“Dios ha muerto” o la “muerte de Dios” es quizá una de las frases más emblemáticas y polémicas que han pasado al Olimpo de la filosofía moderna. Su laureado filósofo, Friedrich Nietzsche (1), quien proclamaba que Dios había muerto y lo habíamos matado entre todos (2), por lo que la humanidad vagaba hacia una especie de vacío infinito (Nietzsche, 2014). Su precursor, G.W.F. Hegel, que en el capítulo acerca de la religión revelada de la Fenomenología del espíritu, nos habla de la pérdida de saber, cuyo dolor se expresa en las duras palabras que afirma que Dios ha muerto (Hegel, 1993). Su director de escena, Fiódor Dostoievski, que en los personajes de Los hermanos Karamazov pudo dramatizar, moralizar y, en cierto modo, espiritualizar dicha expresión. Su actualizador, Martin Heidegger, quien interpretando la perversión metafísica en la que el pensamiento había quedado tras la crítica nietzscheana la tradujo como idolatría conceptual de la modernidad (Heidegger, 2003). Y su hermeneuta postmoderno, Gianni Vattimo. El esquema heideggeriano influyó de tal manera en Vattimo que le ofreció la posibilidad de articular una alternativa postmoderna a la hasta ahora imparable apisonadora moderno-capitalista: el debilitamiento de las estructuras fuertes en todos los estratos de poder, conocido como “pensamiento débil”
En este sentido me atrevo a decir que Vattimo resucita en la postmodernidad a Dios de su propia tumba metafísica, conceptual, dialéctica, atrapada por varios siglos. Existe una evolución en la trayectoria del pensamiento vattimiano. Teresa Oñate (3) y algunos de sus alumnos (yo entre ellos) señalamos como punto de inflexión sus últimas obras de final de siglo XX y principio del XXI destinadas a estas temáticas: Creer que se cree, Después de la cristiandad y El futuro de la religión, esta última escrita con Richard Rorty. Especialmente significativa es la primera, ya que esta obra va a marcar un importante giro en la evolución de su pensamiento, que no es más que una vuelta hacia un Jesús de Nazaret latente, adormecido, que nuestro autor observaba apartado, arrinconado bajo el peso aplastante de la tradición y el moralismo doctrinal, un exceso de equipaje al que la Institución le había sometido ahogando, en cierto modo, su anuncio liberador.
Precisamente el Papa Francisco lo ha rescatado de los escombros: “Este Papa me quita la vergüenza de declararme católico”, reconoció Gianni Vattimo en una entrevista en Vatican insider, la sección del periódico digital La Stampa que privilegia toda la información relevante del Vaticano y que se publicó el 9 de julio de 2018 (4). Pero para que hoy podamos con total normalidad aceptar dicha situación, nuestro autor ha tenido necesariamente que pasar por unos años de transición no siempre fáciles en el muy exigente terreno de la fe. También la Iglesia, soy testigo, está pasando con Francisco por una etapa abierta y lúcida que pudiéramos calificar de “primavera eclesial”, como muy bien examina Cristianisme i Justícia en los múltiples artículos publicados al respecto (Cristianisme i Justícia, 2015). No uno sin lo otro, sino uno y otro. Para que hoy podamos hablar con plenas garantías de un Vattimo cristiano, católico y pro Francisco (últimamente bastante mejor aceptado este aspecto por sus estudiosos) ha hecho falta que algunos de sus seguidores (la verdad que muy pocos) nos arriesgásemos hace años adelantándonos a ello convergiendo distintos ángulos: teológicos, políticos, filosóficos e incluso bíblicos (5). Nada de ello habría sucedido si previamente nuestro autor, discípulo de Pareyson e influido por Gadamer, Nietzsche y Heidegger, no hubiera reseteado su disco duro como activo militante de Acción Católica, si no hubiera resituado la postmodernidad filosófica, no sólo desde un nivel social, económico, y político sino también religioso.
A esto se añade el también giro que la Iglesia católica está dando con Bergoglio (6). A pesar de las dificultades internas y el freno que está teniendo para llevar a cabo sus reformas (Religión Confidencial, 2016), Francisco está recibiendo la simpatía de los no católicos (y no creyentes) y, lo que es más interesante, consiguiendo la vuelta y aproximación de algunos intelectuales y teólogos distanciados con la Institución o incluso silenciados por ella (Codina, 2016). En nuestro polémico autor italiano este retorno religioso se fue abonando especialmente en los últimos años del pasado siglo. En medio de los distintos procesos y avatares socio-políticos en los que nuestro catocomunista se encuentra inmerso y a través de una conversación aparentemente trivial alguien le hace la pregunta clave: si todavía cree en Dios. Su posterior reflexión da lugar a uno de sus más importantes escritos: Credere di credere, traducida en su edición castellana por “creer que se cree”.
La pregunta podía haberse respondido con un monosílabo, pero como suele ocurrir con las cosas complejas, como las cuestiones que nos suelen hacer los niños, dicha interrogación resuena en él de un modo novedoso, incisivo, incluso podríamos decir “hermenéutico”, ya que lo primero que tiene que hacer es interpretar su propia historia personal replanteándose con la máxima honestidad posible si realmente cree o no en Dios y el sentido que pueda tener dicha pregunta hoy, sus consecuencias teológico-políticas. Pero cuando piensa en Dios, nuestro autor mira a Jesús, el dios (7) cristiano; ello matiza el condicional y la respuesta, “si realmente cree”, ya que el dios cristiano no es absolutista, prepotente ni arrasador, sino más bien abierto, humilde, acogedor.
Algunas segundas partes fueron mejores que las primeras y aquí, con mucho, Jesús reconduce y canaliza amablemente la fuerza de la historia de salvación y fe del pueblo de Israel. Y si lo pongo en minúscula es para dejar constancia que al turinés no lo representa el Todopoderoso y alejado Dios de los ejércitos (como el que la historia nos ha dado muestras en muchas de las etapas del judeocristianismo) ni el Dios de los filósofos de las garantías absolutas y razón objetivista, sino uno mucho más humanizado, encarnado y debilitado: Jesús. Como afirmo en El amor es el límite. Reflexiones sobre el cristianismo hermenéutico de G. Vattimo y sus consecuencias teológico-políticas (8), si Dios existe, es amor; y si no, merece que lo matemos (9), que lo olvidemos, que lo saquemos de nuestras vidas e Historia. Porque díganme ustedes: ¿qué sentido tiene un Dios que no sea capaz de amar y unir, ofrecer, integrar, ayudar e igualar? Mejor entonces dar la razón a los agoreros y profetas de calamidades y abandonar el presente en manos de los nuevos ídolos de masas: Trump, Le Pen o Matteo Salvini… (10) Utilicemos entonces la modernidad, la tradición y la tecnología para borrar del mapa de una vez por todas a los incómodos, a los nadies, los distintos. Todos ellos hambrean la esperanza que nuestro mundo hoy parece no está dispuesto a regalar.
Vattimo sabe leer aquella parte del evangelio de san Juan que dice que “A Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1,18) y que el único que nos ha contado algo sobre él es Jesús, con sus palabras y obras. Eso sabe Vattimo que sabe. Eso y poco más. En eso cree que cree: un hombre histórico, que fue hombre pero, ¿por qué no?, pudo haber nacido mujer, una persona valiente, de buen corazón, que predicó sobre el amor y la no violencia y habló con su vida del riesgo latente que acarrea ser libre, la inseguridad como clave para no acabar acomodados y amarrados a nuestras pequeñas esclavitudes; un hombre que ofrecía transformar la realidad con el ejemplo y la escucha, con la acogida: la mejor educación contra las tradiciones angostas y moralinas excluyentes.
Contra las luchas desalmadas presenta la sencillez y el debilitamiento de las estructuras de poder, la cooperación. Somos únicamente administradores de unos bienes en común. Para no caer en manos del engaño del pensamiento único, la pluralidad y la diferencia, la necesaria apertura para querer y aceptar y procurar sentirse querido y aceptado. Ni dirigir ni obedecer ciegamente, acompañar y ser acompañados, la sabia terapia de perdonar y sentirse perdonado, conocer otras tierras y personas y dejarse conocer por ellas. Nada de ídolos de masa ni de personas llamadas a cambiar la historia a base de golpes y espada. Una felicidad que se pone en el diálogo, en lo pequeño, en el momento, en el aquí, en los de más acá y los de más allá, presente, paciente, aunque sea fugaz. Porque, aunque nunca fue uno de sus nombres “Triunfo”, seguimos empeñados en encontrar un Dios a la medida de nuestras necesidades: Todopoderoso, Omnipotente, que dirija a buen término y cubra nuestros insaciables deseos de eternidades y victorias, precisamente todo aquello que nos aleja de nosotros mismos, aquello que ni somos ni podemos (Buber, 2003). Desde las tradiciones rabínicas del siglo I hemos aclamado un Dios mayúsculo que nos facilitara la entrada a una dimensión ultraterrena, un Dios justiciero e implacable que pusiera las cosas y las personas en su sitio abriendo las puertas del cielo, no sólo a Dios y a los ángeles, sino también a las “almas justas”. Pues bien, ese Dios falso, meta-físico no existe. La propia vida se encarga de esconderlo. Se esfuma tan pronto como comenzamos a solicitarle cosas que no puede concedernos: esa larga lista de peticiones incumplidas que nos sitúa ante el misterio del acontecer, del sufrimiento del hombre y el devenir de la historia. ¿Por qué no arrasa, entonces, Dios a los “malos” y deja solamente a los “buenos”? Puede que eso sea lo que todavía estamos esperando de nuestro deseado y venerado Dios. Ante nuestra falta de aceptación de la realidad preferimos el mito, apostar a la lotería antes que afrontar nuestras miserias perdiendo la oportunidad que exige en nosotros un profundo calado existencial y una mayor creatividad al borde del vértigo de nuestros límites. Ya decía Vattimo que “La modernidad es la época de la legitimación metafísico-historicista. La posmodernidad es la puesta en cuestión de este modo de legitimación” (Vattimo, 1991: 20).
Preferimos seguir pensando en un ser con superpoderes, algo o alguien que nos evite la dificultad y supla nuestras limitaciones humanas, todo ello para dirigirnos a un espacio-tiempo en el que desearíamos perdernos. ¡Cómo si la asunción de nuestros límites estuviese dotada de un único y exclusivo polo negativo! Quizá por ello, aunque avanzan inexorablemente en su portentosa e imparable carrera, las tecnologías no logran borrar de nuestros rostros la tristeza de la infelicidad ni nos evita el sufrimiento, por más que uno de sus aspectos (su otro polo) consiga, eso sí, desembarazarnos de algunos tortuosos esfuerzos. La hermenéutica, como filosofía de la diferencia, es la única que puede desembarazarnos de la violencia metafísica onto-teológica (11).
Este Dios de las tradiciones rabínicas no podía estar colgado en la cruz. Este Dios en el que creían todos aquellos que rodeaban a Jesús tenía que bajar de la cruz (12), debía bajar de la cruz y destruir a los “malos”, a los que pensaban diferente. Pero allí murió sin descolgarse del madero, como un fracasado más. El Dios de Jesús es perdón y cariño, justicia no justiciera a la vez que transparencia sincera. Este es el verdadero evangelio (13), su “buena noticia”: tenemos alternativas para luchar de forma no violenta contra el mal de la violencia. Gandhi lo vio claro: el precio de la injusta situación que la India sufría no podía cobrarse una factura cuyo IVA (14) implicara usar el mismo método represivo contra los represores. No hay camino para la paz, decía este. La paz es el camino. Un precio muy alto, sí, pero el único gasto admisible si no queremos prostituir ni traicionar nuestro aceptable sueño utópico de jóvenes apasionados, levantándonos a la mañana siguiente como viejos refunfuñones que vienen de vuelta, que no creen en nada ni en nadie, ni siquiera en ellos mismos.
Se trataría, pues, de encontrar el sano y santo equilibrio entre juventud y madurez, justicia y caridad, cielo y suelo, sueño y realidad. Este concepto, muy relacionado con el sentido debilitado de las estructuras sagradas, lo acuño y designo como “utopía débil”. Jesús, “el dios débil” que Vattimo aprecia, sólo quiere la recuperación, no la destrucción de los hombres. Pero es tan débil que no puede lo que uno no desea. Ese es su límite-fracaso a la vez que su virtud-posibilidad. Lo curioso es que somos nosotros libremente quienes lo habilitamos o deshabilitamos. Por ello, como advertíamos con anterioridad, puede decir Nietzsche en la sección 125 de la Gaya ciencia que somos nosotros quienes lo hemos matado. Pero, ¿y Dios? ¿Puede negarse a sí mismo?¿Es su debilidad de tal calibre que según nuestra relación con él se inclina hacia un lado u otro de la balanza?¿Acaso quien se siente hermano de todos y “hace salir el sol sobre buenos y malos, llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 43) puede desfondarse de sí buscando atajos al amor respetuoso? No, precisamente es esta su grandeza y su debilidad: que independientemente de nuestro rechazo o aceptación permanece fiel a su principio y fundamento. Por ello es tan débil que no puede obligar, y tan grande que no deja de amar. Es este, en cierto modo, el concepto vattimiano de cáritas y su kénosis (2 Cor 12, 10., Fp.2, 6-8; 1 Cor 13, 1-13).
Esta cuestión, hemos de reconocer, conlleva unas consecuencias interesantísimas en el ámbito teológico-político que aquí obviamos por razones de extensión pero que tenemos la obligación como filósofos de ir dando respuesta. Asuntos tales como si se justifica teológico-políticamente suprimir las libertades para instaurar un “mejor estado” que nos otorgue un orden ideal, más justo o si existe la posibilidad de que ello no acarree necesariamente vencedores y vencidos. Solemos pensar que lo que verdaderamente necesita nuestro mundo es un golpe de efecto contundente, una revolución que dé la vuelta a la tortilla para que los que están arriba acaben justamente abajo y los de abajo gobiernen, controlen y devuelvan la felicidad ¿a todos? Cuando los que gobiernan, desoyendo el clamor de los pisoteados, no realizan una lógica y necesaria evolución político-social, el pueblo, soberano legítimo, se levanta y coge lo que es suyo haciendo su justa revolución.
Hasta aquí bien, si se dan las posibilidades y se han quemado los cartuchos y pertinentes canales de protesta reivindicativas (siempre interpretables). Pero ante ello podemos preguntarnos, como en los finales de los cuentos infantiles, qué ocurre a partir de ahora que la bella protagonista consigue casarse con el príncipe, ahora que el pueblo consigue cambiar el poder. ¿Quién/-es ostenta/-n el poder y cómo se gestiona legítimamente? ¿Quién es “el pueblo”? ¿Es el disenso sólo un mero “garbanzo” en el zapato de los mandatarios? ¿Cómo hacemos para que las minorías que no se sienten representadas ejerzan su derecho político sin discriminación?
Por lo que ahora nos concierne y tenemos entre manos diremos que no es Jesús un revolucionario cualquiera que para forzar sus fines recurre a medios como la violencia, el poder o el engaño justificándolos. Si algo loable tiene Jesús es la coherencia de no desligar medios y fines. Es entonces cuando tenemos la tentación de pensar que Jesús es una persona con horchata en las venas, uno de esos tristes predicadores que ponen a salvo la paz interior, su calma y equilibrio mental por encima de las urgentes llamadas a la acción que la realidad precisa y, a la vez, acusa sacándonos los colores. Pero, ¿no hubiese sido una especie de engaño-trampa destruir a los culpables sin mostrarles el camino para que pudieran recuperarse? Entre otros, el pasaje del centurión (Lc 23, 47-48) es un claro ejemplo al respecto, al igual que el encuentro con Mateo (Mt 9, 9-13), Zaqueo (Lc 19, 1-10) y otros muchos… Pero si hay momentos llenos de significación, estos serían cada uno de aquellos episodios que el de Nazaret comparte especialmente con los estigmatizados de su época (pobres, mujeres, enfermos, viudas, pecadores, extranjeros…). Dichos pasajes son fuente inagotable de cómo interpretar el respeto y lucha por la dignidad humana, un tesoro hermenéutico más allá de nuestra capacidad y oído ante los temas religiosos.
A partir de los gestos, palabras y la sensibilidad de Jesús podemos afirmar que nunca la razón de la acción de un cristiano en el ámbito político-social (llámese de izquierdas o de derechas, más progresista o conservador) puede ser el castigo o la represión, ni tampoco aceptar los probables daños colaterales que genera la sociedad del bienestar o la propia democracia siempre imperfecta, sino la legítima recuperación y regeneración de la persona. El fracaso palpable de nuestra historia más reciente se ha dado cuando hemos justificado nuestros actos, a veces atroces, con nuestras ideologías y no hemos levantado el pie del acelerador, incluso viendo que no eran fruto del amor a las personas. Hemos aplastado en nombre de Dios, del nacionalsocialismo, del fascismo, del comunismo, del capitalismo… justificando nuestros medios y métodos en aras a un “justo destino” o por “Razón de Estado”. Leer más…
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