historia. Bajo mi punto de vista, Francisco de Asís, Mahatma Gandhi, Oscar Romero, Martín Luther King o, ahorita, el mismísimo Papa Francisco (16), al que tanto aprecia y admira nuestro querido filósofo, son algunas muestras de que hombres comunes y mortales pueden coger el testigo de Jesús, a quien pudiéramos considerar el hombre más divino de la historia (Medrano Ezquerro, 2012).
El siglo XXI es un siglo que ha consagrado en los máximos altares a la razón tecnológica, al cientifismo y al secularismo. Pero no olvidemos que el mismo Vattimo responde a ello afirmando contundentemente que «Hoy ya no hay razones filosóficas fuertes para ser ateo o, en todo caso, para rechazar la religión» (Vattimo, 1996: 22). Prácticamente nuestro autor viene a decirnos que hoy día es una pretensión casposa y trasnochada la lucha de un racionalismo cientificista o historicista que abogue por dejar fuera de juego socialmente a la religión. Me atrevo a afirmar que se trata de otro totalitarismo disfrazado de modernidad y cultura.
Uno de los objetivos de mi investigación doctoral fue –salvando las justas distancias- vincular Grecia y cristianismo a través del pensamiento de mis dos principales maestros: Teresa Oñate y G. Vattimo. No sé si lo logré, pero lo que sí quisiera compartir es una de las conclusiones a las que llegué: la razón y el amor son las dos condiciones que nos convierte en divinos. Me parece muy aceptable y comprensivo el deseo de muchos no creyentes a la hora de exigir aquel poder que entienden les pertenece como tales pero que acabó siendo entregado, transferido a los dioses. Lo curioso es que nuestra sociedad actual, heredera de los siglos XVIII, XIX y XX está empeñada en coger solamente la primera (libertad) olvidando el principio de solidaridad y fraternidad, y ello no garantiza la justicia, el respeto ni el orden. Razones tenemos para matar, invadir, saquear, condenar, justificar, abandonar. Solamente hay que poner los noticieros…
Al hilo del comprometido pensamiento por los DDHH de su compatriota Benedetto Croce, Gianni Vattimo llega a decir que nuestra existencia no sería la misma si dejásemos de creer en Jesús. Incluso nuestra historia europea y sus elementos culturales nos marcan de tal manera que “no podríamos llamarnos no cristianos” (Rorty y Vattimo, 2006: 80). Es imposible salirse de la tradición aun estando en contra de ella, nuestra interpretación es siempre histórica, concreta. En El futuro de la religión, escrita junto al pragmático norteamericano Richard Rorty, Vattimo llega a afirmar “gracias a Dios soy ateo”, viniendo a decir de algún modo que ya no hay razones fuertes ni para ser teístas ni para ser ateos y esto debido en gran parte al cristianismo, a Occidente (Caputo y Vattimo, 2010). Incluso para poder decir “Dios ha muerto” se hace necesario una concepción de dios débil, cristiana. Este concepto de la muerte de Dios desempeña un papel primordial en la filosofía vattimiana pero, curiosamente, en Después de la cristiandad sustituye dicha expresión por la de “el Dios que ha muerto”, bajo mi punto de vista más acertada con la idea que nuestro autor tiene en su cabeza, heredera en cierto modo de Heidegger: un Dios distante, metafísico y sobrenatural que muere con Jesús de Nazaret, el dios débil y humano.
El creyente en Jesús sabe que, además de tener una creencia personal no compartida por muchos, debe ofrecer ₋si quiere ser medianamente creíble y socialmente aceptado₋ razones vitales de su fe (1 Pe 3, 15) porque, aunque no pueda demostrar su tesis de que dios existe, posee razones serias para creer que sí, no contundentes desde el punto de vista científico, pero sí muy razonables y esperanzadoras, situadas humildemente a la base del testimonio sencillo de un hombre histórico y su predicación, de una ética de vida. Sus palabras y hechos se abren espacio en los que actúan como él, y para ello no es requisito indispensable conocerlo (Mt 25, 44-45). Uno de los daños más grandes que se le ha podido hacer al propio mensaje ha sido su institucionalización a nivel mundial convirtiéndolo en una religión masificada y colonizadora, transformándose de religión perseguida en religión institucional, oficial. La globalización religiosa a través del Imperio romano se apropió del alma de los débiles para convertirse en muchas ocasiones en el arma de los poderosos en Occidente.
“Los creyentes del III milenio, si queremos que la fe exista, debemos abrazar a la gente. La prueba de que uno ama a Dios es que te re-envía a amar a los demás” (Guenard, 2010), decía Tim Guenard, un hombre maltratado y violado desde niño por su propio padre, que salió adelante descargando su furia como boxeador profesional hasta que se encontró con la experiencia sanadora de Jesús de Nazaret. Para Guenard, el señor es siempre delicado con las personas heridas aceptando que no le llamen por su nombre. Ya comentaba esta misma idea ahondando en su implicación teológico-política en mi disertación doctoral allá por el 2013:
Quien dice conocer a Dios conoce el lenguaje del amor, y conoce al hombre; si no, claramente damos la razón a quienes hablan de un dios prefabricado para justificar estructuras de poder. Si hay algo de divino en el hombre, esto es la cáritas, la philía, el ágapé, la traducción humana de lo divino que, junto a la razón creativa, nos hace elevarnos sobre el resto de los animales. «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» dice Gn 1,26. Y es que Dios es amor. «El que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). No existe auténtica justicia, si no se mueve en la órbita de la fraternidad y la solidaridad, si no supera la frontera de lo legal (…), ni verdadera caridad que no sea algo más que una mera compasión, pena que ignora las causas (…). Una institución, religiosa o no, que deshumaniza, que no ensancha ni suma en la pluralidad, que no nos devuelve la dignidad y brillo de hijos de un Dios, se convierte en una peligrosa secta por más tiempo y recursos que gaste en convencer a través del miedo y adoctrinamiento, la obediencia ciega o la propaganda. Nunca se dio un Dios sano en una mente enferma ni se maduró como persona, como sociedad, dejando a otros, individuos o instituciones, nuestras voluntades para responder y decidir (Lozano 2013: 109-110).
La sencillez y simpleza con que Jesús nos habla en los Evangelios (Mt 11, 25) no está reñida con el uso de la razón. Si fuese así, entonces habría que enmarcar el sentido religioso y la espiritualidad en la mera ignorancia, la incultura o la proyección psicológica inconsciente, donde hay que reconocer tristemente que en más ocasiones de las que debiera, habita (17). No me estoy refiriendo por tanto a esta clase de estupidez que algunos se atreven a llamar creencia y que acaba tantas veces sitiando a la razón en favor de un desproporcionado misterio, sino aquella sencillez que hace pasar por el corazón las miradas y los gestos facilitándonos la apertura a los pasados futuros posibles con libertad y responsabilidad. Precisamente Jesús invita a creyentes y no creyentes a trabajar en esta corresponsabilidad y a ella aludo en la pág. 117 de mi citada disertación doctoral cuando digo que no es hasta Jesús de Nazaret cuando la religión se hace evangelio (buena noticia) para el hombre, cuando lo humano y lo divino se acercan, cuando la verdad se traduce y conjuga en presente de indicativo, con el verbo amar. El cristianismo es, así, la religión del amor, la religión simple cuyo contenido se resume con los dedos de una mano, con cinco palabras: “a-mí-me-lo-hicisteis” (Mt 25, 40).
Hay dos lecturas provechosas a la hora de comparar la visión religiosa antes y a partir de Jesús de Nazaret. La primera es concretamente un pasaje del Antiguo Testamento donde aflora la separación entre lo divino y lo humano y se incita a guardarse de traspasar dichos límites: Ex 19, 12-13. Nadie podía “subir al monte”, porque en el monte, allá arriba, habitaba Dios. La segunda lectura, como es obvio, es del Nuevo Testamento. En ella encontramos un pasaje más que interesante que subraya esta idea de Jesús como reconciliador, aquel capaz de achicar los límites de los espacios-tiempos sagrados. El caso es que Jesús sí que permite que lo alcancemos, que lo toquemos. El único límite es el amor, la nueva koiné, porque el amor lo interpreta todo (Mt 5, 38-48). Jesús se presenta, pues, como aquel que supera a Moisés, la ley, porque el Hijo del hombre es mayor que el sábado (Mt 12, 8). De alguna forma Jesús está diciendo que no pongamos la ley y el sábado por encima del ser humano, cuestión esta esencial desde un punto de vista espiritual y teológico-político.
En el justo momento de su muerte en la cruz nos dice el Evangelio de Mateo (Mt 27, 51) que el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo y que la tierra tembló. Este hecho señala el sello definitivo que Jesús-amor hace entre lo humano y lo divino (18): la caridad queda como su único límite militante, como gozne, bisagra que abre y cierra ámbitos: es el amor quien distingue y separa la barbarie y la sinrazón del verdadero sentido religioso, el mismo límite que une fraternalmente todo lo que toca con el sello del amor, el brillo de lo divino. El velo, aquello que únicamente separaba el ámbito humano del divino, queda a la intemperie, des-velado. No hay nada ni nadie que nos impida ahora mantener una vía comunicativa entre estas dos dimensiones hasta ese momento casi irreconciliables.
Jesús, a partir de aquí -afirmo también en la pág. 87 de mi disertación doctoral- abre la vía del amor-logos: lo humano y lo divino se acercan, lo espiritual y lo material se funden entrando en la madurez histórica de la religión: en la edad hermenéutica comunitaria- espiritual, en contra de un pensamiento violento, único y objetivo que procura acallar cualquier nueva pregunta. Una nueva visión religiosa basada en la cultura del diálogo está acaeciendo. Tan sólo la cáritas está a salvo de los años y la interpretación porque es débil, porque no impone, porque su verdad es respetuosa y alternativa, porque hace de los otros su imperativo categórico.
Decía que uno de los objetivos de mi investigación académica era intentar acortar distancias entre Grecia y cristianismo y así lo intento dejar claro desde la segunda página de El amor es el límite, cuando afirmo que “El amor a la sabiduría y la sabiduría del amor se abrazan y conjugan en gerundio”. Pero la relación greco-cristiana también tiene un nexo con la herencia que nuestro filósofo de Turín recibe del pensador alemán Martin Heidegger. Vattimo sigue a Heidegger en que somos seres comprendientes desde que nacemos, nacemos comprendiendo. No es que conozcamos primero para después amar, sino que “amando conozco y conociendo amo, lo griego y lo cristiano se conjugan en gerundio, en un plano no diacrónico” (Lozano, 2013: 56).
Como afirma de forma tenaz nuestro querido crítico turinés en Después de la cristiandad. Por un cristianismo no religioso, la clave es debilitar las estructuras en los diversos ámbitos metafísicos de poder, disminuyendo social, política y religiosamente todo tipo de violencia: aminorando los conflictos, rebajando los poderes y desenmascarando los abusos en el mundo. En cambio, para René Girard en ¿Verdad o fe débil? Diálogo sobre cristianismo y relativismo, más bien se trataría “de reconocer una adhesión común a una perspectiva victimológica, de una victimología que no produzca nuevas víctimas” (Girard y Vattimo, 2011: 28).
No podemos olvidar que la base argumentativa de Girard consiste en interpretar a Cristo como el desenmascarador de las religiones naturales, basadas en el asesinato colectivo sobre una sola víctima elegida de forma arbitraria. El cristianismo precisamente lo que hace es invertir esta perspectiva logrando descifrar que la verdad reprimida oculta es otra. Así pues, una de las mejores noticias que aplaude Vattimo en la interpretación de las Escrituras que hace Girard es el reconocimiento de que la víctima es inocente, no culpable, y la exaltación al chivo expiatorio a través de su vida y palabras, especialmente de su “perdónales padre porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
Todo lo que no se reduzca a amar a dios y al prójimo acaba dentro de las redes de las religiones naturales sacrificiales. Quizá esta certeza represente la apertura de las puertas a Occidente como realización última del cristianismo en cuanto religión no sacrificial, a través de un concepto de secularización mucho más amable, natural y lógico. Para Vattimo “La secularización no sería el abandono de lo sagrado sino la aplicación concreta de la tradición sagrada a determinados fenómenos humanos” (Ob. Cit.:41).
Hemos ido comprobado en este artículo cómo nuestro autor es heredero del pensamiento de Nietzsche y Heidegger en el hecho de que toda fijación de estructura representa un acto de autoridad que merece la pena disminuir, debilitar, reducir. Y ahora vemos que si algo aprende Vattimo de Girard es que todos los saberes que se consideraban definitivos han demostrado su dependencia de paradigmas históricos y de condicionamientos de distinta índole (social, política, ideológica…), por lo que ya no podemos afirmar que si la ciencia no conoce a dios, dios no existe. Hemos aprendido a desmitificarla, ya que la ciencia no logra establecer otros muchos significados. Así pues, que Dios no sea objeto de la ciencia es más bien una razón añadida para creer en él y no para dejar de hacerlo, como explica y desarrolla hábilmente nuestro querido filósofo turinés en las páginas 55 y 56 de esta obra que escribe junto a René Girard.
Este último apunta que en el cristianismo coincide verdad y amor, mientras que Vattimo observa una prevalencia en la balanza a favor de la cáritas. La cuestión prioritaria –afirma en la página 64- estaría en reducir la violencia y no sólo reconocerla. Gianni nos recuerda que dios es relativista en el sentido de que no puede dejarse hipotecar-atrapar por meros convencionalismos histórico-temporales determinados por proposiciones dogmáticas pertenecientes a formas interpretativas epocales. En la sociedad hay que admitir, por razones de caridad, múltiples posiciones, pluralidad de opiniones y opciones, en definitiva, el diálogo, la búsqueda del consenso aceptando el disenso, nunca enterrándolo. Una de las mayores contribuciones que Vattimo hace a la hermenéutica y que baña por completo mi tesis (de que la única religión verdadera es aquella que pone al amor y respeto al otro como condición sine qua non) es aquella que hace en Después de la cristiandad cuando afirma que no decimos que nos ponemos de acuerdo cuando hemos encontrado la verdad, sino que decimos que hemos encontrado la verdad cuando nos ponemos de acuerdo. Se comprende que aún es posible hablar de verdad, pero sólo porque en el acuerdo hemos sido -en su más genuino sentido- caritativos. La caridad se convierte en verdad, sustituyendo dicho concepto en la medida en que se comparte. Rorty, en cambio, propone sustituir el término verdad por “solidaridad”. Gianni Vattimo observa que el cristianismo no es una religión como tal (19). Por eso, para afirmar su no creencia en el Dios del acto puro, decía “gracias a Dios soy ateo”. Al menos, y esta es otra buena noticia, Jesús se lo permitiría, porque el amor es siempre contra dogmático, y Jesús es amor encarnado.
Quisiera finalizar este artículo en torno al dios débil de Vattimo y el amor como límite cristiano-hermenéutico procurando unir las dos influencias filosóficas más importantes para Vattimo: Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Existe una relación entre la “muerte de Dios” (Nietzsche) y el final de la metafísica (Heidegger). El nihilismo positivo y optimista es, pues, un producto de la secularización del cristianismo, no una pérdida de significado, sino la asunción del pensamiento heideggeriano. Ni la ciencia es la casa de la verdad ni la historia el camino del progreso hacia la emancipación, sino la cáritas. El amor cristiano es el fin de la modernidad violenta y fuerte. El fin de la metafísica es el fin de la estructura básica de la tradición onto-teológica destinada al pensamiento de la divinidad (Zabala, 2009: 319). Leer más…
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